Opinión
Trumpitis aguda

Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
Mi psiquiatra, la doctora Larissa, como la de Zhivago, que además de mi médica de cabecera es mi hija, por tanto, confianza absoluta para decirme sin tapujos la verdad a la cara, por grave que sea, acaba de diagnosticarme una nueva enfermedad. Rara y contagiosa. Mortal.
Desconocida hasta hace poco y que muy pronto aparecerá en la CIE–11 (Guía de Clasificación Internacional de Enfermedades), ya que en estas mismas fechas, los investigadores y científicos la estudian a la carrera en varios simposios de la OMS con sede en Ginebra. También en Toronto y en Nueva Delhi. Un estudio acelerado como si se tratara de una pandemia que, según los primeros análisis, de no ponerle remedio urgente, puede acabar con nuestro planeta. Ya que el nivel de toxicidad es tan elevado y se extiende de manera tan rápida y eficaz (cerebro, oídos, ojos, garganta y boca), que la humanidad se está envenenando sin control ni barrera epidemiológica.
Tras horas y horas de charla en el diván con la doctora, tras auscultarme ese corazón acelerado, comprobar el azúcar con un pinchacito en el dedo y medirme la tensión, tan alta que casi rompe el aparato, finalmente ha dicho con voz enfática y sentenciosa:
– Siento decirlo, papá, pero tienes trumpitis. Una trumpitis aguda y galopante, de grado 3. Es decir, la más severa, en fase terminal. ¡Y menos mal que te negaste a “besarle el culo”! El diagnóstico es muy claro: ese hombre de pelo anaranjado te causa ansiedad y te está matando. Una ansiedad venenosa, en un nivel tan extremo, que te estás jugando la vida. Muy peligrosa, porque se une a otros factores de riesgo: tu colesterol alto, la hipertensión desbocada, tus arritmias, tu corazón herido, atormentado. Un cóctel que se ha convertido en una bomba de relojería. Con muy mal pronóstico, si no somos capaces de cortarla en seco. De desactivarla.
Después, ha escrito durante un buen rato en su ordenador, sin dejarme ver la pantalla porque me daba a propósito la espalda. Tanta escritura, que me estaba asustando, con paradas intermitentes para consultar algún manual o guía de psiquiatría. Hasta que la impresora, como si fuera una máquina tragaperras soltando las monedas de un premio, ha empezado a escupir hojas y más hojas con un traqueteo ruidoso de papel y hojalata.
Un tocho. Una tesis doctoral, he pensado para mis adentros, muerto de miedo y sin atreverme a soltar prenda. A no decir palabra.
Al concluir la máquina su trabajo, se ha levantado de su sillón giratorio y anatómico, ha cogido el taco de hojas, las ha golpeado contra la mesa y les ha puesto, con gran dificultad, una grapa bien gorda:
– Aquí tienes tu informe. Tu vida depende de este documento. Tanto de las prescripciones como de las prohibiciones. Tú verás lo que haces. Debes borrar de tu cabeza de inmediato a ese sujeto que, además de un delincuente, tiene visiblemente afectadas sus facultades mentales y solo quiere, por su patología narcisista, que se hable permanentemente de él, de la mañana a la noche, y de sus decisiones dañinas, turbulentas y erráticas. O lo sacas de tu mente o te mata.
Con el informe en mis manos, me he puesto de pie, me he aproximado para darle un beso cariñoso y agradecido, un poco lastimero, por lo que me ha soltado:
– Déjate de besuqueo y de victimismo y ponte las pilas, si quieres salir de este atolladero en el que andas metido.
Ahora vengo de la farmacia, con el carro de la compra, pues no me cabían tantas cajas de medicamentos en la mochila. Unas gafas especiales, ultra modernas y agotadas en el mercado en dos días por la demanda de economistas expertos en aranceles y brokers de bolsa, que no permiten ver el color naranja. Un cristal que transforma los colores... y la vida. También unos tapones para los oídos, de sofisticada tecnología, que impiden oír cualquier noticia procedente de Estados Unidos, emitiendo un pitido agudo y muy desagradable si saltan nombres acabados con la vocal "u", como Trump o Musk. Y una caja fuerte o bloqueadora en la que metes el teléfono móvil, la programas para x horas —en la hoja de prescripciones la doctora ha escrito "mínimo 12 horas"— y ya no la puedes abrir aunque reviente la Tierra. Es decir, que puedo mirar el móvil unos minutos por la mañana y otros antes de apagarlo a la noche.
