Opinión
En brazos de la mujer madura

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
Hay dos formas mayoritarias de encarar un true crime: la tradicional, que focaliza la historia en la figura del asesino, o la que centra la atención principalmente en las historias de las víctimas. La primera suele ser la más exitosa desde el punto de vista de la audiencia —y también de la narración—, pues la figura del "monstruo" es atractiva al mismo tiempo que consoladora, ya que tendemos a convencernos de que los monstruos son una excepcionalidad. Sin embargo, este tipo de relatos corre el peligro de deshumanizar a las víctimas, que en muchas ocasiones se nos presentan como meros nombres mientras se ignoran las devastadoras consecuencias que su asesinato provoca en aquellos que las amaron y conocieron. Pero focalizar la atención en las víctimas y sus familias puede ser una perspectiva arriesgada también, porque es fácil deslizarse por la pendiente de la pornografía emocional si se incide en los detalles escabrosos o se explota el dolor y el desamparo de las familias.
Hay que ser, por tanto, escrupulosamente cuidadoso con las narraciones de los crímenes y tratar de buscar el equilibrio entre la voz, el respeto y la compasión por las víctimas y sus familias, sin olvidar la necesidad de explicar el contexto en el que se cometieron los crímenes y la exploración de la mente del asesino. Pero ese mismo respeto y responsabilidad los debemos exigir también a los consumidores de este tipo de productos. Romantizar a un tipo tan sádico y banal como Jeffrey Dahmer —tal y como sucedió tras el estreno hace unos años de una serie sobre él en la que la cámara se recreaba y sexualizaba el cuerpo del asesino, encarnado por un actor mucho más atlético y atractivo que el Dahmer real— es simplemente inmoral y una muestra de estupidez. Aplicando así el principio de falsabilidad, podríamos decir que es mucho más sencillo detectar un mal true crime que uno de calidad: aquel incapaz de despertar la necesaria empatía hacia las víctimas o que convierte al asesino en una figura a compadecer con la que es fácil identificarse. De la misma manera, también deberían encenderse todas las luces rojas con aquellos espectadores o consumidores de este tipo de productos culturales y de entretenimiento que acaban empatizando con quien no deben.
El fenómeno de las llamadas killer groupies —personas, mayoritariamente mujeres, que se enamoran, se escriben, mandan fotos eróticas y hasta se casan y tienen relaciones sexuales con famosos asesinos en serie— no es algo nuevo, lo que no evita que, afortunadamente, este comportamiento —minoritario— sea interpretado como un comportamiento perturbado y fuera de la esfera de lo socialmente aceptable. Lo mismo nos sucedería si alguien nos dijera que entiende las razones que llevaron a John Wayne Gacy a asesinar a treinta y tres adolescentes o que nos alentara a ser más compasivos con su memoria. Y es que ni siquiera la moda por el malismo, esa tendencia que nos quiere convencer de que presumir de ser mala gente y dejarte llevar por tus más bajos instintos es políticamente incorrecto y una muestra de inconformismo y transgresión, ha llegado tan lejos como para alcanzar a los fans de los asesinos en serie, que, por suerte, todavía han de mantener las loas y las alabanzas a estos seres en la intimidad de sus siniestras y retorcidas mentes.
Pero toda regla suele tener su excepción, y si bien por ahora nadie en su sano juicio puede decir públicamente que los niños asesinados por William Bonin se lo habían buscado sin convertirse inmediatamente en un paria, resulta que no dudamos en culpabilizar y burlarnos de un tipo de víctimas muy concreto: aquellas que caen en las garras de los estafadores. Como las mujeres víctimas de abusos sexuales, las víctimas de las estafas son tratadas con sospecha, con sorna y con desconfianza. Esto es así porque detestamos tener que identificarnos con ellas, pues sería igual que admitir que nosotros también podríamos ser engañados. En una cultura rendida al culto neoliberal en la que se premia el éxito a cualquier precio, que te estafen, que te engañen, que abusen de tu buena voluntad o de tu confianza viene a ser lo mismo que admitir que eres un perdedor. Y dentro de este colectivo de víctimas existe un subgrupo sobre el que nadie se ahorra el escarnio y el señalamiento, y es el de las mujeres que han caído en las redes de los llamados romance scams o estafas del amor.
