Opinión
Se puede vivir sin saber quién eres
Por Leonor Cervantes
Graduada en Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares
Siempre quise llamarme Leonor. Puede parecer una aspiración un tanto excéntrica pero, si tenemos en cuenta que este es el nombre que me pusieron mis padres, es un sueño bastante asequible. “Leonor”. Es sonoro y solemne, algo así me gustaría ser a mí. Aunque quizás, precisamente por esto, crecí pensando que me quedaba grande mi propio nombre. No es fácil rellenar un Leonor, así que preferí utilizar mi diminutivo. Me sentía más cómoda revoloteando entre tres letritas y un hiato. “Encantada, yo soy Leo”, no hay punto de comparación. Es una presentación alegre, manejable y absolutamente asumible para el metro cincuenta y nueve que lo pronuncia. Se presta también al chiste malo, “¿Sí? Yo soy Sagitario” y desde ahí ya rueda sola una conversación apacible. Una Leo no amedrenta a nadie, una Leonor quizás.
Hace unos meses todo cambió. Llegué a un nuevo trabajo y no corregí a mis compañeros cuando me llamaron tal y como estaba escrito, tal y como me bautizaron, con todas las letras del Leonor. No concedí la docilidad del mote. Estaba preparada para encarnar todo lo impetuoso de mi nombre. Podemos datar aquí el fin del desarrollo de mi corteza prefrontal. Este gesto es la prueba de que, efectivamente, esta semana cumpliré veinticinco años.
Fue precisamente buscando en Internet un local para celebrar mi cumpleaños cuando me topé con una nueva confesión digital. Tiktoks, reels y tweets donde gente de mi edad hablaba de “la crisis de los 25”. Jóvenes perdidos que al llegar a esta edad sienten con más urgencia que nunca la presión por saber Quiénes Son, Qué Les Gusta o Cómo Encaminar Su Vida. No les juzgo, a mí también me angustian esas preguntas. Aunque, eso sí, creer que el primer contacto con la identidad, las responsabilidades y el mundo laboral llega al terminar la universidad me parece lo mismo que pensar que en Madrid nadie es de Madrid: Una idea de pijo que no ha salido de la M30.
Yo también me sepulto preguntándome quién soy. Lo hago con especial saña cuando me olfateo intentando encontrar, de una vez, mi vocación. Me moriré sin saber qué se responde cuando te preguntan qué quieres ser de mayor. Escribo porque, de entre todas las cosas que se pueden hacer por dinero, juntar letras es la que menos me desagrada. Diría, incluso, que me gusta. Pero podría vivir sin hacerlo. Envidio a toda la gente que gana premios y en sus discursos, entre lágrimas, reivindica que ese siempre había sido su sueño. Celebran condecoraciones como quien atina en una diana: la dificultad nunca estuvo en establecer una meta, sino en alcanzarla. Parece como si en realidad les premiaran por haber sido pacientes. No sé qué galardón me podrían dar a mí, pero creo que sería fácilmente intercambiable por cualquier otro.
Me gustan muchas cosas y no me apasiona ninguna. Hubiera sido un perfecto hombre del renacimiento, pero en la era de la especialización yo me he quedado coja. Me hace gracia cuando en los documentales sobre artistas aparecen vídeos de ellos canturreando cuando era niños. El archivo familiar se torna profético. Esos vídeos, que se parecen a los que tenemos el resto de mortales que también fuimos grabados por nuestros padres, son de repente una señal de lo que estaba por venir. Ahora podemos interpretarlos como es debido en vez de dejarlos coger polvo en una caja, que es lo que nos ha pasado a los demás niños prodigios domésticos. La pregunta por la pasión parece remitir siempre a algo primario, tan indudable como innegable. No puede educarse ni inducirse, mucho menos construirse. Cuando no tienes nada que te corra por las venas con tanto ahínco, pasas a formar parte de mi equipo: el de los desorientados. Nuestro rasgo más genuino es estar perdido.
Este camino hacia la identidad puede ser hostil, más para una sinvocación como yo. Pero lo escojo por encima de otros. Prefiero definirme por lo que hago antes de que por lo que soy. Me niego a hipostasiar una idea de mí misma. Me pregunto si esta crisis de personalidad de la que habla la generación zeta tendrá algo que ver con que no paremos de mamar discursos en redes sociales (y cada vez más fuera de ellas) que nos animan continuamente a conocernos a nosotros mismos.
