Opinión
Una misa en la catedral de Murcia

Por Pablo Batalla
Periodista
Aldo quiere enseñarme la catedral, pero no quiere que la vea de cualquier manera; que lo primero que se ofrezca a mi vista sea algún anodino lateral, en lugar del prodigioso imafronte barroco. Así que serpenteamos por las calles del centro de Murcia, yo excitado por la perspectiva de un pequeño síndrome de Stendhal, él por la del orgullo especial que nos sobreviene cuando un visitante se asombra genuinamente de las bellezas del lugar que amamos. Pero cuando nos disponemos a doblar la última esquina, nos topamos con un obstáculo infranqueable. La plaza del Cardenal Belluga está tomada, vallada, para servir de meta de una maratón. Tenemos que contentarnos con ver el imafronte desde muy lejos o con pegarnos a él; con un defecto o un exceso de cercanía que arruina el golpetazo escenográfico del que Aldo llevaba hablándome desde que llegué a la ciudad. Stendhal amordazado por los corredores, que al llegar sudados, enrojecidos, exhaustos a la plaza en la que un speaker vocifera mensajes motivacionales y cuñas publicitarias no dedican un segundo a recrearse en las columnas y las volutas y los veintidós santos y santas de esta maravilla del barroco dieciochesco. Ancha es la Región de Murcia y ancho el término municipal, donde uno supone y Aldo le confirma que hay mil descampados extrarradiales y periféricas avenidas por las que podrían discurrir los veintiún kilómetros de esta maratón que además es media y no completa, sin molestar a los amantes del arte o a los meros viandantes. Pero la religión del running, igual que la cristiana, igual que todas, quiere ocupar las plazas mayores.
Vemos el imafronte como podemos y después entramos en el templo, en cuyo centro nos encontramos con la celebración de la misa dominical. Yo me demoro, siempre lo hago, en la cualidad paradójica de la estampa; el contraste entre la magnificencia del contenedor y la enjutez del contenido. Yes: el éxtasis barroco, las filigranas góticas, el mayestático coro de madera de nogal, el vértigo gigantista del órgano, las nervaduras que como ramas de árboles del Edén nacen del suelo marmóreo, y ascienden a enmarañarse al mareo de un techo inverosímil del que uno se pregunta qué superhombres lo construyeron, en qué andamios inconcebibles. También las suntuosas galas del cura, que vestido de damasco y tisúes de plata y oro transustancia el vino y el pan en un altar de abigarrada decoración, ante los mil colores de un retablo neogótico, no lejos de la arqueta de plata, flanqueada por dos maceros, que guarda el corazón de Alfonso X el Sabio. But: los bancos vacíos, la rala convocatoria —en la capital de medio millón de habitantes de la comunidad autónoma más religiosa de España— de docena y media de viejas beatas, dos o tres señores también entrados en años y ni un solo joven, que bisbisean sus preces y a los que debe de costarles escuchar al páter, porque los alaridos del speaker y la música hortera que los maratonianos altavoces también emiten atraviesan los gruesos muros de caliza y llegan también aquí, entreverando de chundachundas y anuncios de TotalEnergies los levantemos el corazón y los Señor no soy digno de que entres en mi casa.
Aldo me ha hablado antes del desastre de Portmán, una poco recordada catástrofe ecológica perpetrada en una bahía próxima a Cartagena, donde una de las playas más bonitas de la región se convirtió entre 1957 y 1990 en vertedero de siete mil toneladas diarias de una mezcla de tierra, cinc, cadmio, restos reactivos y plomo, vomitada por factorías cercanas; un lodo letal que fue ganando terreno al mar y asfixiando cuanta vida encontraba a su paso. Y yo me acuerdo ahora de Portmán porque no puedo evitar que algo así me parezca la insoportable estridencia que avasalla esta humilde misa tal que aquellos desechos aquella bahía; a este puñado de devotos tenaces que tal vez sean votantes de Vox, numerarios del Opus, donantes de Abogados Cristianos o cualquier otra canallada que uno quisiera aplastada por cien maratones, ensordecida por cien speakers, pero aquí y ahora me parecen una catacumba admirable de menguantes paganos, que impertérritos se resisten a la claudicación al nuevo Edicto de Tesalónica. Es una sugestión como cualquier otra; las catedrales se hacían para eso precisamente: para sugestionar. Pero por un segundo, casi apetece ir a sentarse entre dos viejas y volver a rezarle al dios que se hizo hombre, mientras allá afuera doscientos divorciados en crisis de los cuarenta pretenden hacerse dioses.
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