Opinión
El sello como metáfora
Por Jean Wyllys
Exdiputado brasileño, exiliado durante el gobierno de Bolsonaro, activista LGTBIQ+ y artista.
En 1993, la marca de ropa Benetton lanzó una campaña publicitaria que, como todas las anteriores firmadas por el fotógrafo italiano Oliviero Toscani, causó polémica internacional. En la imagen más impactante de la campaña, nalgas desnudas —femeninas y masculinas, blancas y negras— llevaban estampados sellos con las palabras "VIH positivo" y "VIH negativo". Toscani, fallecido en 2024 a los 81 años, desafiaba una vez más los límites de la publicidad comercial y la moral social al tratar, con una visualidad erótica y agresiva, un tema que aún era tabú en la esfera pública global: el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) y el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA).
En aquella época, cuando afirmé ante mí mismo y ante el mundo que me rodeaba mi homosexualidad, la campaña de Toscani fue la primera problematización explícita, en la antigua esfera pública global, sobre la condición de las personas en relación con el VIH. Mucha gente la interpretó como un refuerzo del estigma que experimentaban las personas infectadas por el VIH en aquellos tiempos, mucho mayor que el que sufren hoy en día —aunque todavía lo padecen. Esto se debe a que Toscani jugaba con el elemento del deseo sexual —los traseros, independientemente del sello que llevaban de "VIH+" o "VIH-", despertaban y avivaban la libido del espectador hacia lo que Freud llamaría "la pulsión de vida". Este concepto, originalmente conocido en alemán como Lebenstrieb, fue desarrollado en su obra Más allá del principio del placer, de 1920, cuando todo el discurso público asociaba el VIH y el SIDA con la muerte, con la "pulsión de muerte" —Todestrieb—. Esta tendencia, deshonesta desde el punto de vista intelectual y político, hacía recaer la responsabilidad del contagio por VIH en los hombres gays y sus modos de vida "libertarios" —es decir, divergentes o contrarios a los prescritos por la heteronormatividad hegemónica—.
Estos modos, por un lado, eran producto de la propia forma en que la homofobia y la transfobia histórico-sociales y estructurales empujaron la sexualidad gay hacia la "promiscuidad"; y por otro, eran herederos de los movimientos contraculturales de los años sesenta. Así, los cuerpos sexodisidentes se convirtieron en vectores simbólicos y reales de la epidemia, cuando, en realidad, la historia del SIDA y la propagación del VIH en el África subsahariana era otra —profundamente ligada a los modos de vida heterosexuales y a la pobreza estructural—.
La campaña de Toscani, por lo tanto, buscaba apropiarse positivamente del «sello» metafórico que era el diagnóstico del VIH, reduciéndolo a un sello real sobre las nalgas deseables de hombres y mujeres anónimos, que podrían ser cualquiera de nosotros. De este modo, desafiaba el concepto erróneo y reduccionista de "grupo de riesgo", una expresión que fue acuñada en la década de 1980 por organismos de salud pública estadounidenses como los Centers for Disease Control —Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, conocidos como CDC por sus siglas en inglés—, y que sirvió para estigmatizar a las personas con orientaciones sexuales diferentes, así como a las prostitutas y a los consumidores de drogas inyectables.
No es casualidad que esta metáfora visual surgiera en el contexto de la implantación del neoliberalismo cristiano reaccionario de Ronald Reagan en Estados Unidos y de Margaret Thatcher en el Reino Unido. El neoliberalismo, como proyecto ideológico y económico, buscó desmantelar el Estado del bienestar social promoviendo la privatización de los servicios públicos y la moralización individual de la responsabilidad, también en lo relativo a la salud. Su marco histórico es la década de 1980, pero sus efectos culturales persisten hasta el día de hoy: culpabilización de las víctimas, atomización de las luchas colectivas y refuerzo de los dispositivos de control sobre los cuerpos "desviados".