Mi generación, que salió de la pandemia prácticamente a la vez que de la adolescencia, ha sido pionera en reivindicar la importancia de la salud mental. Esto es un logro. Las consultas psicológicas no dejan de aumentar y con ello en bienestar de muchas personas que lo necesitan. Pero cualquier fenómeno al volverse popular se transforma también en vaporoso, y resulta más fácil que se cuelen en él discursos y objetivos que no eran los planteados en un inicio.
El lenguaje terapéutico se ha convertido en el nuevo anglicismo. Aquí todo Dios te cuela en una frase la palabra “límites”, “autocuidado”, “priorizarse” o los distintos tipos de apego. La gente está todo el día gestionando cosas y el pilar de cualquier relación parece ser la comunicación. A este paso nos sustituirá la IA, no hace falta, ya estamos hablando todos igual desde hace años. El denominador común de todos estos términos es que hablan desde un Yo, para un Yo y pasando, también, por un Yo. Al margen de que acabaremos todos completamente intolerantes pero con un máster en poner límites, no me sorprende que nos sintamos perdidos si para socializar tenemos que tener tan en cuenta quiénes somos y qué necesitamos.
Últimamente la regla para relacionarte es venir con los deberes hechos de casa. Ten claro lo que buscas en los demás. No dejes de lado tus prioridades. Quiérete a ti misma. Todos son mantras tremendamente egocéntricos pero, sobre todo, son eslóganes que te obligan a tenerte demasiado estudiada. Yo no sé quién soy ni qué quiero en todo momento, y me niego a ponerle solución a eso. Sobre todo porque creo que, intentarlo, es subirse en un cercanías directo a la angustia.
Cuando todo se redirige al agujero negro que es una misma lo raro es no consumirse. Una conversación con una es un pozo sin fondo en el que siempre puedes colgarte de una liana más. Nadie te sacará de esa jungla. No tiene final porque no hay otro interlocutor que cuelgue el teléfono porque tiene cosas que hacer. Siempre puedes quedarte un ratito más contigo. Puedes inspeccionarte un poco más. Si te esfuerzas, cada día puedes encontrarte una peca nueva. Cuando llega Fin de Año no siento admiración por los que se hacen listas con más de cinco propósitos. No valoro su fuerza de voluntad. Me quedo aterrorizada pensando cuál es el ritmo de diálogo interno que maneja un ser humano para conocer tantas cosas de sí mismo que quiera cambiar.
Si echo la vista atrás, ajustarme a una supuesta identidad no me ha llevado a lugares especialmente memorables. Cada vez que me he esforzado por definir quien era he terminado encerrándome en una jaula de oro. No hay nada más difícil que conseguir que tus padres actualicen la imagen que tienen de ti. Mi madre siempre ha pensado que soy hipocondríaca porque de niña quería que me llevara al médico a la mínima molestia. Ya no soy nada alarmista con las enfermedades, pero mi madre sigue convencida de lo contrario. Tanto que cuando tuve sospechas de padecer el covid no me creyó hasta que lamí un limón en su cara sin cambiar ni una mueca. Abrazar demasiado tu personaje se parece a convertirte en tu propio padre. No saber quién eres puede ser asfixiante, pero no permitirte cambiar la idea que tienes de ti misma lo es mucho más.
Este sábado cumpliré veinticinco años. Volveré a tener nuevos trabajos y me sentiré un poco impostora en todos. Algunos días pensaré que soy mejor amiga que novia y otros que soy mejor hermana que hija. No encontraré nada que me guste tanto como estar en la playa y maldeciré que ser playera no pueda ser un oficio. Me desenvolveré digna en las desgracias y seguiré creciéndome en las adversidades, pero desmoronándome en la cotidianidad. Pasarán los meses y en Marzo seré menos lúcida que en Agosto, aunque nunca estaré tan torpe como en Enero. O no. Puede que cumpla veinticinco años y me convierta en una hija ejemplar, amante del horario del invierno y con una carrera prometedora en la ingeniería de software. Quién sabe. Este año, cuando sople las velas, pediré no reconocerme.
Comentarios de nuestros socias/os
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros socias y socios, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.