Opinión
La muerte sin avisar

Por Silvia Nanclares
Escritora
Hay golpes en la vida, tan fuertes. Escribía César Vallejo. La muerte repentina de alguien cercano y querido es uno de esos impactos poderosos, por no decir el más. Un accidente de coche, un infarto agudo, un derrame, un suicidio inimaginado. Una persona a la que no le toca. Aunque, con sinceridad, a nuestra gente nunca le toca. Pero si hablamos ayer. Pero si esta mañana me mandó una nota de voz. Pero si esta tarde íbamos a ir a un cumpleaños. La incredulidad. La muerte está acechando y no siempre hay tiempo para las despedidas, para los cuidados, para la buena muerte. Morir por sorpresa suena frívolo, porque la sorpresa pareciera implicar matasuegras y confeti, pero a veces la muerte hace su aparición en escena así, como un susto absurdo detrás de la puerta. El susto más efectivo.
También decía T.S. Elliot dijo en su tierra baldía que abril era el mes más cruel. Aunque eso va por barrios. Y por familias. En la mía el mes más cruel es enero. Se acumulan los aniversarios de eventos funestos y hay que escalar con un extra de peso la ya de por sí empinada pendiente del mes. Las semanas de los nuevos calendarios vienen marcadas por la conmemoración de muertes repentinas de personas relativamente jóvenes para la esperanza de vida que manejamos a este lado de los Pirineos. Personas cruciales, cercanas, satélites de una vida adulta que cuando desaparecen, la galaxia compartida deja de tener sentido –o toma más sentido que nunca, se perciben los lazos como en una trama tupida–, se queda muda, girando a solas sabiendo que todo habrá de recomponerse. Pero cómo. Porque después de las muertes repentinas llegan trámites demoledores. En este tramo de la historia contemporánea nos quedamos así: sin rituales de despedida y con infinidad de burocracia por resolver. Y no existe una mísera Oficina del Duelo. No me refiero a un listado de trámites (imagina abrir esta página en pleno estado de shock) si no un sitio al que ir, donde te sienten en una silla y te digan, venga, vamos a empezar por el principio. ¿Cómo estás? ¿Qué necesitas? Una especie de sombra asignada y ducha en el plano burocrático que te acompañara por los vericuetos de lo administrativo. Y en físico, por dios. Que las manitas en estos casos ayudan. Reales y figuradas. Una ayuda a la gestión que no significara la puntilla si no un pequeño bálsamo a esa sensación de levantarte sin saber dónde pones el pie pero con la obligación de gestionar seguros, gastos, preguntas incisivas, certificados digitales y apps bancarias. Esa parte nunca sale en las pelis. No hay un John Turturro que te avise de lo que te vendrá después, algo mucho menos glamouroso que la investigación policial con toques noir que se le puede venir encima a Julianne Moore en la gélida La habitación de al lado. Estaría bien una serie de comedia punzante como Celeste, donde la burocracia venga a por ti como la peor y más absurda pesadilla de la muerte repentina. Ah, si sí que existe. Se llama Muertos S.A. Pero del lado de los que se quedan en casa, los que hablan a solas con la IA que te obliga a cantar o teclear un DNI obsoleto al que que tú te agarras como un fetiche mientras deriva tu llamada al 010 u otro servicio de atención municipal.
Porque así es la muerte sin avisar, te deja solo en un mundo de objetos, ropas, olores, millones de rastros nimios de la persona que gritan en medio de la ausencia. Su cartera, sus cajones, su portátil, su historial de navegación, sus cuotas por pagar, su pedidos que llegan después del día fatal, sus deudas, las suscripciones que cancelar, la repatriación, de haberla, el traslado a otra comunidad en caso de que el deceso se haya producido lejos –si pasan más de 72 horas entre la hora de la muerte y el sepelio el cuerpo deberá ser embalsamado, lo sabías? –, citas por cancelar, gente a la que avisar, porque, ¿quién podría imaginarse que no volvería de aquel viaje?, ¿quién podría haber especulado con que no acabaría de ver el partido que estaba jugando?, ¿quién vació la cafetera que se quedó a medio cargar después del desplome?, quién entendió bien lo que decía aquel médico cuando nos comunicó que no había superado la intervención? En fin, millones de detalles que no hay manera de enfrentar con ningún tipo de actitud lorquiana. Son tan cotidianas que no dan para grito pero tan dolorosas que te obligan a sentarte en la mesa de la cocina al sacar un táper con un guiso congelado hecho por esa persona. Unas albóndigas con su aura. Y ahí es cuando viene el llanto con una mueca de carcajada que te revienta en dos. Hay golpes en la vida, tan fuertes. Tan crueles.
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