Opinión
Stop recrecidos

Por Pablo Batalla
Periodista
-Actualizado a
A mi amigo el geógrafo David Alonso Medina, experto en la arquitectura gijonesa y que organiza unas espléndidas y concurridísimas rutas urbanas por mi ciudad, los recrecidos le traen por la calle de la amargura, y a mí también. Supongo que también ocurre en otras ciudades: me refiero a esa operación por la que edificios bajitos cuyas fachadas están incluidas en los catálogos de protección del patrimonio histórico-artístico se tiran abajo y se reconstruyen con tres o cuatro pisos más, pero manteniendo identificable la vieja fachada. Los pisos extra se alzan en otro estilo que permita la distinción entre lo viejo y lo nuevo. Hecha la ley, hecha la trampa, dice el refrán. Vivir luego en esos pisos —en los viejos o los nuevos— cuesta luego una fortuna.
Generalmente, se trata de edificios céntricos, pero la peste del recrecido también se abate ya sobre los de distritos populares en proceso de gentrificación. En Gijón lo empieza a sufrir el Natahoyo, un barrio obrero a la vera del mar, hogar, antaño, de los trabajadores de la media docena de astilleros de la ciudad y de otras fábricas; ruidoso, depauperado; hogar, también, de una izquierda combativa. Cuando los astilleros se fueron —cuando se desmantelaron—, se volvió una golosina: vistas al mar, las playas de Poniente y L’Arbeyal al lado, un acuario. Quedan todavía las abandonadas casitas de una preciosa ciudadela obrera y las ruinas de Naval Gijón, pero todo eso se va a urbanizar ahora y a convertir en un paseo, una ampliación del acuario, un vivero de empresas azules y viviendas. La ciudad, que también se ha puesto de moda como destino turístico, se va volviendo irreconocible para los que nos criamos en ella. Es más bonita, no cabe duda, pero también más cara, y en algún sentido —no en todos: ahora no hay heroína—, más hostil. La Ciudad vampira de una canción de Nacho Vegas, hijo ilustre de la villa. No hay dios que compre un piso, todo es caro, todo empiezan a ser franquicias; uno se pregunta cuántas hamburgueserías canallitas más pueden abrir, qué insaciabilidad de hamburguesas de Lotus a dieciocho mortadelos es esa. Y encima, gobierna la derecha.
Pero yo venía a hablar de los recrecidos. Hay alguno hecho con mínimo buen gusto, pero, por lo general, a lo que dan lugar es a auténticos adefesios; a emplastos horrendos que no claman mucho menos al cielo que aquellos que nos hacen despreciar el urbanismo feísta y los atentados contra el patrimonio de los antiguos países comunistas europeos. Lo ideal sería que lo que protegiera la ley —antes era así— fuera el edificio al completo, su volumen y no solo su fachada, y permitiera una reestructuración interna y adaptar la superficie como se quisiera, pero sin recrecer. Si eso no puede suceder, sería preferible que el edificio entero se tirara abajo y que el que se hiciera nuevo lo fuera totalmente, procurando imitar el estilo de antaño, pero sin la obligación de conservar la fachada exacta. Lo que no tiene un pase es este engendroso término medio. Pero hay muchas ganancias en juego. Ganan los promotores; ganan inmobiliarias locales que ya abren subsedes en Madrid para satisfacer la demanda de segundas viviendas en Gijón de los capitalinos; gana lo que David llama «lujo de tapadillo»: viviendas suntuosas y carísimas encapsuladas en edificios y barrios que no lo parecen tanto. Pero nadie puede decir que gane la ciudad, que ganemos los gijoneses, que vemos a nuestras calles perder personalidad y belleza a ojos vista.
En Ciudad vampira, Nacho se imagina al final una rebelión popular: uno trae estacas hechas de nogal, otro de Duro Felguera una radial, y salen a destripar, y a «exigir que nos devuelvan la ciudad». La sensación es exactamente esa: la de un robo, la de un hurto. Contra él es preciso recrecer la furia, hacerle un recrecido de los gordos a la indignación vecinal. «Hay que prender fuego a esta ciudad».
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