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La ruleta inglesa

El primer ministro británico, David Cameron. - REUTERS

ALEJANDRO LIRA

LONDRES.- Los pueblos cuya historia se pierde en los vericuetos del anonimato, el expolio, el mal hado y la traición, nunca pueden darse el lujo de asomarse a los abismos de la incertidumbre y entonces elucubrar sobre si tras saltar al vacío todo lo que venga y ocurra, será mejor que todo lo ya ocurrido. Para ellos, el momento en que la adrenalina y el cortisol inundan la corriente sanguínea no precisa de ninguna cita en el calendario no es necesario haber comprado antes equipos y trajes especiales, ni haberse desplazado cientos de kilómetros, para llegar al encuentro donde la vida pone su continuidad en duda. Para estos pueblos, que Oxfam señala ser la mitad de la población mundial, la vida en sí misma es un cotidiano oficio y deporte de alto riesgo, y la seguridad sobre el futuro es un limbo que se explora en dosis de 24 horas.

Pero a los ingleses, desde los tiempos de Shakespeare, siempre les ha podido más la sombra de la historia y el sentido teatral de la vida. Con estos elementos detrás de bastidores han sido convocados a un nuevo dilema/referéndum hamletiano: “Ser o no ser europeos; estar en Europa o salirse de ella”. Ésa es la cuestión fundamental durante estas horas.

La trama poco a poco se ha ido enturbiando con muchos asuntos: independencia, democracia, bienestar, inmigrantes. Y sus opuestos: dependencia, tiranía, pobreza y purismo racial. Todos ellos cabrían perfectamente en un montaje teatral cuya resolución, en cualquier sentido, dejaría a los espectadores en estado contemplativo, que se desvanecería a poco de terminado el último acto. Pero el referéndum no es un acto de ficción, la teatralidad ha salido a la calle y ya se ha cobrado un muerto: la parlamentaria laborista Jo Cox, asesinada a manos de un terrorista de inspiración ultranacionalista, que conjuró su crimen al grito de: “¡Inglaterra, primero!”

Lo cierto es que el referéndum, que de teatro tiene mucho, tiene aún mayores implicaciones en la vida real de las que pudo suponerse al momento de gestarse su convocatoria. Por un lado ha sido una enorme vitrina para resaltar todas las inconsistencias de la Unión Europea, entidad capturada por un club de banqueros, a cuya cabeza se encuentra nada menos que Jean-Claude Junker, un especialista de la evasión fiscal, y la corte de burócratas que ha impuesto la austeridad en los países de la UE y el secretismo en los acuerdos de libre comercio, para favorecer a las grandes corporaciones. Pero por otro lado ha hecho evidente la enorme interdependencia económica entre el Reino Unido y sus pares de la Unión Europea: Europa es el principal mercado de las exportaciones de Reino Unido, le exporta cinco veces lo que le vende a India, China, Brasil y Rusia juntos. Londres y la City londinense son el principal centro de la industria financiera mundial, donde tienen su sede cientos de miles de empresas privadas extranjeras. Y todo esto por la vinculación que tiene Reino Unido con Europa y con el mundo. Roto este vínculo, el futuro de la City (25% del PBI británico) es poco menos que lúgubre y su repercusión en la economía mundial, solamente predecible ─si acaso─, en los parámetros de la matemática del caos.

El líder del eurófobo Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP), Nigel Farage. - REUTERS

El líder del eurófobo Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP), Nigel Farage. - REUTERS

Tan impredecible es el panorama si el Brexit obtiene la mayoría, que el propio gestor del referéndum, David Cameron, ha salido a fajarse por la opción Remain (quedarse en la UE), a pesar de tener a buena parte del Partido Conservador en su contra y afilando los cuchillos para quitarle la jefatura de Gobierno, sea cual sea el resultado del referéndum. El Partido Laborista, con ciertas reservas, rechaza la opción del Brexit y la izquierda no parlamentaria está divida: la mayoría apoyando el Remain y una minoría haciendo malabares verbales para explicar el insólito matrimonio que mantiene con el neofacismo de UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido).

Entrar a analizar al detalle los argumentos en pro y en contra de cada opción resulta un ejercicio inútil a estas alturas. Tan inútil que prominentes políticos de la derecha han renunciado a refutar los argumentos de sus propios especialistas jurídicos, financieros y económicos: “Ya está bien de tanta información especializada; lo que vale es lo evidente…”. Y tienen toda la razón, porque lo evidente no hay que buscarlo en la argumentación sobre la situación actual, sino en la conducta nostálgica colonial de las élites y el sentimiento ─aún existente en muchos miembros de la clase trabajadora británica─ de ser súbditos imperiales. Lo único malo y perverso para ellos es que el imperio ya no existe. Y lo que hay es un choque entre el pensamiento imperial y la modernidad; entre la Inglaterra provinciana, rural y la Inglaterra cosmopolita y multicultural.

“¡Que me devuelvan mi país!”, resume, mejor que cualquier elaborado argumento, el leitmotiv de la campaña por el Brexit. Ahora bien, saber en qué país se convertiría Reino Unido es un tema incierto: ¿El país del apogeo del imperio británico, previo a la primera y segunda guerra mundiales? ¿El país de Margaret Thatcher que se embarcó rumbo al pasado para “recuperar” las lejanas Falklands/Malvinas? 

De ganar el Brexit el añorado país que viene ni siquiera tiene sitio en la utopía, sino en un auténtico limbo jurídico, comercial y financiero. Vistas así las cosas, el referéndum, por más democrático que parezca, no puede evitar parecer también un juego, una simple apuesta, una ruleta inglesa que están jugando las élites británicas con la nostalgia. El capitalismo del siglo XXI ha desarrollado la producción de bienes materiales, servicios y tecnología a niveles exponenciales. El problema es que sus élites no pueden despegarse del Medievo. Hoy como ayer, y muy al dramatismo de Shakespeare en la tragedia Ricardo III, las élites inglesas son capaces de ofrecer su Reino/Mercado a cambio de un caballo/orgullo donde cabalgar fantasiosamente la nostalgia del esplendor pasado.

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