Décadas más tarde, en este momento de ascenso de los populistas de derecha y extrema derecha en todo el mundo, el artista contemporáneo y fotógrafo brasileño Carlos Dadoorian retoma la cuestión del sello en su nuevo trabajo, tan provocador y necesario ahora como el de Oliviero Toscani en aquel momento. Dadoorian presenta una serie de autorretratos en blanco y negro sobre los que pesan sellos de colores con los insultos más vulgares dirigidos a los hombres gays y a las travestis.
¿Por qué retomar la cuestión del sello? ¡Porque el sello nunca ha desaparecido! Puede que haya perdido color y fuerza en las décadas anteriores al auge de los nuevos populismos, gracias a la organización global del movimiento LGBTQIA+ y sus logros político-culturales, pero nunca ha dejado de ser utilizado por los dispositivos heteronormativos para marcar a las personas de género diverso. En ese sentido, es necesario comprender qué son los dispositivos, según Michel Foucault: redes estratégicas de poder-saber que operan sobre los cuerpos y los discursos para normalizarlos y someterlos. Giorgio Agamben, por su parte, amplía esta noción al definir los dispositivos como "cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos".
Curiosamente, las palabras carimbo y bunda —que se encuentran visual y conceptualmente en la campaña de Toscani— tienen su origen en la misma lengua africana: el quimbundo, hablado por los pueblos bantos de la región de la actual Angola. Carimbo proviene de karimbu, un instrumento de percusión que, al marcar ritmos, también sugiere impresión. Bunda proviene de mbunda, término utilizado para designar las nalgas. Ambas palabras llegaron al portugués brasileño a través de la esclavitud de los africanos. La coincidencia etimológica está cargada de significado histórico: el cuerpo negro y esclavizado como superficie predilecta de marca y control. El trasero como lugar simbólico del deseo y la sumisión; el sello como herramienta colonial de sometimiento, identificación y exclusión.
El sello es, por lo tanto, una poderosa metáfora de cómo las diferentes expresiones de la homofobia —empezando por el insulto verbal— nos marcan "a hierro y fuego" y nos someten: es decir, nos producen como sujetos —en los dos sentidos de la palabra—, incluso en la configuración de nuestro deseo sexual. En Tempo bom, tempo ruim, escribí que "el insulto es la primera tecnología de la exclusión. Precede a la violencia física, pero ya es violencia simbólica y constitutiva. Es el nombre con el que nos golpean, es la caricatura con la que nos identifican, es el espejo que deforma nuestra imagen e internaliza la vergüenza". Didier Eribon, en Reflexiones sobre la cuestión gay, llega al mismo punto cuando afirma que la homofobia funda un régimen de subjetivación en el que el sujeto solo se reconoce como tal por la mirada que lo inferioriza: "La vergüenza no solo se siente, se enseña".
El estigma como sujeción negativa ha vuelto con fuerza en tiempos de economía digital del odio. En Falsolatria, escribí que las redes sociales, dirigidas por algoritmos que premian la participación por la ira, han transformado los prejuicios históricos —como la homofobia, la misoginia y el racismo— en moneda simbólica y herramienta política. En Internet se multiplican los viejos insultos homolesbotransfóbicos, ya sea en comentarios en publicaciones de redes sociales o en capturas audiovisuales viralizadas con placer punitivo. Por lo tanto, lo que propone Carlos Dadoorian en su nuevo trabajo es mantener la política cultural de reapropiación del estigma negativo como algo positivo, ya que nos constituye como sujetos, lo queramos o no, nos guste o no. Propone salir de la sujeción que engendra el insulto hacia una subjetividad reinventada: el paso de la vergüenza introyectada al orgullo público.
Carlos Dadoorian es un artista que ya se encuentra en la llamada tercera edad. Sus autorretratos presentan un cuerpo aún deseable bajo insultos también etarios, apuntando a otro tipo de estigma lamentablemente muy utilizado por los propios hombres gays en una cultura urbana queer juvenilista y entregada a la devoración del mercado.
