Este artículo se publicó hace 4 años.
El 'asalto' a la Cárcel Vieja de Murcia, un linchamiento popular contra los golpistas del 36 que la dictadura vengó de forma sangrienta
Los sucesos que se desencadenaron el 13 de septiembre de 1936 contra los conspiradores del golpe de Estado pasaron al relato oficial como uno de los paradigmas esenciales del terror rojo en la provincia. Una reciente investigación arroja luz sobre la otra cara de la realidad, siempre ocultada, y da cifras, hasta ahora inéditas, de la represión franquista en un proceso judicial lleno de irregularidades y contradicciones con el único afán de imponer un castigo ejemplar y rápido.
Loreto Mármol
-Actualizado a
El sonido ronco de las caracolas, que unas veces avisaba de las riadas y otras llamaba a concentrarse en protestas, atruena cada rincón de la remota huerta y estremece la madrugada del 13 de septiembre de 1936. Un reguero de gente se dirige a la Prisión Provincial de Murcia, donde una multitud ya se agolpa a sus puertas.
El descontento popular va en aumento. La explotación laboral, a la orden del día, y una miseria galopante que no es por designio divino se suman a la llegada de la primera ola de refugiados, sobre todo niños huérfanos, mujeres y ancianos. Se habla de las atrocidades en Granada, las masacres en Badajoz, y se empieza a tomar conciencia de que más que una sublevación es una guerra.
"La ira se dirige hacia los que están en la cárcel", comenta el investigador Floren Dimas, de la Asociación Archivo, Guerra y Exilio. En concreto, hacia los 24 detenidos acusados de la trama civil del golpe de Estado en Murcia, de los que 14 fueron condenados a 305 años de prisión en total. Los otros diez fueron sancionados con la pena de muerte.
"Algunos eran peces gordos, personas conocidas y con mucha influencia, de poderosas familias de la burguesía, la oligarquía y el caciquismo murciano", prosigue. Los manifestantes temían que los reos fueran indultados, porque, además, "las últimas sentencias, dictadas por jurados designados por los grupos políticos, por lo general muy conservadores, estaban siendo benignas; se estaban imponiendo penas menores que con la ley en la mano debían ser penas de muerte", apunta.
De hecho, "algunos periódicos habían publicado el aplazamiento de la sentencia hasta que fuera confirmada por el Gobierno de la República, y se rumoreaba que el indulto era factible, ya que Mariano Ruiz-Funes, ministro de Justicia del Gobierno de Francisco Largo Caballero, tenía parentesco con uno de los acusados a muerte", explica el historiador Antonio Martínez Ovejero.
Martínez Ovejero: "Incluso, había milicianos con pistolas"
Ante la posibilidad de una conmutación de las penas, crece la indignación y cada vez se congrega más gente para reclamar una rápida justicia y ejecutoria. "Incluso, había milicianos con pistolas", afirma Martínez Ovejero. "Y hasta mineros dispuestos a volar las puertas", añade Dimas.
La presión es tal que para evitar el asalto a la cárcel y que se produzca un baño de sangre, el director de la prisión acaba autorizando los fusilamientos en los patios de los diez condenados a la pena de muerte, aun habiendo recibido la suspensión de la sentencia por un defecto de forma. "Fueron ejecutados ilegalmente", manifiesta Dimas. Ambos coinciden: "Fue un asesinato".
No solo eso, sino que "esa multitud rabiosa cometió auténticas barbaridades", incide Dimas. La historiadora Carmen González Martínez lo narra así en su libro Guerra Civil en Murcia: un análisis sobre el poder y los comportamientos: "Algunos de los cuerpos fueron profanados y mutilados como si de un macabro ritual de sangre se tratara, y frente al dolor de los familiares de las víctimas aquel mismo día la ciudad siguió inmersa en su Feria de Septiembre con la celebración de una festiva corrida de toros".
Carmen González: "Algunos de los cuerpos fueron profanados y mutilados como si de un macabro ritual de sangre se tratara
Arrastran por la ciudad y cuelgan los cadáveres de Federico Servet, Ángel Romero y Sotero González. El primero era el jefe provincial de la Falange murciana, máximo mártir del franquismo. En palabras de Martínez Ovejero, era "conocido por su dialéctica de puños y pistolas y acumulaba un amplio historial de incendios y asaltos". El fiscal lo había acusado de persuadir y convencer al Ejército para que se alzara en armas contra los poderes legítimos de la República, legalmente establecidos -lo que él llamaba el yugo republicano-, y de imponer por medio de la violencia otro régimen de fuerza, terror y dictadura.
El segundo, médico y presidente de Acción Popular, estaba implicado en aportar sumas importantes de dinero y de utilizar su influencia personal sobre oficiales: "Se presenta ante el tribunal como un palomino blanco; sin embargo, no cabe duda de que prestó toda su colaboración a la gestación de la sublevación en nuestra provincia y es uno de los principales inductores a la rebelión, sobre todo de la Artillería, que cometió la canallesca acción de pasarse al enemigo y abandonar a sus hermanos".
El tercero formaba parte del "clericalismo de la España negra, que tantas veces había prostituido desde el púlpito la palabra sagrada". Los sucesos constituirían "uno de los principales paradigmas del terror y la brutalidad de las hordas rojas en Murcia", concluye Martínez Ovejero. Fue la versión oficial. Cada 13 de septiembre, durante 40 años, se recordó y conmemoró su aniversario, y es el relato dominante hasta hoy.
La venganza y las represalias de la dictadura
Martínez Ovejero lleva diez años investigando y rastreando la larga lista de causas que abordan la represión franquista, unos 14.000 sumarios que los consejos de guerra instruyeron, entre 1939 y 1948, contra 21.452 republicanos (civiles y militares) procesados y condenados en toda la provincia, lo que le permite ver la otra cara, siempre ocultada, de este capítulo, y poner cifras, hasta ahora inéditas, a la venganza.
