Opinión
Mi país es fascista lo normal

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
La torre de la Universidad Laboral de mi ciudad, Xixón, es más alta que el Big Ben. Este dato por sí solo no tiene la menor importancia, salvo para quienes coleccionan este tipo de información random, para amantes de las torres o quienes tienen que elaborar guías turísticas. Sin embargo, si miramos más de cerca, la cosa cambia por completo. Porque la Universidad Laboral de Xixón se empezó a construir en 1948 como orfanato minero después de un accidente laboral en Ayer, en la cuenca minera del Caudal, tal y como acordaron el subsecretario del ministerio de Trabajo de la época, el falangista Carlos Pinilla, y la flor y nata de la sociedad local, entre ellos un empresario de las minas y dos condes. De esta forma la torre de la Laboral, como es conocido el edificio en Asturies, nos habla de franquismo, de señoritos, de minas, de accidentes mortales, de huérfanos, de caridad, de los principios del Movimiento, de la Falange y de la Guerra Civil. Capas y más capas de una Historia reciente y negra que se encuentran escondidas entre las piedras de este engendro tan majestuoso como fuera de lugar. Pero la historia no se acaba aquí, porque las obras continuaron hasta 1957 y el edificio fue levantado, no como dicen los rumores por mano de obra esclava como el Valle de Cuelgamuros, sino por obreros mal pagados que llegaron a Xixón desde todos los rincones de la península huyendo del hambre. Migrantes no muy distintos de mis abuelos, que lograron crear un hogar para ellos y sus hijos en esta pequeña ciudad costera del Norte que pocos años atrás había sido ella la que había despedido en el puerto a los suyos rumbo a México o Cuba. Pero no todo el mundo que migró a Xixón fue tan afortunado como lo fueron mis abuelos y mi madre, pues no todos fueron recibidos con los brazos abiertos -tal vez porque tenían el acento o el tono de piel “equivocados”- ya que hasta bien entrados los años ochenta existieron en mi villa los poblados chabolistas y todavía resistían las últimas ciudadelas con sus casas diminutas sin agua corriente ni cuartos de baño y que hoy forman parte de un museo etnográfico.
Todas las ciudades son la misma ciudad, todas albergan sustratros de relatos entretejidos con los avatares de la Historia y las necesidades de las vidas de los que en ellas habitan. Todas las ciudades son la misma ciudad pues todas han sido levantadas y transformadas no solo por los que en ellas han nacido, sino también por los que a ellas han llegado. Desde el principio de los tiempos es lo que hemos hecho: emigrar, desplazarnos, comerciar, buscar un hogar lejos de donde hemos nacido huyendo del hambre, de la guerra, de la persecución o incluso del aburrimiento. La filosofía nació donde nació porque fue justo ahí donde convergieron Oriente y Occidente, donde se cruzaron las vidas, las ideas y los mitos de unos y otros. Y hoy podemos comer el mejor plato del mundo -los espaguetis- porque a Marco Polo nadie lo extraditó al grito de Make China Great Again.
Es por eso que no hay entelequia más ridícula que la de la pureza -de la “raza”, de las sociedades, de las culturas- cuando todos somos y todo es el fruto del mestizaje, de la migración y de mezclarnos hasta disolvernos en los otros y en lo “de” los otros. Y sin embargo, paradójicamente, esta falsa idea, la de que tenemos que salvaguardar lo que nos hace únicos como cultura, como sociedad, como polis o como país, es a lo que nos agarramos desesperadamente en tiempos de crisis. En torno a esta estúpida distopía crece y se fortalece la extrema derecha. Y en pos de ella estamos incluso dispuestos a tirar por el retrete la democracia y el Estado de Derecho.