El estigma como metáfora también se empleó en una teoría conspirativa que circuló mucho en el apogeo de la epidemia del SIDA, y que servía para enfrentar a los hombres gays entre sí, minar la responsabilidad colectiva frente al virus y reforzar la caricatura homófoba de que los gays son asquerosos, promiscuos y vengativos. Me refiero a lo que se conoció como "el club del estigma". Esta teoría conspirativa afirmaba que existían grupos organizados de hombres seropositivos que transmitían deliberadamente el VIH a otros hombres en fiestas sexuales colectivas, como venganza o como forma de reclutamiento para un grupo secreto.
Se trata de una fabulación paranoica y profundamente homófoba que, a pesar de carecer de pruebas empíricas consistentes, tuvo una gran difusión a través de rumores, columnas sensacionalistas, revistas policíacas y foros de Internet. Su origen se remonta a la década de 1990 en Estados Unidos, pero cobró fuerza en varios países, incluido Brasil, y fue reproducida por programas de televisión populares, sobre todo a principios de la década de 2000. Y reapareció, de forma sorprendente y actualizada, en un reportaje del programa Fantástico, de TV Globo, en 2018, justo en el momento en que la carga viral indetectable de personas en tratamiento con antirretrovirales ya no permitía la transmisión del VIH —lo que se conoció como U=U: Undetectable = Untransmittable (Indetectable = Intransmisible)—, y la profilaxis preexposición (PrEP) se popularizaba como política pública de salud. ¿Cómo se explica esto? Por la homofobia persistente. La necesidad inconsciente y reaccionaria de volver a estampar el sello de la culpa en los cuerpos disidentes.
La industria pornográfica gay supo apropiarse de esta teoría conspirativa e, irónicamente, estetizarla y erotizarla. En el momento en que los hombres VIH+ en tratamiento ya no transmitían el virus, la práctica del bareback —sexo sin protección— pasó a estar ampliamente representada en las películas pornográficas gays. La estética de la transgresión, antes relacionada con la muerte, fue reinterpretada por el conocimiento biomédico e incorporada por la industria como fetiche del riesgo y la libertad. Ya se podía prescindir del preservativo porque el VIH no se transmitía entre personas tratadas. Ya se podía tratar a las estrellas porno VIH+ con carga viral indetectable como objetos de deseo sexual y no como transmisores de muerte.
Susan Sontag, en El sida y sus metáforas, libro que da continuidad a La enfermedad como metáfora, había advertido sobre los peligros del lenguaje que rodea a las epidemias. El virus, decía, es siempre un significante en disputa: sirve tanto para la construcción de la alteridad abyecta como para la movilización de la empatía colectiva. El problema, para ella, no es la enfermedad en sí, sino la metáfora que se impone sobre ella, una metáfora que a menudo opera la exclusión, la vergüenza, el miedo y el asco.
Por último, la manera en que Carlos Dadoorian retoma la cuestión del estigma va más allá de la cuestión sexual o incluso LGBTQIA+: alude también a la fuerza del estigma en la cuestión migratoria. La acogida siempre vigilada de los inmigrantes y refugiados —ya sean víctimas de guerras, persecuciones políticas o catástrofes climáticas— o sus deportaciones, detenciones o confinamientos, depende de sellos en pasaportes o "papeles". Y más aún: todos ellos están sellados metafóricamente por la paranoia y la desinformación de la extrema derecha global.
En Nosotros, los refugiados, Hannah Arendt escribe: "Lo único que aún puede protegernos es el sello en nuestro pasaporte. Pero, al mismo tiempo, ese sello es también la señal de que ya no somos nada". En Lo que no se puede decir, afirmé que ese sello invisible —pero real— es el estigma contemporáneo por excelencia: marca los cuerpos racializados, sexualizados, feminizados, fugitivos, disidentes. Ser refugiado es estar sellado, es vivir bajo vigilancia y en una condición de ciudadanía suspendida. Parece ser el devenir del mundo. Por lo tanto, apropiarse del sello y transformarlo en lucha es un deber ético y político de todos nosotros.
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