Opinión
¿Cómo vivimos con los hombres?

Por Silvia Nanclares
Escritora
-Actualizado a
¿Cómo vivir ahora con ellos?, se pregunta la filósofa francesa Manon García en su ensayo Vivir con los hombres recién publicado por Akal. Cómo seguir después de los hechos probados que sucedieron en la habitación de matrimonio de los Pelicot, en toda la casa –el extremo de los abusos a su hija, Caroline Darian, no ha sido aún juzgado–, de Mazan, lugar de encuentro de multitud de hombres convocados on line por Dominique Pelicot para violar a su propia mujer. En una anodina habitación de matrimonio de un barrio acomodado, con portarretratos de los hijos en la mesilla, Gisele roncaba sonoramente mientras era violada. Todo son detalles escalofriantes, no por lo macabro si no por lo reconocible, por lo cotidiano, en este “caso”, que es más bien, según García, un síntoma. No hay monstruo de Mazan: hay normalización de la violencia y de la misoginia en la masculinidad de Mazan, como podría haberla habido en cualquier barrio de cualquier pequeño pueblo cercano a cualquier ciudad del mundo. Aquí no hay capítulo de true crime posible, aquí hay una escaleta para un documental sobre el patriarcado.
En su crónica del juicio, yendo más allá de una mirada antipunitivista, Manon sostiene que el sistema judicial se queda corto para reparar el daño perpetrado contra Giselle Pelicot. En el juicio, que la filósofa cubrió con el fin de escribir este ensayo, muchos acusados fueron presentados, por ellos mismos, por la defensa, y en ocasiones por sus propias familias o colegas de trabajo, como hombres funcionales, cuando no intachables, y amantísimos padres de familia. Si sus condenas penales caen en tal contexto de reconocimiento social, los años de cárcel no transformarán nada en lo profundo. La tela verde que cubre el andamiaje de la cultura de la violación –todo ese constructo social y moral que sustenta en última instancia el patriarcado– no será ni acariciado por el viento. El andamiaje que le permitió a Dominique Pelicot sentirse con la potestad e impunidad de orquestar una red de violaciones secretas bajo la sumisión química de su mujer seguirá incólume. Cuando Dominique lanzó la caña en la web que creó a tal efecto –coco.fr–, lo hizo porque sabía que su modelo de negocio, esto es, ofrecer compartir el sometimiento sexual –no vale sacar aquí interesadamente la carta del BDSM ni tampoco la de la parafilia, nos alerta Manon– sobre su mujer, tendría demanda en el mercado de la masculinidad. Algunos acusados alegaron –y tal vez sigan creyendo– que, pese a los sonoros ronquidos, creían que ella consentía. O que si Dominique disponía, disponía Gisele. La todavía arraigada –por haber sido jurídicamente desmentida hace no tanto– creencia de la posesión del marido sobre la mujer no es más que otro de los pilares que sujeta ese atávico andamiaje.
En los mismos días en que ando leyendo el ensayo saltan las denuncias que han obligado a Facebook a cerrar un numeroso grupo que compartía mensajes donde muchos, pero muchos tipos, compartían imágenes de sus mujeres tomadas sin su consentimiento, muchas de ellas mientras dormían. Recordemos que, según nos cuenta la película La red social y quedó probado en una de las comparecencias de Zuckerberg en el Congreso de los EE. UU., la primera idea de Facebook nació como un catálogo de fichas con fotos (sacadas ilegalmente de los anuarios de Harvard) donde puntuar el atractivo físico de las compñaeras de college del creador de esta red. Cómo vivir con ellos sabiéndonos potencialmente espiadas por ellos. Susceptibles de ser drogadas, engañadas, violadas en nuestra propia casa. Una de las cuestiones más espeluznantes de la violencia machista es que las víctimas son asesinadas, violentadas o violadas en los espacios presuntamente más seguros para ellas: sus propias casas familiares. ¿Es entonces la familia patriarcal heterosexual un espacio peligroso para nosotras? ¿Cómo vivimos entonces con esa certeza, con esa posibilidad, con esa sospecha?
¿Por qué no pensar entonces que mi pareja está enviando imágenes mías si como hombre comparte rasgos, normas sociales, con toda aquella banda de hombres que han sido “pillados” en Facebook o en Mazan? ¿Por qué descartar que un día me drogrará para poder violarme en grupo? ¿Por qué no pensar que matará un día a mis hijos para castigarme? ¿O que me hablará mal, que se reirá de mí delante de nuestros amigos, que me puteará con los turnos o el silencio en una supuesta custodia compartida? ¿Por qué hemos de confiar ciegamente en que a nosotras no nos pasará? ¿De dónde sacamos esa confianza en el buen trato cuando jugamos en un sistema relacional desalineado de entrada? Una de las líneas más interesantes que lanza Manon, en la línea del lema que la vergüenza cambie de bando que Giselle ha tomado por bandera, es ponerles a los hombres la tarea clave por hacer en sus bandejas de entrada. ¿Cómo sería un mundo donde los hombres nos quisiesen más?, se pregunta, dándole la respuesta a la cita de Marguerite Duras que abre el libro: Hay que amar mucho a los hombres. (...) Amarlos por amarlos. Sin esto, no es posible, no podemos aguantarlos. ¿Cómo sería un mundo donde los hombres nos amaran por amarnos –no en tanto que mujeres–? No solo esforzándose para tratarnos como iguales si no amándonos como personas. ¿Cómo sería vivir con ellos con todas esas violencias que propicia el escenario patriarcal de la dominación puestas en jaque? ¿Qué vais a hacer vosotros –y no apelo a ti, a tu individualidad, si no a tu masculinidad, a ese código social y moral que te hace reconocerte como hombre–, para que podamos vivir con vosotros después de saber lo que sabemos?
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