Opinión
La retórica desatada de la derecha

Filóloga y profesora de la Universidad de Sevilla
-Actualizado a
El día después del bombardeo de Irán, las portadas de todos los periódicos amanecían con el mismo titular con variantes: "Trump, en guerra con Irán" (El País), "Guerra abierta de Trump contra Irán" (ABC), "Trump obliga a elegir a los ayatolás entre sobrevivir o el programa nuclear" (Público); "Trump bombardea / ataca / entra en guerra contra Irán". Ni la prensa inglesa ni la francesa, en cambio, focalizaban la atención en la persona de Trump, sino en los países: Estados Unidos-Irán-Israel.
En La condición humana actual, Erich Fromm nos advertía acerca del peligro de analizar las cuestiones sociales y políticas en términos personales, porque esa tendencia a interpretar los problemas políticos en clave exclusivamente psicológica o moral impide penetrar en sus raíces históricas, económicas, culturales, y de ese modo, se diluye la crítica de fondo a las estructuras del sistema. Sin embargo, ahí están las portadas con un Trump engrandecido convertido en un titán todopoderoso. Ya antes de ser elegido por primera vez como presidente, los comentarios sobre sus gestos, su clásica gorra MAGA, sus desplantes y amenazas; los insultos y las humillaciones públicas a otros líderes y países, o sus bailes y posturas grotescas habían hecho correr ríos de tinta. Podríamos decir que la figura de Trump se iba haciendo gigante a medida que crecía el caos a su alrededor. El problema está en que presentar el bombardeo de Irán, el apoyo al genocidio de Gaza o su política de aranceles como el producto del delirio de un loco sirve para encubrir la estrategia política subyacente e impedir el análisis de sus causas, objetivos y consecuencias.
Por ejemplo, la anécdota del personaje hablando de paz, amor y felicidad mientras gestiona una guerra sirve para quitar la atención sobre hechos gravísimos, como que bombardear Irán ha supuesto entrar en guerra con un país soberano sin que la decisión haya pasado previamente por el Congreso, algo que cuestiona su legitimidad, aparte del grave error diplomático de no contar tampoco con los aliados. El enfoque personal oculta también que la resolución se toma sobre la base de meras sospechas, un discurso delirante sobre la bomba nuclear iraní —desmentido en el Senado, el pasado marzo, por la directora de la Inteligencia Nacional— y con la pretensión, nada más y nada menos, que de cambiar el régimen de un país soberano.
Si el genocidio de Gaza supone, de hecho, un golpe mortal al Derecho Internacional, estas decisiones del equipo de Trump implican un grave deterioro de la democracia norteamericana tal y como la hemos conocido, porque han hecho saltar por los aires todos los límites, contrapesos y equilibrios democráticos para dar paso a un gobierno de carácter autoritario. Y todo esto ocurre mientras el show de Mr. Taco, Naranjito o Zanahorio ha eclipsado el debate político.
Las televisiones reproducen en bucle el momento en el que Trump anuncia su "espectacular éxito militar": la gorra roja, los gestos desafiantes, el léxico hiperbólico —todo ello en abierta contradicción con el ámbito institucional solemne— captan la atención de millones de personas, que pierden de vista cómo operan o cómo están de bloqueadas las instituciones, qué intereses económicos actúan por detrás, las relaciones de clase que manifiestan o las formas de dominación simbólica. El "ilusionismo biográfico" (Pierre Bourdieu), tan festejado por el periodismo político, ávido de espectáculo, refleja el desplazamiento que se ha producido en el discurso político desde el plano deliberativo-argumentativo al narrativo (era del storytelling) y, desde ahí, a la "zona cero del relato", que es donde nos hallamos, en la era del espectáculo del enfrentamiento.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La lógica económica de los medios de comunicación, que buscan la máxima audiencia, y la necesidad de captar la atención han privilegiado la espectacularización de la política, lo cual implica la simplificación del discurso; el predominio de la emocionalidad frente a la razón y la argumentación; y la personalización, frente a la contextualización y el análisis de causas y consecuencias (P. Charaudeau).