No es casualidad, en consecuencia, que la campaña y el éxito electoral de Trump, que no olvidemos que ya había encerrado a seres humanos, incluidos menores de edad, en jaulas durante su primer mandato, se sustentaran principalmente en el odio y la persecución a las personas migrantes. En sus cien primeros días de mandato todas las políticas de Trump han sido un completo fracaso: ni los aranceles, ni su mediación con Rusia para parar la guerra en Ucrania, ni su intento de ahorrar costes adelgazando el gobierno federal han conseguido ninguno de los objetivos marcados. Además sus amenazas de matón han aupado de nuevo al poder a unos liberales post Trudeau en Canadá que todos daban ya por muertos, un fenómeno –el de la resurrección de todo lo que esté a la izquierda o lejos del trumpismo- que tiene toda la pinta de repetirse por el mundo, incluidos los propios Estados Unidos durante los midterms. Todo ha sido, por consiguiente, un despropósito y un cúmulo de chapuzas, negligencias y errores. Todo a excepción de la sistemática e inmisericorde persecución contra las personas migrantes.
Porque Trump y los suyos están siguiendo paso a paso el manual para dummies del autoritarismo: deshumanización, criminalización y persecución. Lo hemos visto antes con los judíos o con los gitanos, pero también en Serbia, en Gaza o en Ruanda. Los agentes del ICE, el Servicio de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos, actuando al más puro estilo de la Gestapo -o de matones de la mafia-, encapuchados, hacen redadas en las escuelas, separan familias, expulsan a niños que están siguiendo tratamientos contra el cáncer, detienen a estudiantes por la calle, entran en las casas sin orden de registro o de detención y fomentan las delaciones anónimas mientras presumen de ello en redes sociales. Pero el trumpismo no se ha conformado con estas políticas de terror sino que ha elevado las apuestas con deportaciones masivas a cárceles de El Salvador, ese país que hemos permitido que se convierta todo él en un campo de concentración. Con la excusa de luchar contra las pandillas, cientos de personas están siendo encerradas en cárceles salvadoreñas contra el mandato de los tribunales y sin juicio previo. Entre esas personas se encuentra Kílmar Ábrego, un ciudadano salvadoreño que vivía en Maryland y que fue deportado a El Salvador el pasado mes de marzo. El caso Ábrego, que ha llamado la antención de la prensa y de una parte importante de la sociedad norteamericana que exige que sea retornado, ha servido para destapar las ilegalidades y las artimañas de la administración Trump y del ICE contra las personas migrantes. Pero estas deportaciones ilegales son la punta de lanza de lo que está por llegar.
Y es que el caso Ábrego no es un error, es el test de control con el que el trumpismo está poniendo a prueba el aguante y la tolerancia de la sociedad ante la arbitrariedad y la violación de los derechos humanos de las personas afectadas por estas políticas racistas, pero también el nivel de fortaleza constitucional y de resistencia que se puede encontrar por parte de las instituciones: jueces, fuerzas de seguridad, funcionarios y la clase política. Porque Trump ya no disimula que sus planes futuros, empezando por un tercer mandato que no se contempla en la constitución, pasan por sacudirse las reglas de la democracia y del Estado de Derecho. Y como todo aprendiz de autócrata primero tiene que testarlo con colectivos vulnerables: las personas trans y las personas migrantes. Estas políticas supremacistas son la antesala de lo que está por venir, pues cuando hayan acabado de deportar a los migrantes lo intentarán también con los ciudadanos norteamericanos que les molestan, como ya se está haciendo con los estudiantes con visado en regla que se oponen públicamente al genocidio contra el pueblo palestino. Y Bukele ya ha demostrado que está feliz en su papel de carcelero mayor de Trump.
Como en el chiste sobre el tipo que se arruinó siendo millonario, en el fascismo se cae primero poco a poco y después todo de golpe. Y la xenofobia, el racismo y la criminalización de los colectivos vulnerables, de las personas migrantes y de las personas racializadas, son el arco por el que se cuela. En Europa no somos inmunes a ello y esta ola atrasista y reaccionaria se siente especialmente en el endurecimiento de las políticas migratorias y de asilo comunitarias. Mientras el Mediterráneo se convierte en una fosa común, entorpecemos con burocracia, silencios administrativos, atascos en las citas y trámites imposibles la posibilidad de que las personas migrantes puedan regularizar su situación y nos indignamos por un delito dependiendo de la melanina o de la religión del victimario, el fascismo se va abriendo paso poco a poco. Hasta que un día nos encontramos con que le hemos dejado la puerta abierta de par en par y ha entrado de golpe. Entonces nos preguntaremos si nuestro país es muy fascista o solo lo normal.
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