Opinión
Para qué sirven los buzones

Periodista cultural
-Actualizado a
Me saca de mi credo e inercia periodística —que evitan, incluso en las columnas, usar la primera persona del singular—un post en Instagram del periodista Sergio Fanjul. Lo dedica al anacronismo que pueden significar los buzones en la actualidad, cuando supuestamente no se escriben cartas. Lo consigna con romanticismo y cierta indulgencia, porque una vez escribió un cuento sobre un hombre que vivía dentro de uno reescribiendo y mejorando cartas de amor. Él dice que el argumento de ese relato es cursi. A mí me parece una opción seria y válida (y envidiable) de ganarse la vida. En todo caso, nada que consiga "aumentar los índices de amor, como diría el ensayista Eloy Fernández Porta" ha de ser desestimado. Eso también lo escribe Fanjul, que termina su texto rebanándole el cuello a la nostalgia, cuando ya se acercaba dispuesta a engatusarle: "¿Quién demonios usará los buzones?".
"Yo", pienso. Y también lo escribo. Ahora explicaré cómo y el porqué.
Surgió este verano, mientras veraneábamos en Galicia y asistíamos con desolación y desesperación a las noticias que invariablemente daban cuenta de incendios nunca vistos, de su avance imparable, del trabajo de personas que sin medios, con pocos medios o con todos los medios eran incapaces de hacerles frente, de autoridades que no estaban y a las que tampoco podía esperarse. Yo pensaba en alguien a quien no conozco personalmente. Pensaba en Margo Pool. Quizá no les diga nada el nombre, pero sabrán quién es si les menciono la película As bestas, de Sorogoyen. La conocerán más y mejor si han visto el documental Santoalla, que en 2016 filmaron Andrew Becker y Daniel Mehrer. Yo lo vi después de la película porque no podía dejar de pensar en la mujer que había decidido quedarse en ese lugar maldito y mágico. Después de verlo no he dejado de pensar en ella. Lo sigo haciendo.
Pasó el verano y los incendios se apagaron ya cuando no estábamos mirando porque los medios se habían aburrido de tantos días como aquello estuvo ardiendo. Y yo seguía pensando en esa mujer que no sabía que yo existía y que pensaba de vez en cuando en ella. ¿Cómo sería su vida allí? ¿Qué pensaría al contemplar la belleza descomunal de un anochecer, de un amanecer, entre el mar de montañas donde se sitúa su pueblo? Pero también, ¿cómo hace la compra esta señora? ¿Tiene cobertura? ¿Le llega un pedido si lo hace? ¿Qué significa para ella el trabajo? ¿Cuándo y cómo descansa? ¿Y si se pone mala? ¿Y si le pasa algo? Pues le voy a escribir, pensé. Total, en un pueblo de una sola habitante no debía ser difícil dar con ella. Es un poco surrealista, pero solo hacía falta un poco de buena voluntad. Yo creo que hay gente de buena voluntad. Y no lo creo: lo sé. Lo sé porque existe ella, esta persona que para mí significa todo lo que está bien en la vida y el mundo y que es capaz de encarnar la dignidad y el perdón, entre otras bondades.
Y le escribí. Era una carta más ponderada que esta columna donde solo le preguntaba que cómo estaba y que si le habían afectado los incendios. También le decía que pensaba en ella, que por algún motivo se había metido en mi cabeza y, de repente, cuando algo pasaba en aquella zona yo me preguntaba cómo estaría, si le afectaría… Nada del otro mundo, vaya: es en lo que consiste la amistad, las relaciones. Nada del otro mundo salvo que esta extraña relación era unilateral porque la otra parte no sabía de mi existencia. El caso es que doblé la carta y la metí en un sobre, compré un sello, me acerqué a un buzón…
Ahora debería decir que me olvidé del asunto, pero no, ¡qué me voy a olvidar! Volví a abrir el buzón a diario con ilusión ansiosa en vez de con pereza y tedio. Pasaron las semanas y llegó. Mi querida náufraga en el mar de montañas gallegas había recibido mi mensaje y había lanzado, a su vez, el suyo. Y qué alegría ya solo sostener esa carta. Qué alegría desplegar el papel. Qué alegría de líneas manuscritas. Qué alegría saber que sí, que los incendios afectaron al monte, pero que el pueblo estaba bien y había comida para los animales a los que Margo cuida ahora con un amigo que se ha ido a vivir allí y que ambos trabajan mano a mano. Qué alegría todo. Y todo por carta. Por una carta.
Así que sí, yo soy alguien que escribe cartas, que usa los buzones y que os trae, gracias a este sistema tan revolucionario y novedoso, las últimas noticias de Margo. Os invito a hacer esto mismo cuando penséis en alguien, cuando os acordéis de ella o de él: decídselo, escribid. No hay nada comparable a la intimidad cercana, a la compañía distante que proporciona escribir o leer una carta: es un regalo en todas las direcciones. Ahora que llegan fechas señaladas y que esta columna, ahora que la releo, es un cuento de Navidad, ya sabéis: 89 céntimos más el sobre. Buscad el buzón más próximo y encargaos de que siga estando allí.
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