Opinión
Ser humano en el mundo digital

Por José Luis Piñar Mañas
Catedrático de Derecho Administrativo.
-Actualizado a
"Ser humano en el mundo digital" puede leerse en un doble sentido: bien considerando "ser" como verbo y "humano" como atributo, de modo que hablamos de la necesidad de poder ser humano, es decir, de mantener la dignidad, la libertad y la integridad personal en el entorno digital. Bien considerando "ser humano" como sustantivo, lo que plantea la posición que ocupa el ser humano dentro de ese mundo digital, no como una pieza subordinada a la técnica, sino como su protagonista irrenunciable. Ambas dimensiones son esenciales. Y a ambas me refiero ahora. Se trata de afirmar el derecho a seguir siendo humano en el mundo digital y poder ejercer esa humanidad en condiciones de libertad, privacidad y autonomía, y de reivindicar la posición que debe tener la persona (el ser humano) en el mundo digital.
En la era de la innovación tecnológica permanente, donde los avances digitales configuran cada vez más los entornos sociales, políticos y económicos, conviene detenerse en una reflexión esencial: la persona sigue siendo persona (debe seguir siéndolo), tanto en el entorno analógico como en el digital. Esta afirmación, en apariencia sencilla, encierra profundas implicaciones jurídicas, éticas y políticas. Más aún, exige reivindicar la centralidad de la persona y su dignidad en un mundo donde lo digital corre el riesgo de cosificar al ser humano o de reducirlo a un perfil de datos. Y hacerlo en un momento en que, quizás, por primera vez en la historia, la tecnología puede abducir al ser humano. Se dice que hoy los jóvenes viven, no "con" Internet, sino "en" Internet. Pero si el ser humano puede vivir en la ciudad y sin embargo, escapar de ella, cada vez va a resultar más difícil, si no cambiamos el rumbo, escapar de lo digital. La persona, yo el primero, puede, podemos, claudicar a los encantos de la ciudad. "El aire de la ciudad hace libre" solía decirse, pero esa libertad permite ejercerla para, precisamente, poder huir de ella, reencontrar la identidad que presta el contacto con la naturaleza. Sin embargo, "el aire de lo digital" puede absorbernos de tal modo que seamos incapaces de salir de ese entorno cada vez más usual, vital, para el ser humano. Si esa salida es cada vez más difícil, es porque en realidad no somos digitales voluntariamente, fruto de una decisión libre y revocable, sino inconscientemente, manipuladamente, irresistiblemente. El mundo digital se resiste a permitir salir de su entorno; moviliza sus recursos, incluidos los algorítmicos, para impedir o dificultar dejar ese entorno. Parecería que viviésemos una situación semejante a la que refleja Buñuel en El ángel exterminador (1962), sin poder abandonar una estancia en la que, como las personas de la película, el ser humano se siente atrapado, pese a que de aquélla es posible salir. Esta realidad debe hacernos pensar que ser un ser humano atrapado no es (ser) humano. Ser atrapado por la tecnología no es humano.
La historia de la humanidad ha sido, en gran medida, una historia de invención técnica. Desde la rueda hasta la imprenta, desde el telégrafo hasta el satélite, las herramientas han ampliado nuestras capacidades, pero nunca han sustituido nuestra condición humana. Sin embargo, el ritmo actual de innovación no tiene precedentes. La tecnología ya no solo transforma el entorno: penetra en la identidad, en la toma de decisiones, incluso en el cuerpo y la mente. Se ha producido lo que algunos llaman una "aceleración de la historia", donde el tiempo social y tecnológico ya no transcurre de forma lineal, sino vertiginosa. Esta aceleración impone un desafío profundo a las estructuras tradicionales del derecho, la ética y la cultura. Como ha advertido Hartmut Rosa (Alienación y aceleración, 2016), esta dinámica puede generar alienación, una desconexión del sujeto respecto a sí mismo, a los demás y al mundo.
En este panorama, el derecho y la ética han de situar a la persona en el centro de cualquier proceso de innovación. Esta exigencia resulta especialmente urgente cuando la tecnología parece imponerse como fin en sí mismo, en lugar de como instrumento al servicio de la humanidad. Las personas no son "usuarios", ni "consumidores de datos", ni "objetos conectados". Son sujetos de derechos, titulares de dignidad, seres autónomos cuya identidad no puede depender de la lógica algorítmica ni de la arquitectura digital que les rodea.
