Opinión
La guerra que desangra el Congo, en el bolsillo

En este mundo que vivimos, hay guerras y hay guerras. Ninguna buena, pero la que desangra a República Democrática del Congo es de esas que no encontraremos ni en las portadas de los periódicos ni en la de los noticiarios, salvo que alguien un día considere que hay una masacre de tal calibre que hay que dedicarle unos minutos. Pero ese conflicto casi invisible, que no puede sernos ajeno, se ha recrudecido en los últimos tiempos, mientras la codicia por los muchos minerales que hay en su territorio aumenta al mismo ritmo que las muertes que provoca.
Diferentes fuentes calculan que en los 30 años de enfrentamientos en el este del país, una de las zonas más ricas de África en minerales, ya han sido asesinados unos seis millones de personas, a los que tenemos que sumar muchas miles de mujeres violadas y muchos miles de menores esclavizados en minas infames de cobalto o coltán o diamantes o uranio o cobre… Y de todo eso llevamos en el bolsillo en un dispositivo, un teléfono móvil, que nos permite saber que, según datos de la ONU, el 72% de los hogares rurales y el 60% de los urbanos viven allí en la pobreza, aunque hoy dependemos de quienes los habitan hasta el punto de causar problemas patológicos.
“¿Dónde se va esa riqueza, que solo nos deja muerte?”, clamaban en Madrid el pasado domingo un grupo de congoleños y congoleñas hastiados de que nadie sepa del drama de su gente. Por desgracia, no hubo más cámaras que las de fotógrafos internacionales y el micrófono de RNE de Fran Sevilla. Invisibles. “Todo el mundo quiere lo que tenemos, pero gritamos basta, estamos hartos de bombas. En tres semanas han muerto tres mil personas por tropas invasoras desde Ruanda, del grupo M23, y queremos que se sepa”, clamaban en la Puerta del Sol. Pero la manifestación parecía estar, sin embargo, en una saturada calle Preciados. “¿El Congo? ¿Eso dónde está?”, preguntaba un transeúnte mientras buscaba un mapa con su dispositivo (seguramente con coltán congoleño) en la mano.
Y es que poco se cuenta que toda esta tecnología que nos rodea -ordenadores, coches eléctricos, placas fotovoltaicas y, en definitiva, cualquier dispositivo tecnológico en nuestras manos o casas-, seguramente tiene parte de esa sangre africana que se vierte estos días en la región de Kivu, en el este del Congo, o también más al sur, en Kananga, donde está el llamado ‘cinturón del cobre'. Es un nivel de destrozo social y ambiental que queda muy bien retratado en la investigación que en los últimos años, y con muchas dificultades, hizo sobre el terreno el investigador y activista Siddarth Kara. Luego escribió Cobalto Rojo (Ed. Capitán Swing). Es uno de esos libros que duelen, aunque mucho menos que el sufrimiento que se vive en sus pueblos por nuestro empeño tecnológico en “estar a la última”, y porque inventamos aparatos que ahora no somos capaces de reciclar, y porque queremos obviar que la minería es mucho peor en lugares donde los derechos humanos son una filfa que cerca de donde consumimos sin control esos materiales.
La guerra que estos días mata en Congo tiene evidentes raíces económicas en nuestros Estados de Occidente. Recordemos que tras el brutal genocidio en Ruanda en 1994, más de 1,2 millones de refugiados llegaron al país vecino, precisamente a la zona vecina de Kivu. Desde entonces el enfrentamiento entre ambos no ha cesado, personalizado en el presidente ruandés Paul Kagame y los congoleños, primero Laurent Kabila y ahora Félix Tshisekedi. Kagame acusa a Congo de apoyar a grupos armados de hutus que quieren derrocarle; y los segundos lo niegan y aseguran que desde Ruanda se envían refuerzos a los rebeldes del grupo M23, que en enero volvieron a invadir la ciudad de Goma, en Kivu del norte (qué casualidad que allí esté la mina más grande de coltán africana); lo que está suciendo estos días en otras zonas, como la ciudad de Bukavu, en el sur, sin que la comunidad internacional presione lo suficiente para evitarlo.
Como toda esta zona es rica en esas minas deseadas, podría decirse que tampoco es casualidad que Europa y Estados Unidos hayan estado hasta ahora en el bando de Ruanda. De hecho, es un país que vive de la ayuda exterior como pago a la vergüenza moral que supuso para Occidente no frenar el genocidio de tutsis y su ejército no ha dejado de crecer. A ver quién va a controlar que ese dinero no acaba en armas que invaden al vecino. ¿Acaso ha importado?
La respuesta se encuentra en un documento de expertos de la ONU de finales de 2024, donde dejan claro que Ruanda comercializa minerales sacados del Congo y que luego se venden por toneladas mezclados con su producción. También explica que en febrero de 2024, la Comisión Europea alcanzó un acuerdo con Ruanda para importar ese coltán clave para la fabricación de coches eléctricos o móviles, sin que fuera un ‘pero’ que el M21 llevaba ya tres años en activo al este del Congo. Solo tras esta última ofensiva, y debido a fuertes presiones diplomáticas, la UE ha suspendido este acuerdo la pasada semana.
Tampoco es la única importadora de estos minerales de guerra. El pasado mes de diciembre, el gobierno de Tshisekedi presentó una demanda contra la compañía norteamericana Apple en Francia -piensan que la ley les será más favorable que en EEUU- por utilizar minerales obtenidos ilegalmente en su país, también por Ruanda. La empresa rechaza las acusaciones, aunque de momento ha suspendido tanto las importaciones ruandesas como del Congo para sus Iphone, Mac y Ipad. En la demanda, se denuncia además al sistema de certificación ITSCI, una iniciativa de la industria metalúrgica que supuestamente debía controlar su sostenibilidad y legalidad, pero que es un lavado de cara’, como comprobó en el terreno Siddart Kara. Y para completar el panorama está China, que es quien controla casi la totalidad el resto de minas congoleñas a través de un entramado de concesiones y de minería artesanal que resulta devastadora para quienes solo así logran sobrevivir, como explica Kara. “Somos un país rico... ¿quién se queda con nuestra riqueza?”, gritaban una y otra vez en Sol.
La minería es una actividad humana desde el origen de la especie. No podemos obviar que, si miramos a nuestro alrededor, más del 80% de lo que nos rodea es fruto de su resultado. Si no podemos prescindir de sus productos, y parece que no, pongámonos en acción, no solo para consumir lo menos posible y reciclar al máximo, que también, sino además para exigir que, si tiene que haber minas, estén donde existan garantías de que no hay detrás tragedias humanas que llenan de sangre nuestros bolsillos. Aunque no la veamos, la vida en el Congo nos concierne, y mucho.
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