Opinión
Un giro verde y social: hacia una nueva industria

Por José Luis Rodríguez / Ángel Muñoz Muelas
Coordinador de Instituto Meridiano / codirector de Ideas en Guerra.
-Actualizado a
Todo estaba sumergido en las corrientes económicas y culturales desatadas por el thatcherismo. Vivíamos en el mundo que soñó, diseñó e instaló en nuestras almas la primera ministra británica. Fue entonces cuando supuestamente Carlos Solchaga, ministro de Industria y Energía y luego de Economía y Hacienda, afirmó que "la mejor política industrial es la que no existe". Una variación más de un neoliberalismo vulgar, tan vulgar e impreciso como históricamente exitoso. El neoliberalismo no abogaba por la desregulación absoluta ni la desaparición del Estado, sino por una regulación específica con objetivos e iniciativas concretas, para proteger ciertos intereses y desproteger otros usando el Estado. En el fondo, lo mismo ocurre con la política industrial. La afirmación de Solchaga solo apuntalaba culturalmente un tipo particular de estas políticas.
Nuevos rumbos para la política industrial verde
Impulsada por la transición verde y tras las crisis recientes —pandemia, guerra en Ucrania y tensiones geopolíticas—, la política industrial ha vuelto con fuerza. Atrás quedó la fase pedagógica del clima, centrada en apelar a la conciencia de los líderes para que asumieran los avisos de la ciencia. Hoy, ya dentro de la fase industrial, lo que vemos es cómo "están asentándose los pilares de un nuevo orden mundial verde en el que los países compiten por el liderazgo en tecnología verde, por los recursos críticos y por los beneficios de unos precios de la energía más bajos y estables". Dicho de otro modo, los principales Estados del mundo ya están buscando desplegar y escalar la política industrial más competitiva posible para no quedarse a la cola de ese nuevo orden mundial verde.
¿Qué rumbo debe tomar esta nueva política industrial verde y sobre qué pilares de sostenibilidad económica y justicia social debería construirse? Hoy se abre una oportunidad histórica para romper con el legado de la revolución industrial del siglo XIX, basada en el expolio de materias primas, el control colonial de mercados y la ausencia de derechos laborales y participación de los trabajadores.
Aunque de momento este proceso no se esté dando exactamente de la forma que habíamos imaginado, la profundidad y el alcance de las transformaciones que siempre ha exigido la crisis climática —el desmantelamiento de toda la infraestructura fósil de la Tierra y el despliegue a escala mundial de un entramado socioeconómico renovable (se dice pronto)— únicamente podían expresarse en el lenguaje de las políticas industriales. Y es que, expresado de manera un poco provocadora, solo nos podemos mantener dentro de los límites planetarios con un megaproyecto de transformación industrial y social de escala planetaria. Si queremos reconstruir nuestra base productiva para que su principal prioridad sea la lucha contra el cambio climático, es necesario hacerlo en torno al despliegue de un complejo industrial verde.
Hacia una nueva política industrial, también en lo social
Pero la reindustrialización actual puede —y debe— ir más allá de la simple recuperación de la producción o la competitividad empresarial. Es imprescindible que incorpore la participación activa de las personas trabajadoras en la toma de decisiones, el diseño de ciudades más habitables y resilientes frente al cambio climático, y la integración real de la economía circular y la eficiencia energética como ejes del desarrollo industrial. No basta con modernizar fábricas o digitalizar procesos: se trata de impulsar una política industrial que garantice un nivel de vida digno, subordinando el beneficio empresarial y la inversión privada al interés colectivo y al bienestar social. Esto implica dejar atrás la mercantilización de los bienes comunes y la lógica de rescatar solo al sector privado en tiempos de crisis.
