Opinión
Lo que ilumina un apagón

Por Guillermo Zapata
Escritor y guionista
Hace unos meses se rompió una bajante en el bloque donde vivo. A las dos de la madrugada, una vecina empezó a llamar a las puertas porque bajaba agua por las escaleras y estaba inundando su piso. Inmediatamente, el conjunto de vecinos y vecinas del bloque nos pusimos a investigar. Encontramos que el foco de entrada de agua estaba en la cocina de una vecina mayor que vivía sola. Su casa estaba totalmente inundada y el agua nos llegaba hasta el tobillo. Cogimos enseres de limpieza de nuestras casas y nos pusimos a limpiar la suya una vez que encontramos la forma de cortar la general del edificio. Fueron horas de trabajo hasta dejar la casa razonablemente decente. Un par de días después, la situación estaba más o menos arreglada.
Durante el incidente, la solidaridad vecinal brotó con una espontaneidad natural, nos intercambiamos teléfonos, conocimos nuestros nombres, nos ayudamos. Cuando volvió la vida cotidiana, volvimos a nuestros quehaceres. Esos quehaceres incluían saludarnos elegantemente por la calle, y ayudar con las bolsas… Y ya. No se forjó esa noche una nueva forma de socialidad, pero tampoco la necesitamos. Lo que sí necesitamos, el apoyo mutuo en momentos de crisis, lo tuvimos de sobra.
Desde ese día pienso mucho en ciertas lecturas románticas que se dan como explicación a los vínculos que nos damos durante las emergencias. Esos vínculos, que son fundamentales, no señalan para mí una ventana a un mundo “mejor”, sino la plasmación de que ese mundo ya late aquí. Y no late oculto en una normalidad opresiva que no deje que se desarrolle, sino más bien como freno de mano o herramienta de emergencia cuando dicha normalidad se interrumpe.
El pasado lunes, durante el apagón, hablé más con mis vecinos que en los últimos meses, pero lo hice porque necesitaba hacerlo. Necesitaba ayuda, orientación e información. Cuando dejé de necesitarla, volví a mi vida cotidiana. No me parece que haya nada de egoísta en esto, el resto de mis vecinos hicieron lo mismo porque sabían que ya no necesitaban ese tipo de vínculo, pero que estaba ahí, disponible.
El comportamiento cívico de la sociedad española durante el apagón desvela, en todo caso, la confianza suficiente en que se arreglaría pronto para no perder la calma al respecto.
La mañana del apagón se interrumpieron cuatro cosas. Se interrumpió la normalidad energética, se interrumpió la normalidad institucional, se interrumpió la normalidad comunicativa y se interrumpió la normalidad laboral.
Las cuatro funcionan como un receptáculo de una normalidad general, como una matrioska interconectada. La más básica, la central de todas ellas, fue la energética. Sin esa interrupción no se habría producido ninguna de las otras, ni habría habido un cambio tan profundo en nuestra vida cotidiana. Seguramente sea la más importante. Por ese motivo se habla hoy de la necesidad de que las instituciones públicas tengan más control sobre el mercado eléctrico y sus infraestructuras. Porque es un elemento estratégico de nuestra normalidad.
La segunda, la institucional, tuvo un parón parcial, relativo. De hecho, gracias a su funcionamiento parcial y relativo, la crisis estuvo muy acotada en el tiempo y permitió parte de esa sensación de confianza, relax y por tanto, liberación. Todo eso fue gracias a los servicios públicos. Servicios de emergencia, bomberos, Policía, de la capacidad de resiliencia de nuestro sistema sanitario y de unas comunidades educativas que mantuvieron los centros educativos abiertos, junto a la capacidad de recuperar el sistema eléctrico (para lo que hizo falta un enorme esfuerzo institucional).
No funcionó de la misma forma en los transportes, que seguramente fueron el mayor motivo de estrés, especialmente para las clases más bajas, que son quienes más utilizan el transporte público.
La interrupción comunicativa nos devolvió a un mundo que muchos no han conocido nunca, el anterior a las redes. Hay quien ha hecho de esto el gran acontecimiento del apagón y la gran causa de esa especie de socialidad más auténtica que la socialidad digital. No creo que la cuestión tenga nada que ver con eso. La necesidad de recuperar la conexión era la necesidad de conocer cómo estaban nuestros auténticos seres queridos, no las comunidades de emergencia surgidas de la crisis, sino quienes realmente forman nuestra comunidad y con quienes mantenemos vínculos que son, en buena medida, digitales. Pero también fue un momento de centralización absoluta de la comunicación a través de la radio. La radio informaba “con una sola voz” (por más que estuviera formada de distintas voces con visiones distintas de lo sucedido), la autoridad distribuida de internet se centralizó por completo. Por eso el Gobierno pudo controlar la narrativa de los hechos. Fue un día menos democrático y plural, pero también menos cargado de ruido, rumores, bulos, etc.
Y por último, claro, se paralizó la normalidad laboral, que creo que fue el auténtico motor de la liberación masiva de tiempo libre. Un tiempo libre que era más tranquilo y menos angustiado cuanto más se podía confiar en los otros elementos. Si tenías información, si tenías confianza en la vuelta temprana del apagón, si tenías la posibilidad de llegar a casa de una manera sencilla o de permanecer en la calle, bajo esas circunstancias, la interrupción de la normalidad laboral fue, sin duda, el elemento más gozoso de la jornada.
Porque quizás es el trabajo y las formas de explotación cotidianas las que de una manera más clara y profunda, mucho más que los servicios públicos, muchos más que las redes sociales, muchos más que las comunidades afectivas elegidas o eventuales, lo que define la cotidianidad y la normalidad para el conjunto de la sociedad.
Por eso días después, el Primero de Mayo, se reivindicaba la reducción de la jornada laboral: para institucionalizar la liberación de ese tiempo con la garantía de que todo lo demás que hay alrededor del mismo no está en crisis.
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