Opinión
Extremadura no es España

Periodista
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Hace más de veinte años, en los comienzos de Vaya Semanita, las pantallas de ETB ofrecían las peripecias de Los Santxez, una familia de bien que había abandonado Salamanca para labrarse un futuro en el norte. Mari era una esposa paciente y abnegada. El pater familias se llamaba Pepe y tenía un bigote feroz de militar golpista. Para desgracia del matrimonio, salmantino de pura cepa, los hijos habían olvidado sus raíces y se habían integrado en el meollo de la sociedad vasca. El mayor, Patxi, se había hecho ertzaina. El pequeño, Antxon, era un activista de la izquierda abertzale.
Los creadores de la sitcom estiraron el chicle haciendo que Los Santxez regresaran a Salamanca. No fue fácil para los chavales. Patxi se aburría poniendo multas a vehículos mal aparcados mientras soñaba con volver a repartir porrazos vestido de antidisturbios. Antxon, por su parte, pasó un mal rato de nostalgias militantes hasta que se sumó a un cenáculo independentista que ondeaba pancartas con el lema "Salamanca no es España". Para los guionistas de la serie, la ciudad helmántica era el epítome de la españolidad y el chiste funcionaba por una mera reducción al absurdo: nadie puede independizarse de sí mismo.
El verbo "ser" es tan elástico que significa lo mismo adhesión que equivalencia. Decimos que Salamanca es España porque se encuentra bajo soberanía española. Pero además, bajo la lógica de Vaya Semanita, Salamanca equivale a España porque simboliza de alguna forma su esencia. La España de Pepe, por ejemplo, profesa un patriotismo trasnochado de charanga y pandereta. Después, a poco que uno escarba, descubre que Salamanca es algo más que un puñado de lugares comunes. Por más que la derecha gane de largo en las urnas, aún sobrevive un poso de memoria republicana, tradición comunera y cultura autogestionaria.
En los últimos días, Extremadura ha sido objeto de la misma caricatura que sostenía la Salamanca de Los Santxez. Tras las elecciones autonómicas, analistas de toda condición han justificado sus conclusiones partiendo de una premisa estropeada: Extremadura es España, así que las urnas extremeñas deben ser un oráculo de los próximos comicios generales. De acuerdo con este falso silogismo, Badajoz nos anuncia que Sánchez está en las últimas, Almendralejo demuestra que Feijóo necesita a Vox, Mérida es la prueba de que la izquierda debe unirse y Pueblonuevo de Miramontes constata que a Abascal se le ha puesto cara de ministro.
Extremadura es España en términos de soberanía, pero el saldo electoral extremeño a duras penas puede extrapolarse al conjunto del Estado. No es la primera vez que nos hacemos una trampa semejante. En 2022, después de que Juan Manuel Moreno adelantara las elecciones andaluzas, el PP duplicó sus votos, Vox creció, el PSOE retrocedió y la candidatura unitaria de Por Andalucía arrojó un resultado agónico. La prensa entendió que aquellos resultados serían un termómetro fiel de las generales. Miguel Ángel Revilla, entre otros, llegó a pronosticar una victoria holgada de Feijóo. Contra todo pronóstico, Sánchez aguantó el tipo.
Aunque parezca paradójico, la presencia del PSOE en La Moncloa se ha fundado sobre la destitución de su antiguo poder autonómico. En 2018, Pedro Sánchez lideró la moción de censura contra Mariano Rajoy desoyendo el criterio de viejos elefantes como Juan Carlos Rodríguez Ibarra o José Bono. Al cabo de unos meses, la caída electoral de Susana Díaz en Andalucía terminó de despejar el panorama interno. En 2023, cuando las urnas castigaron a Javier Lambán y a Guillermo Fernández Vara, se apagaron las dos penúltimas voces críticas. Abolida ya la autoridad de los barones, Emiliano García-Page ha quedado en pie como una anomalía a la que ya nadie escucha.
Hace tiempo que el PSOE perdió Andalucía y Extremadura. Recuperó a cambio Catalunya. En términos electorales, España también son aquellos que no quieren ser España. Dicho de forma más sutil, en las elecciones generales también participan las comunidades autónomas donde el PP y Vox ocupan una raquítica minoría. En el caso catalán, la derecha españolísima suma apenas 8 de los 48 escaños en juego. Entre Euskadi y Navarra, el PP y UPN suman 4 de los 23 diputados. Puede que un día el PSOE se desinfle del todo y no le salgan las cuentas. De momento, Sánchez va tirando con lo puesto.
Hacemos un favor escaso al pueblo extremeño si interpretamos sus demandas en clave madrileña. Dicen que Extremadura es España, pero su PIB per cápita se ubica muy por debajo de la media española. Las cifras de desempleo son mayores y la despoblación amenaza con vaciar aún más el territorio. Según la tasa AROPE, uno de cada tres extremeños se encuentra en riesgo de pobreza o exclusión social. Las conexiones ferroviarias padecen un agravio histórico y la sanidad pública alarga sus listas de espera mientras la agricultura muere a mayor gloria de los tratados de libre comercio. Extremadura vota con mejor o peor suerte, pero no es termómetro de nada más que de sí misma.
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