Lo cierto es que no podemos aspirar a una transición industrial verdaderamente justa si dejamos a los sindicatos y a las personas trabajadoras al margen de la toma de decisiones. Pretender imponer desde arriba reformas estructurales, sin contar con la experiencia, el conocimiento y las legítimas aspiraciones de la clase trabajadora, es una receta segura para el fracaso. Además, nada garantiza que los procesos de transformación industrial avancen si sindicatos y trabajadores no participan activamente de ellos; de hecho, estos procesos pueden verse frenados o incluso revertidos si no se cuenta con el empuje y la legitimidad que solo pueden aportar las organizaciones sociales y laborales. La historia reciente está llena de ejemplos en los que la exclusión de quienes trabajan en los sectores a reconvertir ha desembocado en resistencias, conflictos y, en última instancia, en la paralización de reformas necesarias.
En este sentido, las propuestas de Mariana Mazzucato cobran especial relevancia. Ella denuncia, con razón, la paradoja de un sistema en el que los riesgos se socializan —a través de inversiones y ayudas públicas— mientras que los beneficios se privatizan en manos de unos pocos. Frente a esta lógica, Mazzucato aboga por una financiación pública inteligente, es decir, condicionada al cumplimiento de objetivos sociales y negociada con los sindicatos. No se trata solo de repartir recursos, sino de establecer reglas claras que garanticen que la transición verde beneficie a la mayoría y no perpetúe desigualdades. Es una cuestión de justicia social, pero también de eficacia: solo con el compromiso y la corresponsabilidad de todos los actores implicados se podrán alcanzar los ambiciosos objetivos de sostenibilidad y equidad que exige el momento actual.
Políticas industriales, perspectivas internacionales
¿En qué condiciones estamos para afrontar este proceso? La Unión Europea está pagando años de inacción, de iniciativas impotentes y de decisiones cuestionables. Brillan por su ausencia las transformaciones institucionales y los planes de financiación a la altura del reto que tenemos por delante. Lo que tenemos es una base industrial obsoleta y poco competitiva, escasa innovación e inversión en sectores punteros en la transición verde y extrema dependencia material, energética y tecnológica respecto a gobiernos autoritarios y poco fiables. El vigor de China en todos estos frentes y su mutación en electro Estado y el reciente abandono de Estados Unidos de la competencia mundial por el liderazgo de esta transición en su particular travesía de autosabotaje fascista están pillando a la Unión Europea con el pie cambiado.
Pero si la industria europea del combustible fósil se erigió sobre las cuencas mineras del continente, la industria europea de la transición verde deberá edificarse sobre sus corredores solares y ventosos. Esto representa una muy buena oportunidad para España. Es posible aprovechar el acceso a recursos renovables abundantes, limpios y baratos de una transición energética acelerada para negociar presupuestos, movilizar nuevas fuentes de financiación y promover industria e innovación donde están las fuentes de energía, buscando que la mayor parte de la cadena industrial de la transición (desde la innovación tecnológica hasta la difusión comercial, y no solo cadenas de montaje idealizadas) opere en nuestro territorio. Si las condiciones climáticas y la división europea del trabajo en la segunda mitad del siglo XX hicieron de España un monocultivo de turismo enladrillado, esas mismas condiciones, en un proyecto de reindustrialización climática, pueden permitir renegociar nuestra posición en el continente y diversificar y mejorar exponencialmente el mercado de trabajo.
España, en todo caso, no puede lograr este objetivo sola. Como demostró el apagón de finales de abril, no es en el aislamiento ni en el egoísmo donde reside la clave de la transición, ni para España respecto a Europa ni para Europa respecto al resto del mundo. La integración europea es doblemente significativa: para que la reindustrialización se dé con cierta homogeneidad y no dependa solo de cada Estado, evitando fragmentación y competitividad ineficiente; y por la capacidad de respuesta ante impactos climáticos locales cada vez más frecuentes. Una tarea política fundamental es construir Estado a escala europea, con el aparato institucional necesario para una reindustrialización verde y solidaria interna y externamente. Para ello, serán necesarios acuerdos comerciales equilibrados, subsanación de desequilibrios territoriales, extracción de recursos ajustada a una transición rápida y justa, y redistribución social y regional de costes y beneficios.
