Opinión
La mirada del otro
Directora de la Fundación PorCausa
-Actualizado a
En mayo de 1944, dos meses antes de que fuera liberada de la ocupación nazi, se estrenó en París la obra de Jean-Paul Sartre A puerta cerrada, Huis clos. En ella el autor explora la idea de cómo la visión que los demás tienen de nosotros marca nuestra forma de actuar. La mirada del otro es la que nos desnuda y “el otro es el infierno”. Esta reflexión de Sartre es universal: no podemos librarnos del efecto de la mirada ajena. Incluso las personas más despiadadas, como el nuevo presidente de Estados Unidos, necesitan sentirse validadas por el resto. En su elección de 2016, Trump ya expresó su dolor por no haber sido tomado en serio, y nada más ser reelegido se jactó de cómo en esta ocasión todo el mundo se había dado mucha prisa en felicitarle. El cambio crucial entre esos dos momentos ha sido cómo la mirada del otro ha cambiado y ha pasado de la expresión de desprecio o fría aceptación, a otro espacio de claro reconocimiento. El infierno que relata Sartre en Huis clos ha cambiado su definición y ahora Trump no tiene que estar dentro de él, sino que se siente querido por todos. Esto es el resultado de ocho años pico y pala estirando la famosa ventana de Overton.
Pero esta ventana no se ha estirado solo bajo la presión de los discursos de Trump o de sus semejantes; la inacción y la falta de estrategia narrativa del resto son igual de responsables de este desastre. Bernie Sanders es consciente de todo esto y está dedicando parte de los discursos de su gira a atacar la imagen del presidente estadounidense, pero no caricaturizándola, sino desmontándola con argumentos técnicos. Estos últimos días salieron las encuestas de abril y Trump está bajando en picado en las valoraciones, y eso por supuesto ayuda. También es muy importante cada estadio que llena y cada convocatoria exitosa. Cada vez que Sanders reúne a 30.000 personas en un espacio, consigue hacer una muesca en el ego de Trump, que siente que son miles de personas mirándole por el ojo de la cerradura del que habla Sartre en Huis clos.
Entender cómo funcionan los egos y las pasiones de las personas es indispensable para crear espacios sociales y políticos. Se dedican infinitos recursos a estudiar los datos de tráficos y consumos, como si las personas fuéramos un rebaño de seres tipificables sin alma. Sin embargo, el ser humano es mucho más impredecible que lo contrario. De hecho, no se ha encontrado todavía la fórmula mágica que haga viral un meme por defecto, pese a que existen equipos de científicos nucleares trabajando en ello desde hace una década. Y aunque se habla mucho de lo que la ultraderecha y los partidos autoritarios invierten en redes sociales y comunicación online, su gran éxito ha sido entender las partes más básicas del espíritu humano y trabajar en ellas.
Acabo de terminar la recién estrenada serie Vinagre de manzana. Está basada en la historia de la influencer australiana Belle Gibson, y aborda la expansión de la pseudociencia relativa a dietas y lucha contra el cáncer que ha habido desde la expansión de las redes sociales. En el último episodio uno de los personajes explica, en una breve confesión en un grupo de terapia, cómo funciona el sistema de la ciencia falsa: “Yo pagaría lo que fuera, lo que hiciera falta por sentirme un poco mejor. Cualquier bálsamo que me atemperara. Una forma de calmar esta puta tragedia que es ser humano”. No puedo dejar de pensar que es lo mismo que hacen la ultraderecha y los políticos oligarcas con el racismo, la homofobia, la transfobia o la xenofobia. Lo que venden es mentira pero la gente compra el crecepelo igual; como si impidiendo que un grupo de personas elija su nombre y su sexo en el DNI fuera a acabar con la pobreza. Como si la culpa de la decadencia de nuestro sistema viniera de la gente que acaba de llegar a nuestro país. Como si machacar a otras personas, bombardear poblaciones o matar a palos a un chaval gay fueran a mejorar las condiciones de vida de la clase obrera de las periferias de Madrid o de Palamós. Zumos que pretenden curar el cáncer, muertes de personas que pretenden curar un sistema inoperante, es lo mismo. Nos cuentan cuentos y exigimos milagros. Y cuando nos damos cuenta de que el tratamiento no funciona, ya es demasiado tarde: el cáncer nos ha comido el cuerpo y nos quedan tres meses de vida. Igualmente el dictador está en el gobierno y nos quedan tres meses de democracia, como pasó en Alemania en 1933, o más recientemente en Hungría o Venezuela, y puede pasar en Estados Unidos o en Argentina.
Decía clarividente la artista Samantha Hudson en una entrevista en Carne Cruda que a quién le iba a importar que ella se cambiara el nombre en su DNI, habiendo problemas mucho más graves, que eso no era el tema. Según ella, el neofascismo había capitalizado esa incapacidad de una parte de la sociedad de entender todos los cambios que habían tenido lugar. Yo creo que es así. ¿Esto quiere decir que tengamos que renunciar a los cambios para que la gente más conservadora y que tiene más miedo se adapte? No, en absoluto. Al contrario de lo que se insinúa en ciertos foros, tenemos que hacer todo lo contrario. Al igual que la ultraderecha está estirando la ventana de Overton hacia espacios insospechados, las personas progresistas tenemos que hacer lo mismo: no debemos renunciar a ninguno de los derechos fundamentales que se ganaron desde la Segunda Guerra Mundial y debemos proponer avanzar en la adquisición de todos los que faltan, sin dividirlos por categorías, como si fueran más o menos importantes. Tenemos que volver a hablar de derechos absolutos, como se está haciendo con la vivienda, sin matices. También tenemos que perder el miedo a ofender pero sin entrar en espacios de debate agresivos y polarizados, desde el respeto y con una sonrisa; naturalizar incluso lo que es aspiracional. Debemos recordar que los derechos se tienen que defender para todas las personas por igual, porque si se pierden para un colectivo, se perderán potencialmente para todos los demás. Tenemos que unirnos y manifestarnos y retroalimentarnos y no dar un paso atrás.
En ese esfuerzo de resistencia está también la firmeza de no darle ni un solo espacio de respiro a las formaciones de ultraderecha. Hay que dejar de subestimarlas, ya que son implacables y antidemocráticas, como se ha demostrado en todos los países en los que han llegado a gobernar. El cordón sanitario tan cuestionado es para mí indispensable. Hay que quitar la legitimidad a cualquier opción que naturalice las fobias o vaya en contra de los Derechos Humanos. Hay que desmontar los egos de la ultraderecha con finura y elegancia, sin entrar en su juego. Somos más ojos sobre ellos. Hay que recordar que nadie es ajeno a la mirada del otro.
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