Convertir a las personas en "personas digitales" no es un reconocimiento, sino una reducción. Es tratar como atributo lo que es sustancial. No hay "persona digital", "ser humano digital": hay personas que usan o no tecnología, que participan o no en entornos digitales, pero cuyo estatuto ontológico y jurídico no cambia según el canal por el que se relacionan con el mundo. De ahí que el calificativo "digital" aplicado a la persona deba ser usado con prudencia, sin que sirva como frontera para excluir del goce de derechos a quienes no forman parte del entorno tecnológico. Se quiere convertir en sustantivo ("persona digital") lo que en realidad es un sustantivo ("persona") y un simple adjetivo ("digital").
En este contexto, se impone con fuerza la necesidad de reconocer, como llevo reivindicando desde hace años, el derecho a no ser digital. Un derecho que no es meramente negativo (el de abstenerse), sino positivo: el de ser respetado, no ser excluido, no ser obligado a transitar por canales digitales para ejercer derechos básicos o relacionarse con los poderes públicos. Este derecho no implica desconocer los beneficios de la tecnología, sino evitar que su expansión se convierta en exclusión.
Yo, Daniel Blake, película dirigida por Ken Loach en 2016, Palma de Oro en el Festival de Cannes, ofrece un testimonio desgarrador de una exclusión que hoy por hoy es seguramente más común de lo que podamos imaginar. En ella, un carpintero de Newcastle, ya mayor, intenta acceder a ayudas sociales públicas, pero el sistema digitalizado le impide hacerlo. Daniel no sabe usar un ordenador. No tiene correo electrónico. No entiende los formularios online. El Estado le exige ser digital para sobrevivir, y esa imposición lo lleva a la desesperación. La historia no es ciencia ficción: es el drama real de muchas personas mayores, vulnerables o en situación de pobreza. Y nos enseña que convertir lo digital en condición de ciudadanía es una nueva forma de discriminación. Sobre todo frente a quienes no pueden o simplemente no están en condiciones de ser necesariamente digitales.
Pero si el problema sólo fuese el de ser participe, formar parte del mundo digital, convertir al ser humano en persona digital, podría tener solución. Lo grave es que el entorno digital tiene una capacidad inédita de manipular sin que el individuo lo advierta. En él se generan perfiles, se recomiendan contenidos, se filtran informaciones, se ofrecen productos "a medida",... todo aparentemente diseñado para satisfacer al usuario. Pero lo que parece comodidad es a menudo condicionamiento. La personalización algorítmica reduce la diversidad de opciones, limita el acceso a nuevas experiencias y moldea preferencias desde fuera. Se erosiona el libre desarrollo de la personalidad y se promueve una identidad controlada, funcional, predecible. Lo digital trae consigo una evidente paradoja: se ha abierto como nunca antes el acceso a la cultura, al conocimiento, pero al mismo tiempo se cierra como nunca el campo de nuestras preferencias, se nos sitúa en una zona de confort de la que no queremos o no podemos salir. Se nos dice, como ya se ha hecho aunque parezca mentira, que tenemos el “derecho a no tener que decidir”, pues otros lo harán por nosotros: nos dirán qué música nos gusta, qué viajes podemos hacer, qué deporte debemos practicar… en definitiva, qué debemos pensar, sin tener que perder el tiempo en pensarlo. Se formulan y extienden ideas, se generan bulos y miedos. Nos convencen de que nuestras ideas, en las que nos automplacemos cada vez más, son realmente las nuestras y las únicas verdaderas. En definitiva, en un mundo (en realidad el mundo occidental) que presume de respeto a la diversidad, se cierra como nunca la puerta a la diversidad, a la diversidad de conocimiento, de criterio, de crítica.
Por otra parte, la vigilancia permanente, ejercida de forma líquida, ubicua e imperceptible, es otra faceta inquietante del mundo digital. Como hace años ya advirtió Zygmunt Bauman (Vigilancia líquida, 2013), hemos pasado del panóptico de Bentham a un sistema de observación donde el vigilado no sabe que lo es, pero actúa como si lo supiera. Hoy nos movemos en un verdadero panóptico digital. La consecuencia es la docilidad inconsciente. A través de datos, sensores, cookies y dispositivos inteligentes, que la mayoría de las veces nos pasan desapercibidos, se construyen modelos de conducta que no sólo predicen, sino que inducen comportamientos. Es el triunfo del algoritmo sobre la voluntad.
