Opinión
Un tranvía llamado deseo

Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
-Actualizado a
Sin contar la iglesia, que, por su majestuosidad, su pórtico gótico y su torre con pararrayos que se clava en las nubes, llamamos colegiata, la estación de tren es el edificio más destacado y singular de mi pueblo.
Aunque con esta bella construcción de piedra berroqueña, arcos de medio punto y azulejería, quiera competir el caserón – el chalé, dicen ellos – de don Olegario. Tiraduros de apodo, por ser tan rico, tacaño y ostentoso. Pero te aseguro que arquitectónicamente no le llega a la suela de los zapatos. Tanto aluminio, tanto cemento, tanto plástico. Porque tendrán muchos cuartos, muchas fincas y negocios, no se lo niego, pero lo que es el gusto deben tenerlo en el culo.
En mi pueblo, la diversión tradicional de sus habitantes, mis abuelos, mis padres y yo mismo de niño, era ir a pasear por el andén de la estación para ver pasar los trenes. Y la vida. El tren como metáfora de los deseos que surcan, igual que vías, las líneas de tu mano, hasta perderse rozando la punta de los dedos sin poder atraparlos. Soñando con Vivien Leigh y Marlon Brando, devorándose como salvajes, con esa pasión lujuriosa y desenfrenada, dentro de Un tranvía llamado deseo. Tan cerca y tan lejos. Pasear por el andén para ver al jefe de estación, ataviado con un traje azul eléctrico, su chalequillo del que cuelga una dorada cadena, su gorra de plato roja, levantando marcial su bastón piloto y tocando un silbato cuyo enérgico pitido soliviantaba a las palomas y los vecinos.
Dejábamos transcurrir, caer, la tarde del domingo, lánguida y plomiza, viendo circular trenes como en la pantalla de un cine en blanco y negro y comiendo pipas. Imaginando y especulando sobre las vidas de esas gentes que examinábamos a través del paso fugaz de las ventanillas. Esas personas tan diferentes a nosotros. Contando chistes de 'iba un español, un inglés y un alemán', balanceando nuestras piernas flacuchas, con las rodillas llenas de costras y mataduras, subidos al murete junto a la cantina. Compartiendo una botella de Mirinda, de la que te tocaban dos pequeños sorbos, comprada a medias entre los amigos y cuyas tapas guardábamos como tesoros para jugar a las chapas. A las carreras de chapas en nuestro circuito de tierra. O para el remate, a falta de moneda de dos reales con su agujero, del cordel de la peonza. Permitiendo que esos vetustos trenes de hierro y madera, que según contaban se dirigían a la raya de Portugal y el que llamaban Rápido a la misma Lisboa, arrastraran nuestros sueños para sacarnos del pueblo y de su narcótica monotonía.
Ver besarse en la boca, de manera furtiva, a los novios en sus despedidas mientras, dándonos un codazo, tapábamos con la mano nuestras risas picaronas, escuchar el llanto de las madres diciendo adiós a su hijo, soldado de infantería, cargando un enorme petate lleno de miedos y ropa limpia, y observar ese reloj gigante marcar las horas, eran la diversión dulce y plácida de nuestras vidas.
Hasta que un día, de pronto, llegaron las máquinas y las obras, los ingenieros y mandamases, con sus operarios con cascos amarillos y la cara tiznada de grasa y hollín, para poner el pueblo y sus campos patas arriba. En sus chaquetas y corbatas, tatuada en sus frentes ejecutivas, traían impresa la palabra "Progreso", entre el olor a gasoil, el humo y el ruido atronador de las perforadoras.
En unos días, coparon los restaurantes y las pensiones, llenaron los bares, los tres taxis, los bancos, el registro y la notaría. El pueblo bullía en un jaleo frenético. El frenesí de las contratas y el dinero fresco. Al pueblo había llegado definitivamente la modernidad. El progreso y el futuro. Por eso, lo primero que hicieron fue eliminar los pasos a nivel, con sus barreras blancas y rojas, su repiqueteo estridente de campanillas, y echar a los guardagujas. Dando esa profesión, igual que a los dinosaurios, por extinguida.