Reducidos los conflictos políticos a dramas psicológicos, los medios se ocupan durante días, por poner un ejemplo más cercano, del "problema" de los pinganillos de Isabel Díaz Ayuso, o del desplante que le dio a la Ministra de Sanidad reprochándole, como si estuvieran en un patio de vecinas, tener la cara dura de saludarla con un beso, cuando dice que es una asesina. También en este caso las anécdotas inundaron el espacio público sin dejar espacio ni tiempo a informar a fondo sobre un acto institucional de enorme contenido simbólico: la escenificación de la recuperación de la normalidad de la vida política y la celebración de la superación del desgarro del Procès. No hubo tiempo tampoco para profundizar en la propuesta de Sánchez sobre vivienda, un problema que la población considera prioritario. Todo se lo tragó el espectáculo: las miradas, la reprimenda de Ayuso y su salida airada de la Conferencia de Presidentes…, drama, ruido, mucho ruido, y en el medio, flashes, humo, nada.
Junto a la personalización, la utilización de un discurso muy emocional es otra de las consecuencias de la espectacularización de la información, en general, y del discurso político en particular. W. Benjamin fue el primero que habló de la "estetización de la política", utilizando ese concepto no en el sentido de búsqueda de la belleza, sino en el de puesta en escena, teatralización del poder:
"El fascismo tiende a una estetización de la vida política", que tiene en la guerra, "fiesta del fuego, embriaguez de lo sublime, apoteosis del sacrificio", su expresión más alta.
La estetización es una herramienta más del poder, que no solo persuade y domina mediante la represión y el miedo al castigo, sino también a través de la seducción y el goce. Cada una de las apariciones de Trump constituyen una puesta en escena cuidadosamente estudiada. Podríamos calificar su estilo comunicativo y su retórica de "desatados" o "disruptivos" en la medida en que rompen con los marcos sociales, comunicativos e institucionales culturalmente establecidos.
Nuestras convenciones a propósito de situaciones como "cuál es el comportamiento propio de un presidente", qué normas rigen nuestros intercambios comunicativos; el protocolo en el vestido, o el registro que utilizamos, según los diferentes contextos, saltan hechas añicos por los aires. Asistimos a una ruptura del sentido común: lo grotesco, lo absurdo y lo espectacular irrumpen en el Despacho Oval cuando Trump y Musk, en una dulce escena familiar con niño jugueteando en el salón, anuncian entre sonrisas y bromas el despido de miles de funcionarios. Se rompe también la idea que tenemos acerca de la diplomacia cuando Trump y Vance acorralan a Zelenski, lo intimidan y lo humillan, no le dejan hablar dirigiéndose a él en tono autoritario, o le advierten y amenazan. También se quiebran las normas comunicativas y éticas cuando el presidente se refiere en tono humorístico, incluso alegre, a las deportaciones de los inmigrantes; y, directamente, se hiere nuestra sensibilidad cuando vemos el vídeo que la Casa Blanca cuelga, con la etiqueta ASMR, presentándonos la deportación de los inmigrantes encadenados como una experiencia relajante.
Trump — igual que Milei o Ayuso— no solo dice cosas provocadoras, sino que actúa de forma que rompe las convenciones discursivas. Es un desafío permanente, desde la utilización de un registro coloquial, que a menudo se vuelve directamente vulgar, soez, ofensivo, hasta el rosario de mentiras encadenadas. La incorrección se convierte en virtud; ser ofensivo equivale a ser auténtico, espontáneo, real. En este desbarajuste, también los términos ven invertido su significado: por ejemplo, plantea la estrategia con Irán como una disyuntiva: el país atacado puede elegir "entre la paz o seguir sufriendo más ataques". Sobra decir que por "la paz" se entiende el sometimiento a las exigencias del atacante.