Este poder de condicionar sin coacción aparente plantea un desafío capital al derecho: cómo proteger la libertad cuando ésta ya no se ve directamente amenazada, sino reconfigurada por mecanismos invisibles. La manipulación en el entorno digital no necesita censura ni violencia: le basta con la hipersegmentación de contenidos, la publicidad comportamental, la selección de información y la economía de la atención. El resultado es una sociedad menos libre, menos crítica y más vulnerable. Una sociedad más dócil y manipulable.
Uno de los campos donde esta preocupación se torna más urgente es la Inteligencia Artificial. Sistemas de IA ya toman decisiones que afectan a la vida de las personas: recomendaciones laborales, análisis de riesgo financiero, sentencias judiciales asistidas (ver la película Justicia Artificial, de 2024), diagnósticos médicos. Estas decisiones se toman a menudo en función de datos históricos, patrones estadísticos y parámetros opacos. De modo que la autonomía personal y el principio de igualdad pueden verse severamente comprometidos.
Más aún, con el desarrollo de tecnologías de interfaz cerebro-computadora y neurociencia aplicada, se abre un frente completamente nuevo: la manipulación directa de la mente. Por eso ha surgido un nuevo campo de derechos emergentes: los neuroderechos. Estos incluyen el derecho a la identidad mental, a la privacidad mental, al libre albedrío y a la protección contra sesgos algorítmicos en la actividad cerebral, a la igualdad en la aumentación cognitiva. Se busca evitar que tecnologías invasivas puedan alterar las emociones, pensamientos o preferencias de forma inadvertida. Lo que está en juego es la protección de la última frontera de la libertad, la privacidad y la dignidad de la persona: su mente. En un mundo donde las máquinas pueden aprender de nosotros más de lo que nosotros mismos sabemos, se vuelve urgente asegurar que el pensamiento no sea objeto de extracción, comercialización o programación.
Frente a este escenario, el derecho no puede permanecer inerte ni resignarse a ir a remolque de la técnica. Tampoco debe caer en el error de legislar desde el entusiasmo tecnológico, sin considerar las consecuencias humanas ni de hacerlo sin dialogar constantemente con los técnicos, economistas, sociólogos, científicos. El derecho debe conocer la realidad que regula, ser principio rector, no apéndice del mercado o de la innovación. Y debe hacerlo desde los principios, como ya advirtió hace años y en otros escenarios mi Maestro, Eduardo García de Enterría. Debemos reivindicar la recuperación de los principios, que permitan garantizar la protección de los derechos sea cual sea el avance de la técnica. Principios y derechos como la dignidad, libertad, autonomía, inclusión, igualdad, libre desarrollo de la personalidad.
La regulación de los entornos digitales exige también una perspectiva ética. Como ya señaló Stefano Rodotà (Il diritto di avere diritti, 2012), el derecho a tener derechos sigue siendo la piedra angular de toda construcción jurídica. Y ese derecho pertenece a la persona, no al "ciudadano digital". De ahí que toda declaración de derechos digitales deba partir de un reconocimiento previo: el de la persona como fin en sí misma, no como nodo de una red o consumidor de tecnología.
En este sentido, debe garantizarse que nadie sea obligado a ser digital para poder ejercer sus derechos. Debe facilitarse el acceso a internet como derecho, pero nunca imponerlo como obligación. Debe protegerse la privacidad, no como secreto, sino como condición para la autodeterminación personal. Y debe promoverse una innovación tecnológica inclusiva, que respete la diversidad humana y no imponga modelos uniformemente digitales.
El mundo digital es un escenario de posibilidades extraordinarias. Pero también de riesgos silenciosos. No se trata de frenar la innovación, sino de orientarla. No se trata de rechazar la tecnología, sino de humanizarla. Para ello es imprescindible recordar, cada día, que el sujeto de derecho sigue siendo la persona, no su avatar digital.
Ser humano en el mundo digital no es aceptar pasivamente su lógica, sino ejercer activamente los derechos que nos configuran como tales. Entre ellos, el derecho a no ser digital, el derecho a no ser manipulado, el derecho a ser libre incluso en un entorno hiperconectado. Porque, en última instancia, la tecnología no puede sustituir a la conciencia, ni el algoritmo puede reemplazar a la voluntad. La humanidad no es una opción: es el punto de partida y el horizonte. Hay quien dice que el único horizonte posible es el de una humanidad digital. Si así fuese, tendremos que libremente poder salir de ella y ser, simplemente, humanidad.

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