Este tipo de víctimas son principalmente mujeres que acaban siendo engañadas por timadores profesionales que suben perfiles falsos a redes sociales o a aplicaciones de citas y que tras meses o años de cortejo acaban sacándoles grandes sumas de dinero mediante mentiras, chantajes emocionales y manipulaciones de imágenes. Más o menos burdas, gracias al uso de la IA. Pero, al contrario que muchos timados que creen estar participando en un negocio lucrativo, estas pobres señoras normalmente lo único que pretenden es tener una relación sentimental, es decir, ser amadas y deseadas. Y es precisamente esto lo que las convierte en el objeto preferido de las burlas públicas, pues nos han hecho creer que toda mujer que, por edad o por carecer de un físico normativo, quiera seguir disfrutando del sexo o se crea con el derecho a ser amada tiene que sentir el peso de la mofa pública.
Pero este tipo de estafas no solo deja a las mujeres arruinadas o al borde de la ruina, también las deja destrozadas psicológicamente, además de señaladas por sus familias, pero sobre todo por una opinión pública que no duda en hacerlas responsables mientras se ríe de ellas sin piedad. Tal y como sucedió hace unos meses en Francia cuando se destapó el caso de una mujer a quien un timador le había robado casi un millón de euros haciéndose pasar por Brad Pitt. El escarnio público —al que se sumó una plataforma de streaming y el equipo de fútbol de Toulouse— que tuvo que soportar la víctima y no su victimario fue de tal calibre y dimensión que la televisión francesa se vio obligada a retirar las imágenes de una mujer que se convirtió de golpe y porrazo en doble víctima y en la diana de todo tipo de chistes y chascarrillos del más rancio aroma.
En el caso de las hermanas Amelia y Ángeles Gutiérrez Ayuso, la deuda que llegaron a contraer de más de doscientos cincuenta mil euros, tras años siendo estafadas por unos delincuentes que se hacían pasar por militares estadounidenses, fue además la causa directa de su muerte. Ellas y su hermano José fueron asesinados en el año 2023 por un hombre que les había prestado parte del dinero que enviaban a sus timadores y que la noche del 17 de diciembre entró en el domicilio de los tres ancianos y acabó con su vida golpeándoles con una barra de hierro. Aunque extremo, este caso debería servirnos para abrir los ojos sobre la gravedad de este tipo de delitos, así como sobre las gravísimas consecuencias que pueden llegar a tener en las vidas de las víctimas, pero también de terceras personas y, sobre todo, sobre el hecho de que ninguno de nosotros está libre de caer en este tipo de engaños virtuales, pues la edad, la soledad, los prejuicios sociales y los avances digitales nos convierten en potenciales víctimas. Sin embargo, hemos preferido reírnos y burlarnos de ellas.
De esta forma, deberíamos preguntarnos si lo que nos resulta ridículo de este tipo de víctimas es el hecho de que se "dejen" engañar, esto es, que sean unas perdedoras, unas pringadas, o que sean mujeres que por su edad o su físico despiertan en la opinión pública todo tipo de prejuicios patriarcales en torno al sexo y el papel de las mujeres como objeto, y no sujeto activo, de deseo. Acostumbrados, como estamos, a determinar el valor de una mujer a partir de la mirada deseante masculina, no es de extrañar, por tanto, que la edad en las mujeres se perciba como una lacra que nos hace perder valor —ya sea sexual o reproductivo— hasta el punto de que se considere ridículo y digno de castigo todo desafío a esta norma. A las mujeres se nos exige, por tanto, que abracemos la edad con dignidad, esto es, que nos hagamos a un lado, que asumamos un papel secundario de cuidadoras y que nos avergoncemos de un proceso biológico tan natural como irremediable, como es el de envejecer.
Por eso mismo las víctimas de este tipo de estafas resultan doblemente sospechosas —al poner en cuestión el dogma neoliberal y el patriarcal—; sin embargo, una parte de la sociedad está empezando a desprenderse de estas losas, celebrando la existencia de mujeres que, como Pamela Anderson, nos enseñan que podemos ser bellas y felices a cualquier edad y que tenemos derecho a gustar y ser amadas, sobre todo, por nosotras mismas.
Comentarios de nuestros socias/os
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros socias y socios, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.