No se trata solo de captar nuestra atención en un sistema en el que no escasea la información, que es desbordante, sino la capacidad de atención del público. Esta retórica desatada tiene otras funciones. Las performances de Trump comunican dominio y poder absoluto al mostrar al líder en un plano superior a cualquier norma o regla del sistema. La puesta en escena desborda los límites del discurso político tradicional escenificando el desprecio por la cortesía, la diplomacia y el consenso como principios de la deliberación pública. Por tanto, podemos considerar estas intervenciones como una forma de disrupción del orden simbólico dominante (E. Laclau).
La deliberación democrática exige el reconocimiento mutuo entre los interlocutores; un mínimo de reglas compartidas (turnos de palabra, pertinencia, respeto) y un marco institucional que dé legitimidad a la discusión. En cambio, la retórica disruptiva erosiona este espacio por varios caminos: rompe las reglas del discurso público, pues no busca persuadir, sino intimidar, amenazar, desautorizar. Debilita las mediaciones institucionales: el Parlamento, los expertos, los medios tradicionales (Trump se comunica por su propia red social). Y desplaza la deliberación por una performance que representa una voladura total del espacio público. No es demasiado arriesgado conjeturar que el colapso del espacio deliberativo se utiliza como metáfora y anticipo del colapso institucional.
Claro que esta retórica de la transgresión no flota en el aire, sino que resuena en una base social específica, una ciudadanía marcada por la frustración, el desencanto, la desconfianza institucional y, muchas veces, un sentimiento de humillación o pérdida de estatus. Muchos ciudadanos perciben que la política no acaba de resolver sus problemas, que los discursos políticos están vacíos —cuando no son directamente cínicos— y que las élites políticas no los representan. Este escepticismo se traduce a menudo en apatía; pero también en rabia, resentimiento o demanda de ruptura, emociones que encuentran en el "goce transgresivo" (Žižek) una vía de revancha simbólica. En cierto modo, hay una reapropiación emocional del discurso político, vía el insulto, la burla y la agresividad. Personas que desconfían del sistema y de las formas tradicionales de la representación política disfrutan del espectáculo de la destrucción, a través de un líder que canaliza su frustración contra las instituciones, rompe las formas y les devuelve su voz silenciada. Decía Trump que él podía ir disparando por la Quinta Avenida, que lo votarían igual. Y tenía toda la razón, esta violencia simbólica no solo no debilita el vínculo con el líder, sino que lo refuerza a través de una suerte de catarsis colectiva.
La extrema derecha ha crecido de forma espectacular, porque ha sabido articular el malestar de amplios sectores sociales castigados por la desigualdad y convertirlo en un espectáculo disruptivo, transgresor, liberador y polarizante. En este aspecto, el papel de los medios de comunicación es vital en la defensa de la democracia, y hay que reconocer que su desempeño es, en general, muy cuestionable, pues, ávidos de clics y de audiencias, habitualmente regalan las cabeceras a esos discursos sensacionalistas, desatados y violentos. La justificación de una falsa equidistancia -que pone al mismo nivel los datos y argumentos con el espectáculo y el disparate- conduce a la banalización de la información y a la difusión de la catarsis: una vana sensación de libertad se difunde al mismo tiempo que se van rompiendo ciertos tabúes sociales.
Es necesario revisar esta práctica comunicativa, porque contribuye poderosamente a la ceremonia de la confusión y a la propagación del "goce transgresivo". No olvidemos que el objetivo de todo este desbarajuste comunicativo es romper simbólicamente el sistema desde dentro dejando el paso a regímenes autoritarios.
Normalizando la idea de que las instituciones no merecen respeto ni obediencia, se prefigura una suerte de estado de excepción, no como suspensión jurídica, sino como disposición de ánimo colectivo. Escenificar el colapso del espacio deliberativo ilumina la posibilidad de un colapso más amplio, de una ruptura de marcos no ya comunicativos, sino institucionales, sociales y culturales: si no hay posibilidad de debatir, tampoco hay posibilidad de acordar y, por tanto, tampoco de gobernar sin violencia. Es urgente recuperar el espacio deliberativo común; como señalaba J. Habermas, "la democracia requiere una esfera pública vibrante y unas instituciones capaces de responder e incorporar la energía que surge del debate, la protesta, la confrontación". No tenemos tiempo que perder.


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