Además, me ha puesto a dieta de información. Una dieta rigurosa, sin grasas ni toxinas. Ni gota de cerdo, de cerdos sin escrúpulos. Prohibiendo terminantemente los telediarios, los noticiarios, los periódicos, sean en papel o digitales, y los partes de la radio. Ni siquiera unas lonchitas light a base de titulares y fotos. Nada, cero. Adiós a los torreznos y a la morcilla, a los podcasts y a las tertulias de sangre y vísceras. Que bastante tenemos con las transaminasas y la venta de acciones de los multimillonarios con información privilegiada en el Wall Street.
Por supuesto, corte absoluto y radical para bajar el colesterol y los triglicéridos con influencers, youtubers, a cuál más analfabeto, y medios de comunicación basura. Comida basura. Las cloacas de la comunicación, que yo, en mi estado siempre alterado, llamaba anteriormente muladar, albañal y estercolero informativo. Para las redes sociales, las prohibiciones son más contundentes y severas todavía: alejamiento a más de 100 metros del Instagram y desinstalación automática en todos los aparatos de X, Facebook y TikTok.
A cambio de esas restricciones y "pérdidas", estoy obligado a caminar todos los días diez kilómetros por un bosque cercano —un bosque mediterráneo: jarales, encinas, robles melojos y algún quejigo—, cinco al amanecer, con la fresca del sol naciente, y cinco a su caída. Al crepúsculo. Obligado a respirar hondo cada quince minutos, siguiendo unos ejercicios, y a pararme a escuchar el canto de los pájaros. Menudo espectáculo: el alba y el atardecer. Cuando más cantan las aves. Pasados varios meses, ya sé distinguirlos: carboneros con su pechito negro, alcaudones, currucas rabilargas, tizones colirrojos, escribanos y mirlos. ¡La delicia del paraíso! Hace unos días me compré un cuaderno y unos lápices de colores y me he atrevido, emulando a Félix Rodríguez de la Fuente, a pintarlos. Aunque me salen fatal, estoy tan orgulloso de mi cuaderno de campo.
Al acabar los ejercicios de respiración, inspirar/expirar como si me metiera todo el oxígeno de ese bosque, con sus líquenes incluidos, en los pulmones, tengo que repetir con cada expiración las siguientes frases: "No has venido a este mundo a sufrir, sino a ser feliz. Ni vas a acabar tú solo con las injusticias planetarias. No dejes que esos energúmenos te amarguen la vida". Alternando también, con la cita de Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Para finalizar en el último ejercicio aeróbico: "No es tan grave. Son los vaivenes de la caída de un imperio. Date un respiro, Rafael."
Tras el desayuno, la comida y la cena, tomo mi medicación de forma exhaustiva: 100 miligramos, en gotas, de Erik Satie con sus Gymnopédies, envase grande; 250 mg de las Variaciones Goldberg de Bach en grageas de absorción lenta y, ya entrada la noche, incluso metido en la cama, los obligados 125 mg de Arias maravillosas de Haendel, especialmente Alcina, su ópera barroca en formato jarabe.
En ocasiones, sin que se entere mi hija, aumento las dosis prescritas y a media tarde me tomo una infusión de hierbas y piano de Camille Saint-Saëns. Una sola cápsula, masticable, por no abusar de las drogas y las hierbas adormideras, del Cisne, de su Carnaval de los animales.
Cuando se presenta la doctora Larissa, de visita médica domiciliaria con su estetoscopio al cuello y su bata blanca en la que destaca bordado su nombre en azul, siempre me sorprende leyendo. Repanchingado en el sillón orejero de lectura, junto al ventanal que da al jardín, donde está explotando rabiosa la primavera. La más bella forma de rebelarse: los narcisos amarillos, las rosas blancas, las moradas anémonas. El olor de la higuera que ya brota y el de la menta fresca.
Entonces toma el libro de mis manos, escrutando el título: Antología poética de Jaime Sabines. Lo abre por cualquier página y lee en voz alta:
Déjame reposar, aflojar los músculos del corazón y poner a dormitar el alma para poder hablar, para poder recordar estos días, los más largos del tiempo.
Después me lo devuelve, me acaricia la mejilla, me mira a los ojos, sonriendo, mis ojos cansados, acuáticos, y me dice:
– Es verdad, la vida es bella. Y tú... ya estás curado. Curado en primavera.

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