Opinión
Un día cualquiera en la Cañada Real

Abogada del Centro de Asesoría y Estudios Sociales, CAES
El lunes de la pasada semana vivimos con estupor como, de repente, los interruptores no encendían las luces de nuestras casas, los ordenadores se apagaban, las neveras dejaban de enfriar los alimentos con los que habíamos planificado comer durante la semana, los WhatsApp dejaban de recibirse y era imposible contactar con nuestros familiares y amigos para saber si estaban bien. Un apagón, aparentemente provocado por la codicia de las energéticas, ensombreció nuestro país por unas horas.
"¿Cómo voy a calentar el agua para el biberón a mi hijo?¿Llegaré a tiempo a recogerles de la escuela?¿Qué estará pasando en los hospitales?¿Cuánto dura un generador? Tengo que cancelar la cita del médico porque no puedo llegar en transporte público". Fueron algunos de los pensamientos que, con bastante angustia, se me sucedían en la cabeza.
Las calles se inundaron de gente que, entre la preocupación y la resignación, decidían continuar la jornada y volver a casa, a encontrarse con los suyos, a comprobar que todo estaba bien. Los parques rebosaban de niños disfrutando de una tarde de primavera, mientras los comercios bajaban sus persianas y colocaban el cartel de “Cerrado” y las radios se convertían en seguridad.
Esa misma noche volvió la luz, poco a poco, barrio a barrio. La electricidad fue recibida con aplausos y vítores. La sensación de alivio inundó los rostros del país. Habían sido solo unas horas.
Imagínense que hubiera pasado si el apagón hubiera continuado, un día, otro día, una semana, dos meses, cinco meses, dos años, o más de cuatro años.
El próximo 2 de octubre se cumplen cinco años del apagón que sacudió a los Sectores 5 y 6 de uno de los barrios más vulnerables de Madrid, la Cañada Real, y dejó sin suministro eléctrico a más de 4.500 personas, entre ellas 1.800 niños, niñas y adolescentes. Un barrio en el extrarradio de la capital, a escasos 15 kilómetros de la Puerta del Sol, donde una mañana, de pronto, las baterías de los móviles dejaron de cargar, las bombillas se apagaron, las calefacciones y las neveras dejaron de funcionar, los niños comenzaron a necesitar velas para hacer los deberes, las duchas comenzaron a ser de agua fría, y el olor a leña lo impregnó todo. Un barrio entero abandonado a su suerte, a oscuras, con sus derechos a la intemperie.
Un apagón supuestamente provocado por una sobrecarga en la red eléctrica que, sin embargo, se demostró que tenía más que ver con la instalación de unos limitadores de potencia que había colocado —estratégicamente— la empresa suministradora Naturgy. Mientras tanto, las Administraciones Públicas —en particular, la Comunidad de Madrid y los Ayuntamientos de Madrid y Rivas— aprovechaban la ocasión para iniciar un desalojo forzoso contra sus habitantes, coincidiendo con la reactivación de los desarrollos urbanísticos del sureste . ¿Quién va a querer vivir allí en esas condiciones? ¿No será mejor que se marchen y dejen urbanizar tranquilamente todos esos terrenos donde van a construirse miles de viviendas que lo que necesitan son “zonas verdes” y no vistas a la pobreza?
Casi cinco años después, la mayoría de los vecinos no se han marchado. Siguen exigiendo lo mismo que hace unos meses dictaminó el Comité de Derechos Sociales del Consejo de Europa, tras pronunciarse en una decisión pionera sobre la primera reclamación colectiva interpuesta por varias organizaciones defensoras de derechos humanos: la luz tiene que volver. La población debe tener acceso estable, constante y seguro a la energía.
Mantener a los vecinos y vecinas de Cañada a oscuras viola numerosos derechos fundamentales reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales que nuestro país ha suscrito y ratificado. El derecho a la vivienda, a una vivienda adecuada, a la educación, a la salud, a la vida, a la protección de la familia, a la infancia, a las personas con discapacidad, a la protección contra la exclusión social y a la participación democrática.
La condena es contundente. Las Administraciones Públicas—todas—, el Estado, la Comunidad de Madrid y los Ayuntamientos implicados (Rivas y Madrid) deben cesar en su inacción y garantizar el suministro eléctrico como dicen también el Defensor del Pueblo y el Pacto Regional suscrito por los diferentes grupos parlamentarios de la Asamblea de Madrid. Deben garantizar el acceso a los suministros básicos, haciendo participes a los vecinos de las decisiones políticas que condicionan sus presentes y sus destinos y consolidando el mayor número de hogares posibles en el territorio. En Cañada Real.
Sin embargo, en los últimos tiempos, al corte de luz se le han sumado e intensificado los derribos y vertidos ilegales que acechan y coaccionan a la población. Todo forma parte de un mismo mensaje: es mejor que se vayan. A dónde y en qué condiciones, es lo de menos. Es un entorno torturante como dice SIRA (Centro de Atención a Victimas de malos tratos y tortura)
Han pasado varios años desde el apagón y varios meses desde que se emitió esa decisión por parte del Consejo de Europa y, sin embargo, ninguna de las Administraciones implicadas. Ni los Ayuntamientos, ni la Comunidad, ni el Gobierno central hacen nada por darle cumplimiento, para frenar esta situación de emergencia humanitaria que, salvando las distancias, a veces recuerda a Gaza. Únicamente comprometen dinero para realojos que con el objetivo de tapar lo que —como dice la Clínica Jurídica de la Carlos III— constituye ya un desalojo forzoso.
Sin embargo, los vecinos y vecinas no se rinden, están organizados, se han movilizado, no dejan de hacerlo, en sus asociaciones vecinales y en la Plataforma Cívica Luz YA Cañada Real. Demandan tener luz, contratos y ser partícipes de las decisiones que afectan a sus vidas. Que cese el acoso inmobiliario, que les dejen vivir en paz, que vuelva la luz, lo mismo que todos queríamos el pasado lunes, un día cualquiera en la Cañada Real.

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