Opinión
Luditas del algoritmo

Por Pablo Batalla
Periodista
-Actualizado a
¿Se podría hablar, en puridad marxista, de un naciente "modo de producción algorítmico"? Para cada vez más trabajadores, su jefe es eso: un algoritmo. He ahí a los riders, falsos autónomos que se compran su propio material de trabajo y a quienes explota un patrón invisible; una app que distribuye tareas, turnos y pedidos, y con la que cada uno se relaciona individualmente. No hay horarios, no hay una sede, no hay una nómina, no hay un encuentro personal diario entre currantes. Hay muchísima explotación, una plusvalía obscena, pero merece la pena discutir si a eso se le puede dar el mismo nombre —capitalismo, «modo de producción capitalista»— que a lo que pasaba en las fábricas de la revolución industrial. ¿En qué momento el barco de Teseo, al que se le van cambiando las piezas una por una, deja de ser el barco de Teseo?
Los economistas pueden no tener claro lo que los historiadores sí: que algo nuevo y grande está naciendo; que estamos en el fin de una época y el inicio de otra. Por eso nos interesan tanto los umbrales de época anteriores; interés que se traduce en libros sobre ellos que llenan los anaqueles de novedades de las librerías. Una figura sobre la que se escribe mucho desde hace unos años es la de los luditas: aquellos trabajadores que destruían las máquinas que los esclavizaban —sobre todo los telares— en los albores de la modernidad. Capitán Swing publica ahora por ejemplo Sangre en las máquinas: los orígenes de la rebelión contra las grandes tecnológicas, un sustancioso volumen escrito por Brian Merchant, que le sigue la pista a aquellos devotos del Rey Ludd. Entendiéndolos como lo que eran: no cerriles acémilas opuestas al progreso tecnológico como tal, sino simplemente a la esclavización a que se les sometía como operarios de tales máquinas. Toda historia es historia contemporánea, y esta lo es explícitamente: Merchant dedica las cinco primeras partes del libro a los años 1786-1816, pero la sexta y última a lo que va de 2018 a 2022. A "los nuevos gigantes tecnológicos", a "el retorno de las fábricas del miedo", a "la revuelta de los trabajadores de plataformas". Porque los trabajadores de plataformas se rebelan a veces, y lo hacen de formas que recuerdan a los luditas; a cómo estos desarrollaban, hace doscientos años, maneras creativas de encontrarse y coordinarse en contra de sus explotadores, de constituirse en la fuerza de trabajo unida que en principio no eran. En aquellos primeros años de la industrialización, cuando aún no existían las factorías enormes que más tarde aparecerían —y en las cuales una huelga podría paralizar un país entero—, sino una innumerable constelación de usinas pequeñas y falsos autónomos, la única quedada, la única coordinación posible entre proletarios era quedar por la noche, libre para todos, y ponerse a reventar telares.
Dos siglos después pasan cosas bonitas aunque pasen, también, tantas cosas tan feas. Las apps, por ejemplo, nunca instituyen un chat para que los empleados interactúen entre sí, sino solamente uno en el que puedan trasladar ruegos individuales a la empresa. Esta fomenta la competición entre sus trabajadores, que aprenden a pelearse y a ser estajanovistas para conseguir los mejores turnos. Pero algunos riders con conocimientos de informática crean chats propios y semisecretos —que la empresa trata de ahogar— para trabar contacto con sus compañeros. Una vez creados, sirven para todo tipo de cosas: desde acordar un apagón coordinado a modo de huelga digital —ya ha pasado algunas veces— hasta compartir memes y chascarrillos sobre la empresa, o satirizando la vida rider. También para intercambiar información sobre atajos, bicis de segunda mano, tiendas de repuestos baratos o instrucciones para falsificar el caro certificado sanitario que las plataformas piden en China. Y también para repartirse los turnos de forma más democrática. Son, en fin, un sindicato. Uno digital, pero que desempeña la misma función múltiple que los analógicos: forjar un colectivo unido, lo mismo en el apoyo mutuo (también moral, psíquico) que para la protesta.
El sindicalismo no ha muerto aunque agonicen los sindicatos clásicos, sino que renace bajo nuevas formas, como siempre lo ha hecho. El viejo topo sigue excavando su túnel eterno. Los riders tienen conciencia de clase —la van desarrollando— y la emplean contra sus patronos igual que los obreros de la revolución industrial. Estos no necesitaban leerse El capital ni comprender el capitalismo para luchar con mucha eficacia contra él, y con los siervos del algoritmo ocurre lo mismo. Es curioso leer (lo leo en otra parte; una investigación aún no publicada, y que por eso no citaré) que los riders no suelen estar familiarizados con la noción de algoritmo, a pesar de la habilidad con la que llegan a predecirlo, comprenderlo, burlarlo y trampearlo en su beneficio. Descubren ángulos muertos de su control, bugs de la app, triquiñuelas cibernéticas para lograr que se les envíe a las mejores zonas a las mejores horas o hasta quedarse con un pedido sin que les descubran ni les despidan. Esto no es lucha colectiva, no es sindicalismo, pero yo veo en ello la fase Robin Hood o Curro Jiménez —el bandolero legítimo, el pícaro entendible— de algo más grande y colectivo.
Cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, mi padre, en el taller de la empresa para la que trabajaba, nos fabricaba regalos y objetos para la casa. No podía hacerlo, pero lo hacía. Siempre hay algo en cualquier trabajador que se resiste a que lo conviertan en un robot sin alma. "El alma vale más que el trabajo o el oro", decía George Mellor, y es una de las citas con las que se inicia Sangre en las máquinas. El final dice así:
"Cuando la desesperada situación de los luditas llegó al límite, se unieron y se levantaron contra los artífices de su explotación tecnológica. Puede que solo sea cuestión de tiempo que la clase trabajadora rebelde de esta nueva era de las máquinas decida que ya ha soportado demasiadas injusticias de las plataformas algorítmicas, que los dispositivos de vigilancia de las grandes tecnológicas son demasiado intrusivos o que el ritmo de trabajo de los robots es inhumano.
Y si sienten la rabia del monstruo de Frankenstein, renacido en una nueva era de aventuras empresariales sin límites, y atisban esos vehículos autónomos reuniéndose como fantasmas a lo lejos, puede que vuelvan a empuñar una vez más sus martillos".
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