Opinión
El fin de la civilización

Investigador científico, Incipit-CSIC
-Actualizado a
Justo antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, el sociólogo Norbert Elias dio a la imprenta una obra monumental en la que explicaba el proceso de civilización en Europa desde la Edad Media hasta el siglo XIX. Por civilización entendía el establecimiento de unas normas de conducta que incluían desde la represión de la violencia física a las maneras en la mesa —es decir, diferentes formas tanto de autocontrol como de control social—.
A lo largo de los siglos, los europeos fueron aprendiendo a comer con tenedor, a disfrutar de la privacidad, a desarrollar un cierto sentido del pudor y a no pegarse con el vecino. Lo interiorizamos profundamente. Por eso en las calles europeas ya no hay carteles que prohíban orinar en público, por ejemplo, ni hay escupideras en los bares. El proceso civilizatorio también implica que la vista de la sangre, las vísceras, las heces o la presencia material de la muerte nos repugnen cada vez más. El fenómeno no debe verse, en todo caso, como una forma unilineal de progreso —la Segunda Guerra Mundial demostraría tanto los riesgos de la represión interna inherente al proceso civilizatorio como su fragilidad—.
Pensaba en Norbert Elias recientemente al ver Surcos (1951), la obra maestra del falangista Jose Antonio Nieves Conde. Surcos es difícil de ver, como muchos productos culturales de la posguerra. No solo por la miseria e injusticia presentes en cada fotograma, sino por la chocante falta de civilización en el sentido de Elias.
El mundo de Surcos es un mundo de violencia ubicua y normalizada. Una violencia de género indigerible para nuestra mentalidad actual, pero también violencia de los poderosos contra los desposeídos, de los fuertes contra los débiles, de los débiles contra los más débiles. Conviene recordar que en los mismos años de la película se exponían en los pueblos los cadáveres de los guerrilleros asesinados, de la misma manera que se exhibía la caza.
Parte de esa brutalidad continuó normalizada durante décadas: en mi infancia, en los años 80 no se hablaba de bullying ni de violencia de género, aunque esta última ya no fuera tan obscenamente pública como en Surcos, y puede que reírse de las personas con discapacidad estuviera mal visto, pero todavía formaba parte de la vida cotidiana y no provocaba la censura que provoca actualmente.
Muchos de los debates que tenemos hoy día tienen que ver con el proceso de civilización: la lucha contra la violencia de género y el abuso sexual o el rechazo que producen a un porcentaje cada vez mayor de la población la caza y los toros. Que estos últimos se hayan convertido en marginales sin necesidad de proyectos legales ni educativos indica hasta qué punto el proceso civilizatorio cambia nuestra subjetividad de forma autónoma e inconsciente.
Hemos llegado a un punto, sin embargo, donde la civilización encuentra resistencias cada vez mayores. Muchos empiezan a exigir su derecho a no ser civilizados. A ser bastos y faltones, a no respetar a quien no se ajusta a sus cánones de virilidad o feminidad, a no cuidar del entorno en el que viven ni del planeta en el que vivimos todos o a celebrar la violencia contra las minorías.
Lo llaman libertad, pero es falta de civilización. Porque ser civilizado es ser capaz de aceptar límites, respetar a los demás y sentir repugnancia ante la violencia. No es casual que los mismos que celebran la grosería sean los mismos que se muestran impasibles ante la muerte de migrantes o el genocidio en Gaza. Va todo en el mismo paquete.
Actualmente existen dos conceptos de civilización en liza. Por un lado, el que maneja la ultraderecha, que es el racista y colonialista del siglo XIX. Es el que utiliza Netanyahu para justificar las atrocidades en Palestina y Trump para sus deportaciones. Civilización como una forma superior de cultura, característica de Occidente, que nos permite dominar, explotar y masacrar a los demás.
Por otro lado, está el concepto de civilización como aquello que caracteriza a las personas civilizadas, es decir, que se comportan de manera educada y correcta —independientemente de su cultura—.
Puede no sonar muy ambicioso, pero defender a muerte este concepto mínimo de civilización es una de las grandes luchas políticas de nuestro tiempo.
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