Opinión
Lobos gigantes

Por Pablo Batalla
Periodista
Parece que al final era una bola, pero la compañía biotecnológica Colossal presumía de haber resucitado a los lobos gigantes de la antigüedad gracias a la edición genética. "Después de una ausencia de más de 10.000 años, nuestro equipo se enorgullece de devolver al lobo gigante al lugar que le corresponde en el ecosistema", proclamaban. Otros andan intentando resucitar el mamut. Y uno se para a pensar en que nadie se pone nunca a resucitar el mirlo jurásico o la trucha asalmonada del Cretácico, ni a las moscas y lagartijas antediluvianas atrapadas en las piedras de ámbar del Báltico. Por lo que sea, siempre bichejos que podrían ser símbolo de un gimnasio de barrabravas o de un tabor de la Wehrmacht. Por lo que sea, cuando se sueña con revertir la flecha cronológica de la paleontología, nadie piensa nunca en lo pequeño y lo amable, sino en bestias grandiosas o agresivas, cazadoras o que en aquellos remotos días fuera gesta arriesgada de hombres que cazan.
Cuando una larga era de paz harta a la humanidad, y en el subsuelo del tiempo empieza a arreciar un sordo anhelo de violencia, de regreso a la dialéctica de los puños y las pistolas, al principio hay señales que pueden parecer muy tontas. A finales del siglo XIX y principios del XX, los años anteriores a la Gran Guerra, algunos comentaristas señalaban por ejemplo cómo entre los hombres jóvenes se había puesto de moda el dejarse barba, algo que había rehuido la muy rasurada generación anterior. Eso era una señal: la barba, conscientemente o no, era un reclamo de revirilización, de traer de vuelta a la adocenada Europa el expeditivo vigor de los exploradores, los balleneros, gente así, demasiado ocupada arponeando a Moby Dick para pararse a afeitarse. Por sí solas aquellas barbas no significaban, no hubieran significado nada, no hubieran sido señal de nada, pero había otras. Las había, por ejemplo, en el arte. Todos aquellos cuadros de leones devorando antílopes, de escenas salvajes, todas aquellas vanguardias convulsivas, el fovismo y así (fovismo venía de fauves, bestias), la fascinación de Picasso y otros por la brutal sencillez de las máscaras africanas y el arte prehistórico, etcétera. La era pedía marcha y miraba, nerviosa, a sus afueras y a su pasado lejano, parajes sin melindres, eones varoniles, edades de piedra.
En internet y las redes nos topamos hoy con memes que, por ejemplo, oponen dos columnas, la primera de las cuales contiene las imágenes de "aquello para lo que te crearon", y son señores pilotando barcos vikingos, cazando mamuts, cosas así, y la segunda las de "lo que tienes", y es un estresado oficinista rellenando hojas de Excel y otras grises actividades por el estilo. Los comparte con entusiasmo gente que, en la era de los vikingos, lo más probable es que de los drakkars no hubiera sido el conductor, sino un machacado galeote abrasado de latigazos, que sin duda preferiría presentar trimestrales en el siglo XXI. Pero funciona. Desde la ironía, pero lo hace, porque la ironía es muy poderosa, un envoltorio que nos permite profesar públicamente aquellas cosas inconfesables que anidan en nuestro fondo y no seríamos capaces de reconocer en serio. Una amiga profesora de secundaria en Alemania me cuenta el problema que tienen allá con los nazis irónicos. Los nazis literales son muy pocos, prácticamente no existen, pero sí proliferan los irónicos. Pero todos dibujan las mismas esvásticas en la madera de los pupitres. Yo le recordaba aquel titular glorioso de El Mundo Today: "Un millón de hipsters votarán al PP desde la ironía".
Hay incluso un arquetipo consolidado: Kevin el nazi. En todas las clases hay uno, me cuenta mi amiga. Y yo supongo que a todos les hace mucha ilusión la resurrección de los lobos gigantes. Lo que nunca se piensa en estas épocas de hastío pacifista y ganas de mandanga es que los lobos gigantes acaban devorando también a aquellos que los resucitaron.
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