Opinión
Una perfecta sirena
Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
La natación es un deporte difícil de explicar, al menos desde fuera del agua. Hace diez años, cuando me diagnosticaron dos hernias discales en la zona lumbar y el traumatólogo me dio a elegir entre el quirófano y la piscina, me apunté a una municipal sin demasiada confianza en que al final me libraría del bisturí. Siempre me había aburrido la piscina, nadaba fatal y, lo que es peor, me cansaba en seguida porque carecía de ritmo, de coordinación entre brazos y piernas y de esa mecánica que permite armonizar los movimientos y sacar la cara para respirar cada tantas brazadas. Sin embargo, el primer día me sorprendí al salir después de casi veinte minutos a crol sin apenas fatiga; los siguientes fui incrementando la resistencia y la velocidad. Al cabo de algún tiempo, cuando ya nadaba dos kilómetros diarios sin el menor problema, descubrí que no se trata de un deporte divertido sino más bien meditativo, una especie de disciplina zen que despeja la mente y permite concentrarte en tareas esenciales.
Hoy agradezco a la natación el haberme librado del quirófano aunque también entiendo que debe de haber una buena razón -en mi caso, dos hernias discales- para empezar a darle caña y dedicarle al menos una hora diaria. Antes de ser Tarzán, cuando sólo contaba diez años, a Johnny Weissmüller le diagnosticaron polio y el médico le recomendó la natación sin saber que estaba poniendo los cimientos de un futuro campeón olímpico y una estrella de cine. Como me explicó uno de mis amigos de la piscina municipal, se trata de un deporte antinatural, puesto que el cuerpo humano no está específicamente diseñado para nadar sino más bien para ahogarse. Tal vez por eso mismo resulta tan adictivo.
En los Juegos Olímpicos de Río, más allá de las grandes estrellas, Usain Bolt y el Zika, la auténtica noticia está en que por primera vez se presenta una selección de refugiados apátridas y que la estrella de ese equipo es Yusra Mardini, una joven nadadora de 18 años que saltó al agua junto con su hermana y otros dos muchachos cuando pinchó el bote en el que se hacinaban veinte refugiados. Lo arrastraron a nado durante tres horas y media y, gracias a ellos, los refugiados llegaron sanos y salvos a la costa de Lesbos. Ocurra lo que ocurra en la piscina olímpica de Río, Yusra Mardini ya ha ganado algo mucho más importante que una medalla.
Como en todos los órdenes de la vida, las mujeres también son las grandes olvidadas del deporte. Hace poco, un diario deportivo titulaba que "Messi, Higuaín y una mujer" competían por el mejor gol marcado en la liga europea, lo que recordaba aquel infame titular de un periódico argentino que daba así la noticia de un accidente de tráfico: "Mueren dos personas y un boliviano". En la historia de las Olimpíadas, desde Larissa Latynina a Marie-José Perec, hay un larguísimo rosario de mujeres capaces de competir en el medallero con sus homólogos masculinos aunque, aparte de Nadia Comaneci, muy pocos podríamos recordar más de dos o tres nombres propios. A su condición femenina, Yusra Mardini suma el hándicap de su origen sirio: todavía recuerda que se entrenaba en una piscina de Damasco desde la que podía ver el techo agujereado por las bombas. Es una lástima que, detrás de los fastos de las Olimpíadas, se oculten a la vez las miserias del mundo y los niños condenados de las favelas.
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