Opinión
USA: la represión ya no es una amenaza

Por Marta Nebot
Periodista
Campus de la Universidad de Cornell, Ithaca, Nueva York, Estados Unidos. Una clase, en una de sus facultades, se reúne con Martín Caparrós, profesor invitado. La inmensa mayoría le escucha con avidez. Le cuestionan sobre el activismo de los 70 que el maestro vivió y retrató ampliamente, comparado con el activismo del siglo XXI. Se preguntan qué le está faltando a la izquierda, por qué la iniciativa viene de la derecha que solo ofrece vueltas al pasado, quieren saber de dónde vendrá la esperanza... Caparrós tampoco sabe pero afirma que se necesita una idea faro —que de momento no tenemos—, "un proyecto de futuro que nos dé ganas de construirlo".
Cornell es miembro de la Ivy League, en la que se agrupan las ocho universidades más clásicas de Estados Unidos. Su tasa de admisión es del 6% de las solicitudes; la de Harvard, la más solicitada, es del 2%. Como las demás, ya sufre los recortes de la Administración Trump y las consecuencias inmediatas de sus políticas. Cada año estudian aquí unos 30.000 alumnos. Éste, el 26% son extranjeros de 131 países con visas de estudiantes. Pero no están repartidos equitativamente. Hay facultades en las que llegan a ser el 70% y sus contribuciones —el precio del año de estudios, salvo para los becados, no baja de los 80.000 dólares— son sustanciales para la viabilidad de cada curso académico. ¿Cuántos querrán venir el año que viene sabiendo que pueden deportarlos por nimiedades o arbitrariedades en cualquier momento? ¿Cómo cambiará la diversidad y la apertura a los mejores del mundo desde los orígenes de Cornell, en 1865, de la que presume con su lema: "Nuestra diversidad es nuestra fortaleza"?
Hablando de activismo, la cuestión surge sola. "Aquí la mayoría están centrados en conseguir el mejor expediente académico que les abra las puertas a una carrera", dice una chica morena de larga melena con rasgos asiáticos que habla inglés a toda velocidad y da la cuestión por zanjada. La mayoría asiente sin mover un músculo ni pestañear. Silencio. Ha pasado un ángel o algo. El tiempo se ha detenido en un lugar en el que nunca se detiene nada. El campus es enorme y vayas donde vayas siempre se ven filas de universitarios que caminan y caminan por sus senderos, entre edificios que mal imitan Hogwarts (el colegio de Harry Potter), con sus cascos y sus mochilas, como en un enorme hormiguero en el que todo el mundo sabe a dónde va.
Entonces otra chica morena con pinta de latina, que resultó ser hija de inmigrantes alemanes, dice casi en voz baja: "Bueno, es que muchos estamos expedientados. Todos los que participamos en las movilizaciones del año pasado por Gaza tenemos abiertos expedientes de expulsión que solo nos permiten estar en el campus para ir a clase y a trabajar. El resto del tiempo tenemos que estar en nuestra habitación".
Y entonces, el tiempo se paró más.
Martín y yo nos miramos. En este viaje le acompaño. Sabíamos de la presión sobre las autoridades académicas, acabábamos de descubrir que las autoridades académicas, a su vez, tienen a los estudiantes amordazados.
Abordo a la chica en prisión domiciliaria a la salida y le pregunto por su caso: se la culpa de haber gritado durante seis segundos que lo que estaba haciendo Netanyahu era de "el peor antisemita". Lo gritó porque cree que lo que hace no representa al pueblo judío al que perjudica.
Nos despedimos asegurando el anonimato de todos.
El silencio no era un ángel, era miedo.
En Cornell el año pasado hubo un campamento, como en otras universidades de Estados Unidos, como protesta por el apoyo del Gobierno de Estados Unidos al israelí que estaba y sigue masacrando Gaza. Hicieron alguna pintada, interrumpieron un acto que pretendía reclutar profesionales para la industria armamentística israelí solo con gritos. No quemaron ningún contenedor. No rompieron ningún cristal. Sin embargo, todos los involucrados de un modo u otro sufrieron cárcel, expulsión y/o estos expedientes abiertos de autoarresto sin fecha que les mantienen con la boca más que cerrada. Además, los profesores recibieron un protocolo nuevo que les exige no hablar con los alumnos de absolutamente nada fuera de su plan de estudios y tuvieron que lidiar con policías que iban a sus clases pretendiendo que identificaran a quienes iban a detener o deportar. El 10% del profesorado y del personal es extranjero también, dependiente de sus visas en muchos casos como el resto. Cerca del 60% son interinos sin plaza consolidada pendientes de renovaciones que pueden o no llegar. Así que llevan más de un año midiendo más cada palabra, temiendo que algún estudiante pueda grabar alguna inconveniencia para las precavidas autoridades de la universidad.
"No es que hayan prohibido las manifestaciones, es que las han reglamentado mucho más de lo que estaban y ¿quién va a firmar los formularios?", nos contó otra estudiante que pasó una semana en prisión después de las protestas.
Lo cierto es que en este momento la única acción activista que hay en todo el campus es una instalación consistente en unas mil banderitas blancas pinchadas en un gran césped en homenaje a las víctimas del Holocausto.
La universidad sobreactúa, dicen muchos.
Sobreactuando o solo actuando, lo cierto es que en estas tierras ancestrales de los indígenas cayuga, donde se fundó hace siglo y medio esta universidad pionera en conquistas sociales, las autoridades víctimas de las presiones y de los recortes de financiación de la administración Trump se han convertido en victimarios de sus profesores y estudiantes: esta universidad de élite ha cancelado de facto la libertad de expresión, ha anulado uno de los derechos fundamentales de la democracia que presuntamente enseña. Aquí la democracia ya ha claudicado.
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