Opinión
A solo tres meses de morir

Por Israel Merino
Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
-Actualizado a
Ramón Villaamil se ha quedado sin pensión por solo tres meses. Ramón Villaamil, en otros tiempos funcionario de Hacienda y ahora, en el frío Madrid decimonónico, vulgar cesante que se arranca las piernas para sellar con sangre las cartas en las que pide ayuda desesperada a los amigos, tiene más de sesenta años y solo necesita tres meses de trabajo, tres miserables meses, para jubilarse con una pensión de cuatro quintas partes de su salario y no pasar hambre en su corta vejez. La desesperación es obvia, claro que sí, y el pobre Ramón, que de ser un personaje real ya estaría más que muerto (es el prota de Miau, una novela que el puto genio de Galdós escribió en cinco semanas a finales del siglo XIX), tendrá que sacudir cielo, mar y tierra y que pedir favores y que comer cortezas secas de árboles y que besar con calma a doña picaresca para conseguir esos tres meses de trabajo como sea y garantizarse respirar con calma el resto de su vida. La tranquilidad es lo que más se busca, claro que sí.
La situación de Ramón es dolorosa, pero ¿qué pasaría si fuera al revés y, en lugar de necesitar tres meses extras para salvar tu vida, justo ese tiempo fuera el que te quedara antes de que todo se hundiera? Porque son solo noventa días, no es tanto tiempo, y tendrías que aprovecharlos de alguna forma; yo fantaseo muchas veces con rozar con la puntita la muerte y me imagino alquilando el Bugatti blanco de Bad Bunny para ponerlo a 270 por la autovía de Los Viñedos (no sé conducir) y haciendo un trío bacano con gente guapa en un cercanías rumbo a Móstoles-El Soto (moriré dando un espectáculo reseñable) y también gastando los quinientos euros que tengo enterrados en una maceta por calle Sepúlveda (son tuyos si te los encuentras) en un cóctel radical de lean de farmacia y tusi tan rosita que deba mirarlo con gafas de sol. Supongo que estas decisiones son asumibles cuando te espera la muerte, el adiós atroz y sin hastamañanas, pero no tanto en el escenario que yo he planteado. Lo voy a repetir, va: ¿qué harías si te quedaran tres meses para que todo se hundiera, que estrictamente no significa lo mismo que morir?
Pues no harías (haríamos) nada. Porque tres meses es exactamente lo que nos queda y eso es lo que estamos haciendo: nada. Escuché el otro día en una terraza por Antón Martín, cerca del centro de la capital, a una chica comentar con sus amigas que está (estamos) a tres meses exactos del desastre; estamos a una malísima mañana, quizá un lunes que sirva de epílogo de un finde largo, de que nos quedemos dormidos, no lleguemos a tiempo al trabajo y nos despidan, y entonces nuestros ahorros grises solo se puedan estirar para pagar tres meses el piso antes de que nos jodamos lo indecible. Porque la precariedad es esto, sí: por muy bien que te vaya, por mucho éxito que creas tener, estás a un mínimo fallo, quizá ni siquiera tuyo, de que el río verde se desborde y te plantes a solo tres meses de la caída definitiva. Es que es tristísimo, ¿eh? Estamos a solo tres meses de morir y no podemos hacer nada, y no hay ninguna red ahí abajo (o yo no la tengo, al menos; supongo que no te darás por aludido si tienes padres ricos).
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