Opinión
La gran decepción

Escritora y doctora en estudios culturales
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Es difícil condensar en un solo artículo la pesadumbre de lustros que parece confinarnos en el sótano de la historia, sin luz y sin agua. Estos días acuso un malestar de estómago que se agrava con el calor, sin duda prematuro, pero también normal: a cuarenta grados día sí y día no desde finales de mayo, una no puede pensar más allá de lo inmediato, y quizá sea ese el principal síntoma de los tiempos, esta sensación de provisionalidad que invade a gran parte de la población, pero especialmente a los jóvenes. A veces, me dan envidia las personas mayores porque, a pesar de las penalidades, han contemplado algún tipo de renacer: abandonar la dictadura para inaugurar la democracia, la creación de los Estados del bienestar o la clase media, mientras que otros hemos vivido en crisis permanente y observamos el futuro con pavor climático, laboral, existencial, desde la frágil red de amistades tejidas con las hilachas de la incertidumbre que aún, por poco, nos sostiene.
Es difícil explicar —si pudiera, a esos altos cargos sin escrúpulos— que no estamos como para que el ideal del éxito radique en la acumulación obscena de dinero y la posesión de cuerpos femeninos; es decir, que su pasta y sus putas son lo último que necesitamos en mitad de una época hecha añicos donde llueve sobre mojado y se niega cualquier noción de porvenir. A veces, por más que haya estudiado, simplemente no entiendo tal egoísmo nauseabundo completamente desgajado de toda responsabilidad ciudadana, precisamente ahora que nos hallamos a punto de perderlo todo. Porque, obviamente, no se trata exclusivamente de dinero y prostitución, sino de añadir más dolor a la ya prolongada operación de descuartizamiento social que nos abruma.
Entiéndase bien: una vez se instala la decepción en las entrañas de la gente, cuesta mucho recuperar su confianza en ningún proyecto colectivo. Como decía Simone Weil: "A partir de un grado alto de opresión, en la ciudadanía no arraiga la resistencia, sino la sumisión". Nos volvemos seres descreídos, cínicos; comienza a predominar un hedonismo nihilista emparentado al "sálvese quien pueda"; el abstencionismo crece y, ni los pocos líderes políticos honrados que quedan son capaces de ganar credibilidad en el sótano de la historia. Esto se debe a que la mera posibilidad de mejoría social ha sido aniquilada y, cuando el sistema de creencias que mantiene latente la ilusión cae, resucitarlo se torna una tarea hercúlea: no hay referentes, el marco moral deseable se extingue como el 70% de la vida salvaje que ha desaparecido en las últimas décadas, las piedras se utilizan para arrojárselas al vecino en lugar de elevar con ellas el templo que cobije a varias familias.
Mucho me temo que hayamos alcanzando ese momento y la situación se encuentre próxima a volverse irreversible, pues miremos adonde miremos, el sótano es implacable. Estados Unidos está encendido de protestas contra las redadas a inmigrantes, de coches calcinados, arrestos a manifestantes sin cargos, aleatorios, arbitrarios; la mano dura del poder quebrando consensos y agarrando la vida por los resquicios del miedo. Atestiguamos el desmoronamiento de las democracias en tiempo real, sin lentitud para asimilar las mudanzas hacia regímenes tenebrosos, así como asistimos al asesinato en directo de miles de inocentes en Gaza y, con él, a la obliteración de facto del derecho internacional. Cala la violencia en una imaginación política que va aceptando, progresivamente, la imposición del rearme y la donación dócil de los servicios públicos a favor de la puesta en marcha de una economía de guerra. La emergencia climática sigue su curso mientras cada vez más personas dan por desahuciada la edad anciana de sus hijos: ¿llegarán sanos y seguros?, ¿llegaremos?
Ahora, en el seno del partido mayoritario de uno de los pocos gobiernos socialdemócratas occidentales —esa suerte de oasis calmo en comparación al caos colindante—, se destapan evidencias de unas corruptelas sentidas como afrenta imperdonable. No es tan vasta la gravedad de los hechos como exiguo el margen de tolerancia social dentro de las dinámicas acumulativas de un agotamiento extremo a nivel nacional, y del fracaso de un proyecto civilizatorio a nivel mundial. Independientemente de poder probar la teoría de las manzanas podridas, el daño transciende a sus causantes, igual que el incendio devora más hectáreas que la chispa que lo desencadena si el pasto está seco y arrecia la temperatura. Pero resulta que es obligación de todo guarda forestal no tanto apagar las llamas, sino saber leer las condiciones meteorológicas que predisponen la tragedia. Una habría esperado cierta previsión entre quienes custodian el bien común; es decir, más filosofía y menos marketing. Lección básica: es porque las cosas ocurren en un determinado momento que adquieren significado como cosas.
Falta vivienda, fortalecimiento de la sanidad, mecanismos de control del turismo, acción climática, sueldos decentes, cumplimiento de los derechos humanos. Sobran armas, microplásticos, machismo, pesticidas, fascismo… Pero, sobre todo, falta un nuevo paradigma moral acorde a las circunstancias históricas, hombres que aprendan de una vez en qué mundo viven, más aún cuando manejan la llave del sótano.
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