Opinión
Karla Sofía Gascón: linchamiento 'habemus'

Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
Vaya por delante la confesión de que todavía no he visto Emilia Pérez, la película de Jacques Audiard nominada nada menos que a trece premios Oscar, por lo que no puedo hablar de la actuación de su actriz principal, Karla Sofía Gascón, ni de la película en sí. De Audiard me encantaron en su momento De latir, mi corazón se ha parado (2008) y, sobre todo, Un profeta (2009), la mejor cinta carcelaria de las últimas décadas, que cuenta con una interpretación sobrenatural de Tahar Rahim. Es posible que Audiard haya dado otra vez en el clavo, talento no le falta, aunque también es posible que se haya estrellado con todo el equipo.
No me amedrentan las polémicas levantadas en torno a Emilia Pérez, pero sí desconfío bastante de sus trece nominaciones a los Oscar, teniendo en cuenta la cantidad de bodrios sobrevalorados que se han llevado la estatuilla en los últimos tiempos, desde el discurso del monarca tartaja al cocinero de la bomba atómica. Más sospechosa aún me resulta la presencia en el podio de dos engendros cinematográficos que, en mi opinión, no hay por donde cogerlos. Uno, Dune: Part Two, de Denis Villeneuve, una especie de anuncio de colonia de dos horas y media que en realidad dura dieciocho. La otra, La sustancia, de Coralie Fargeat, un espanto con mensaje certificado que parece escrito y dirigido por David Cronenberg con demencia senil y dos ictus.
Tampoco hace falta ser Pauline Kael para comprender que buena parte de la polémica que arrastra Emilia Pérez viene avalada por la condición de transexual de su protagonista. Sin embargo, en los últimos días, la historia se ha complicado un poco. Primero estaban los que se escandalizaban ante el hecho de que una mujer trans pudiera estar nominada a los Oscar en el apartado a mejor actriz; después, los que se escandalizaban ante la publicación de antiguos comentarios en su cuenta de Twitter en los que Karla Sofía Gascón llamaba a George Floyd —cuyo asesinato a manos de la policía inició el movimiento Black Lives Matters— "un drogata estafador", se reía de los independentistas catalanes o señalaba la misoginia esencial de la religión islámica: "El islam se está convirtiendo en un foco de infección para la humanidad que hay que curar urgentemente".
Hay tanto que decir al respecto —sobre los mismos comentarios y sobre lo oportuno de su publicación a las puertas de los Oscar— que sólo voy a decir una cosa. El Oscar a la mejor actriz debería basarse exclusivamente en el trabajo interpretativo de dicha actriz, no en su condición sexual, en su activismo político o en sus opiniones más o menos desafortunadas sobre diversos temas de actualidad. Parece que, en los últimos tiempos, el arte es lo de menos, hasta tal punto que lo que verdaderamente importa —en una película o un libro— son las buenas intenciones, la crítica social, la defensa de las minorías raciales, la férrea moralidad del autor o cualquier otra cosa excepto el criterio estético, el único que realmente cuenta a la hora de valorar una obra de arte.
En 2007 arrasó con cuatro estatuillas Infiltrados —un remake de una película de Hong Kong y una de las películas más flojas de Martin Scorsese— sólo porque la Academia de Hollywood tenía que corregir la vergüenza de haber ignorado olímpicamente obras maestras de la talla de Taxi Driver, Toro salvaje y Uno de los nuestros. Sin embargo, aquel mismo año, Apocalypto, una de las mejores películas del último cuarto de siglo, únicamente competía en apartados técnicos, y al poco tiempo, su director, Mel Gibson, caía en un eclipse artístico de diez años por culpa de sus borracheras demenciales, sus comentarios racistas y sus broncas domésticas.
Mucho más lejos que Gibson llegó Pablo Neruda, quien no sólo abandonó a una hija gravemente enferma, sino que se jactó en su autobiografía de haber violado a una muchacha en Sri Lanka, dos incidentes que hoy día le hubieran costado el Nobel de Literatura. Carlo Gesualdo da Venosa, uno de los grandes compositores del Renacimiento, asesinó a su esposa y a su amante tras encontrarlos en la cama, un crimen que no quita ni añade una coma a la inquietante belleza de sus madrigales. Los ejemplos podrían multiplicarse casi hasta el infinito, sin embargo, la confusión entre el arte y la moral es uno de los mayores errores de nuestro tiempo, ya sea desde la derecha o desde la izquierda.
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