Las represalias fueron tremendas. Se quiso imponer un castigo aleccionador y rápido con el afán de vengar a Servet, sobre el que habían tejido una leyenda épica. Los suyos hablaban "del mando decidido y ágil del eterno jefe de la Falange de Murcia, entera y altiva", por su "temple heroico en servicio constante y peligroso por la revolución española y falangista". Dimas va más allá: "El objetivo era dar un escarmiento ejemplar; es decir, pegar de una sola tacada un sartenazo a la conciencia de la población de tal magnitud que quedara aterrada".
La causa contra los fusilamientos de los diez conspiradores de la derecha se ramificó en multitud de piezas para implicar al mayor número posible de supuestos autores y cómplices, desde manifestantes que acudieron a las puertas de la cárcel, pasando por los que profanaron los cuerpos de tres de los ejecutados hasta los cómplices (testigos y miembros del Tribunal Popular, el gobernador civil, autoridades locales republicanas que redactaron los informes con los antecedentes políticos de los acusados, miembros de la milicias que los detuvieron y un largo etcétera).
Los documentos y todo el procedimiento describen el deseo de ajusticiar a toda costa: "Los tribunales militares franquistas encausaron y condenaron a 155 republicanos (32 mujeres y 123 hombres) por su participación en la protesta: 76 penas de muerte, 44 fusilados y un total 1.880 años de prisión. La sentencia media de los implicados fue de 19 años de prisión, superior a la del conjunto de los republicanos condenados en el municipio, de 12,5 años", revela Martínez Ovejero.
Fueron los falangistas los que redactaron los informes y los que llevaron a los detenidos a comisaría: "Se creían en el derecho de participar no solo a nivel político sino también policial", continúa. La chapuza jurídica fue tan burda que hasta el auditor militar tuvo que invalidar el proceso cuando ya había condenados a pena de muerte.
"Testigos falsos" y condenas basadas en rumores
Se produjo "una ristra de testigos falsos y testimonios basados en el rumor público, cuestión habitual en los procesos militares franquistas", pero es la primera vez, dice Martínez Ovejero, que ve que el sistema lo anula por las numerosas contradicciones y la calidad de los declarantes. Algunos tenían antecedentes por robo, estafa y proxenetismo y problemas de alcoholismo y salud mental. Eran molestos, en términos de "mala conducta social, moral y religiosa", según los propios criterios del régimen.
A Diego González, testigo estrella del juicio, se le había diagnosticado "esquizofrenia paranoide"
A Diego González Buitrago, falangista, testigo estrella del juicio y activo participante en el señalamiento y detención de los supuestos autores, se le había diagnosticado "síndrome de esquizofrenia paranoide, con ideas delirantes de persecución y de grandeza. Las afirmaciones o negaciones deben ponerse, en todo momento, en tela de juicio: su valor crediticio está, en bloque, considerablemente rebajado por la índole de su enfermedad, y muchas de sus aseveraciones son solo expresión de sus ideas delirantes, las cuales son errores morbosamente originados e incorregibles", indicaba el informe médico.
Según la Falange, era "un individuo de pésimos antecedentes. Desequilibrado mental. Parece ser que últimamente se proponía contraer matrimonio con una prostituta de mucha más edad que él por existir algunas cantidades de dinero de esa mujer o de su familia. Por todos conceptos indeseable".
Para la Guardia Civil, Vicente Martínez Nieva, otro testigo, era "conocido ladrón y pendenciero. En relación con la conducta político-social, antes del Movimiento se dedicaba al robo y al hurto en menor escala, observando una conducta irregular y siempre fuera de la ley, por lo que constantemente frecuentaba la cárcel provincial. Sin embargo, en 1932 parece ser que enmendó su vida, encauzándola por otros derroteros, inscribiéndose desde aquella fecha en Falange y haciendo las elecciones de febrero por las derechas. Respecto a su vida privada, hay que hacer constar que es bastante deficiente por haberse dedicado siempre a vivir de lo ajeno y estar en trato continuo con mujeres públicas".
Martínez Ovejero: "Hay que asumir toda la historia y reconocer los hechos de la memoria democrática y la memoria fascista que encierra la prisión provincial"
A Juan Caravaca Botías lo habían detenido por participar en la manifestación. Sin embargo, ese día estaba internado en el manicomio provincial, "afecto de psicopatías de base esquizoide", constataba el doctor, que añadía que "es capaz de conocer y estimar los hechos, pero por su defecto afectivo puede que actúe apasionadamente y que el valor crediticio de sus afirmaciones o negaciones esté levemente disminuido; será justo comprobar la veracidad de cada una de sus informaciones concretas".
No obstante, declaró como testigo contra dos prostitutas, que supuestamente arrastraron el cadáver del cura Sotero, y fueron condenadas a 20 años y un día. Fue en un segundo juicio, casi seis años después de los sucesos, en junio de 1942, tras el fracaso del primer Consejo de Guerra, para aportar nuevas pruebas que corroboraran las acusaciones. Acabaron procesando prácticamente a los mismos.
Esta reciente investigación de Martínez Ovejero es también una radiografía de los procedimientos judiciales de la época, ahora que la Ley de Memoria Democrática declarará nulos de pleno derecho los juicios franquistas. Y es una muestra, sin equidistancias, del momento de violencia que vivía el país en uno y otro sentido. En su opinión, "hay que asumir toda la historia y reconocer los hechos de la memoria democrática y la memoria fascista que encierra la prisión provincial", un lugar que busca ser espacio de recuerdo.
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