Después dinamitaron el viejo túnel de piedra de la Nava, de origen árabe según siempre nos contaron. Reventándolo con barrenos de pólvora para construir uno nuevo de hormigón armado con más gálibo. Gálibo, palabra foránea, como si la hubieran traído ellos, y desconocida por nosotros hasta que te sacabas el carnet de conducir. Había que volarlo también, explicaba un dinamitero, para enderezar las curvas, porque las curvas en la Alta Velocidad están prohibidas. Por eso levantaron las vías, ya que, por lo que rumoreaban en los bares, no se correspondían con el ancho de Europa. Arrancaron de cuajo los raíles, como si arrancaran de un tirón los tendones y las raíces de la tierra, dejándolos amontonados en las eras. Igual que sinuosas culebras. Ahí siguen todavía, como largos miembros amputados, retorcidos, comidos por el óxido y el olvido, refugio de ratas y de las almas negras de los suicidas que se tiraron a las vías.
Instalado el ancho europeo y concluidas las obras de modernización, con esas nuevas catenarias soltando chispas psicodélicas, semáforos, señales y dispositivos de seguridad, que permitirían a un tren circular a 350 km por hora, todos se marcharon de pronto. De golpe. De la noche a la mañana, como en una estampida. Los ingenieros, los bulldozers, los operarios y los camiones grúa. Se vaciaron los restaurantes, los bares, el registro y la notaría. Los taxis siempre tenían su farolillo verde encendido y en las calles y plazas se quedó a vivir la oscura melancolía.
Don Olegario murió de un ataque al corazón o de apoplejía, no se sabe ciertamente, y sus herederos, que residían en la capital y en el extranjero, vendieron la fábrica de conservas. El dinero lo repartieron, según la tradición hispana y regia, entre Panamá y Suiza. Los nuevos propietarios, un fondo de inversión norteamericano, despidieron a las trabajadoras que llevaban décadas y décadas metiendo perdices en escabeche en una lata y montaron una planta de biometano a base de purines de cerdo. Un aroma muy… moderno.
El señor alcalde, don Tarsicio, dimitió junto a su equipo de gobierno. Reconociendo que los de la Renfe le habían engañado. Ya no habría más trenes, ya no habría paradas y la estación quedaría clausurada de por vida. La bonanza del progreso consistía precisamente en eso, en cerrar la estación. Porque los trenes de Alta Velocidad, para mantener sus 350 km por hora, no podían estar parando cada dos por tres en cualquier pueblucho de mala muerte. Un pueblucho de …
Con la decisión tomada, tabicaron la puerta de acceso a la bella estación con arcadas, para que no la destrozaran los vándalos, que ya habían roto las vidrieras, algunos azulejos talaveranos y llenado los muros de pintadas. La gente se marchó del pueblo en busca de trabajo. Se fueron. Desertaron de su tierra. El pueblo se quedó vacío. Despoblación decían, mientras en el cielo gruía un bando de grullas, volando en cuña, huyendo de la desolación y el frío. Al tiempo que aquellos mismos mandamases de antaño encargaban ahora estudios sobre las causas del éxodo a los expertos en demografía. Incluso la Renfe, convocó un Congreso con el título de Semántica y Despoblación. Un Congreso en el mejor hotel de la capital, el Palace, en el que durante cuatro días a cuerpo de rey, las cabezas más preclaras del país debatían, sin lograr un acuerdo, sobre el calificativo idóneo para el problema: España despoblada, vacía, vaciada, abandonada, olvidada, silenciada, herida… muerta. Recordando aquella fábula de Tomás de Iriarte en la que dos sesudos conejos discuten acaloradamente, antes de ser devorados por su inacción, si los perros que los persiguen son galgos o podencos.
Cerrada la estación para siempre, sellada a cal y canto, se acabaron los paseos dominicales, los chistes y las pipas de la cantina. Todo desapareció, salvo el vacío, el silencio y la calima. Aunque cuentan que a la noche, si pegas el oído a la puerta, se oyen murmullos y extraños ruidos. Y debe de ser cierto, porque dentro quedaron encerrados hasta la eternidad, el jefe con su gorra de plato roja y el guardagujas, nuestras risas infantiles, los besos, las lágrimas... y los deseos atrapados en un tranvía.
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