Esta reconversión industrial total no está exenta de riesgos u obstáculos. Existen muchas brechas que cualquier pacto industrial debería subsanar con pactos sociales a la altura del desafío. Brechas sociales, generacionales, formativas, geográficas, temporales o ideológicas. Ya estamos observando los conflictos surgidos del despliegue renovable, incluso los nacidos de la imperfecta pero necesaria transición a una industria verde. Corremos además el riesgo también de que estos conflictos y la potencial corrosión social que podrían traer aparejados sean capitalizados por fuerzas reaccionarias y neofascistas, probablemente fosilistas, que dinamiten nuestro presupuesto de carbono y hagan saltar por los aires la estrecha ventana de oportunidad con la que aún contamos. Por eso son tan fundamentales las medidas estrictamente técnicas como los puentes sociales que se tiendan desde el presente fósil hasta el futuro verde.
Las líneas estratégicas de la reindustrialización verde
Por todo ello, y a modo de resumen, ¿qué líneas estratégicas deberían guiar las políticas industriales en el corto plazo para que sean tan verdes como sociales?
- Puentes sociales. Es necesario pensar fórmulas que despejen el camino que lleva de una economía fósil a una renovable de forma no excluyente. La reconversión entraña serios riesgos de abandono para muchas regiones, de parchear las perspectivas de futuro de muchas personas o de dejar sin resolver problemas de integración social. Exige, en definitiva, un enorme esfuerzo de rediseño del tejido productivo y redistribución territorial, planes de reconversión laboral integrales y estables y garantías de bienestar y prosperidad con servicios públicos ampliados.
- Experimentación selectiva. El orden global está sufriendo movimientos políticos tectónicos y la competencia por el dominio de la reindustrialización global frente a China es un objetivo ilusorio. Debe aplicarse un análisis sofisticado que detecte fortalezas y sectores prometedores de la industria verde local en lugar de apostar por un dominio industrial total. Al mismo tiempo, necesitamos experimentar tanto con herramientas y alianzas políticas como con tecnologías y procesos dentro de unos márgenes controlables y definidos.
- Financiación y estabilidad. Las políticas industriales siempre prosperan en unas condiciones de certezas y estabilidad, condiciones diametralmente opuestas a las del actual contexto global. Los diferentes niveles institucionales deben rearmarse para ser capaces de movilizar (con más o menos disciplinamiento) inversiones sostenidas en el tiempo.
- Polos industriales junto a corredores renovables. En España tenemos una oportunidad irrepetible: la de disputar la transición industrial apoyándonos en la energía abundante y barata que ofrecería una infraestructura renovable extensa y descentralizada. Atraer nuevas industrias gracias a la energía limpia debería ser uno de los objetivos prioritarios de la política climática actual.
- Construir Estado (europeo). La sustitución de toda la infraestructura fósil europea por un entramado renovable interconectado y solidario es una tarea hercúlea. Es, en definitiva, una tarea de integración y construcción de Estado, como lo fueron procesos industriales anteriores. Si queremos que sea exitosa y que no se asiente sobre los actuales desequilibrios de la UE ni conduzca a una fragmentación mayor, debe estar impulsada por un aparato institucional a la misma escala, integrado y coordinado.
- Un nuevo horizonte. Hoy, más que nunca, la izquierda necesita un proyecto económico y productivo propio, ambicioso, claro y abierto. Sabemos que el neoliberalismo, el Estado y las grandes empresas han funcionado en simbiosis y que esta realidad no se supera de un día para otro, pero también debemos reconocer que, incluso dentro de los límites del sistema actual, existen fórmulas de economía social y cooperativismo que, con mayor o menor éxito, intentan romper con la visión puramente mercantilista. La izquierda tiene la responsabilidad de proponer alternativas viables y de responder a los desafíos del presente.
Luchar por una sociedad justa y próspera al tiempo que sustituimos la infraestructura energética de todo el planeta es una tarea extremadamente compleja, y no tenemos mucho tiempo para llevarla a término. La escala de nuestras ambiciones solo puede estar a la altura del reto, y esta es una escala industrial. Gobernemos, planifiquemos e intervengamos en esa escala, y hagámoslo sin miedo, con la mirada puesta en construir un tejido económico que trascienda la mera generación de beneficios y la extracción de recursos. Necesitamos un modelo productivo que coloque la vida —y no solo a ciertos sectores económicos— en el centro de sus prioridades.
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