Opinión
Mi viejo

Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
Creo que mi padre ya no es un hombre. No es que él se haya manifestado en sentido contrario, pero he detectado una metamorfosis, una evolución delante de mis ojos, visita a visita. Como quien se encuentra cada par de meses con un bebé y se sorprende con todo lo nuevo que hace y dice, así voy constatando que ese señor que era mi padre va dejando espacio a alguien que se expresa y se mueve de otra manera. Una persona más cariñosa, más cercana, más presente. Quizás mi padre ya es más viejo que hombre.
Y eso que, aunque está más cerca de los 80 que de los 70, no tiene nada que ver con un anciano. Una vida entera de trabajo en el campo ha mimetizado el color y la textura de su piel con la tierra que sigue trabajando, pero también le ha mantenido en forma. Todas las mañanas camina un buen rato, incluso corre algunos tramos a trote cochinero, y no es raro encontrárselo por el pueblo yendo de un lado a otro en bicicleta.
Aparte de un par de accidentes graves de los que salió indemne de manera milagrosa, no ha tenido más sustos que algún corte feo o un pequeño esguince. La única medicación que tiene pautada es una pastilla al día para vigilar la tensión, y aunque últimamente se queja algo de las muelas, conserva la dentadura casi intacta. Desde que se jubiló (aunque los hombres de campo nunca se jubilan del todo) dedica tiempo a su huerto y a ver en la tele todos los westerns habidos y por haber.
A pesar de su evidente buena salud, no se engaña y sabe que no tiene las capacidades de sus treinta años, ni tampoco de sus sesenta. Las carnes se le van retirando y los brazos y piernas son cada vez más flacos. Al cinturón le ha caído algún agujero extra, y hay que hablarle con contundencia para que te escuche a la primera. Sus fuerzas han menguado, sus músculos ya no soportan los capazos llenos de uva o los golpes de azá como antes. Y sin embargo, ahora, cuando nos despedimos, me abraza más fuerte que nunca.
Mi padre y yo no hemos tenido más contacto físico que el de rigor. Como tantos hombres del siglo XX, su manera de cuidar de la familia ha consistido en explotarse de sol a sol sin demasiado espacio para la convivencia. Recuerdo lo que me molestaban sus ronquidos en el sofá cuando aún ni había acabado el telediario, rendido cada noche. Y en los tiempos muertos de esa explotación, lo que hacía un hombre tampoco era estar en casa ni mucho menos participar de sus obligaciones, sino echar la partida o ver el fútbol en el bar.
Por eso estos abrazos recientes huelen a nuevo y a viejo a la vez. A nuevo porque vienen de alguien que ha descubierto que puede estar con los suyos el tiempo que desee, alguien que se ha dado cuenta de que tiene derecho a expresar su cariño, y lo hace sin experiencia pero también sin cortapisas; y a viejo porque desprenden ese olor tan suyo mezcla de campo, piel curtida y espuma de afeitar. El de un cuerpo que ha tardado en permitirse ciertos movimientos, y que ha entendido, quizás, que aunque le quede menos tiempo para todo, para abrazar le sobra.
Mientras tanto yo también voy cumpliendo años, y descubro o me descubren gestos, formas y silencios calcados a las suyos. Hasta en el olor cada vez nos parecemos más. Supongo que él también ve en mí una evolución patente, esa a la que estamos obligados los hijos cuando vamos pasando de cuidados a cuidadores. No sé si él me ve cada vez más hombre, pero quiero pensar que por el camino, entre su generación y la mía, se va quedando esa masculinidad que nos ha mantenido a una distancia prudencial casi toda la vida. Esa frontera invisible que ha alejado a tantos hombres de su propio cariño, al menos hasta que se han hecho viejos.
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