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El efecto placebo

PILAR ADÓN

Resultaba casi gracioso comprobar cómo día tras día el mismo sol aparecía dibujado en el mapa del apartado del periódico destinado a la información meteorológica, sobre unos números que predecían temperaturas de 30 grados en la zona a la que habíamos ido a parar después de muchos cambios de planes, cuando lo cierto era que los tres llevábamos jerseys de manga larga, el viento hacía volar las servilletas de papel, los sobres vacíos del café y las notas para cobrar lo consumido, y las nubes se iban volviendo más y más negras según iban pasando las horas.

La actitud de Carles el compañero, por entonces, de mi amiga Julia hacia su libro solía estar directamente relacionada con la velocidad del viento y con la proximidad de las nubes. A más viento y a más oscuridad, más se aferraba él a las páginas de su libro y más escondía la cabeza entre las letras, intentando demostrarnos a nosotras que no podía estar más embebido en la lectura, y convenciéndose a sí mismo de que el mal tiempo no iba a estropearle el placer que llevaba tanto tiempo anticipando, y que se basaba en leer de un tirón un voluminoso y carísimo libro sobre el París de los años veinte. Había comprado el libro meses antes de las vacaciones, haciéndose la promesa de no leer más allá del resumen de la contraportada hasta estar bajo el sol paciente de una costa abrupta y salvaje del norte. Y no lo había hecho. Había cumplido la parte de la promesa que le correspondía. Había encontrado también la costa rocosa que imaginaba en sus aspiraciones de descanso sobre una toalla, con la cabeza apoyada en una almohada hinchable y un sombrero de paja sobre la frente. Pero, una vez llegado el momento, constató que no había sol y que le era imposible permanecer más de media hora en la playa debido al aire y al mal humor que le invadía al contemplar todos sus planes desbaratados por las cada vez más impenitentes ráfagas de viento.

Había cumplido la parte de la promesa que le correspondía. Había encontrado también la costa rocosa que imaginaba en sus aspiraciones de descanso sobre una toalla, con la cabeza apoyada en una almohada hinchable y un sombrero de paja sobre la frente

Así que para salvar algo, una pequeña parte de sus proyectos, se empeñaba en no hablarnos durante el desayuno más de lo necesario. Y nosotras tampoco decíamos nada. No tanto para no despistarle de su lectura (nos preguntábamos si realmente estaba tan concentrado al comprobar que el grosor de las páginas leídas no parecía aumentar mucho) sino porque rara vez teníamos algo que decir. Hacíamos el crucigrama del periódico, verificábamos el persistente sol de julio sobre el mapa y, a veces, alguna resoplaba expresiones que a Carles parecían sacarle de su pretendida y continua ausencia, porque se removía en la silla al oírnos suspirar: '¡Qué tiempo!'.

A las doce de la mañana bajábamos al pueblo para ver las mismas calles, visitar las mismas tiendas y sentarnos en las mismas sillas de los mismos bares. Recorríamos la calle central como autómatas programados para no abandonar esa ruta, ya que era la única que tenía cierta animación incluso en los momentos de lluvia intensa. Sólo a veces, con el fin de aliviar los remordimientos provocados por la constante necesidad de ver gente, tiendas, restaurantes y terrazas, decidíamos girar en alguna de las esquinas que dividían la calle en varios segmentos, y que conducían a pequeñas cuestas de las que cabía esperar cualquier cosa. Unas terminaban en inmensas puertas pintadas de negro sobre las que asomaban dos ventanas que tenían todo el aspecto de pertenecer a una vivienda. Otras llevaban a nuevas cuestas, más empinadas aún, que normalmente iban cubriéndose de hierba hasta llegar al campo o a zonas de cultivo. Otras se dirigían hacia alguna carretera mal asfaltada y sin señalizar, y otras, de repente, torcían bruscamente en algún punto para desembocar en la orilla de una hondonada rebosante de agua estancada que, sin embargo, no podía advertirse a simple vista puesto que estaba cubierta de ramas y vegetación de un verde tan brillante que resultaba casi irreal.

De cualquier manera, cada vez que decidíamos dejar la calle central y aventurarnos por una de sus aceras transversales, ya sabíamos que era sólo para cansarnos durante un rato. Para curarnos la sensación de ser tan dependientes de los escaparates y de la compañía de aquella reducida sociedad. Sabíamos que más tarde, al regresar a la calle central, nos sentiríamos profundamente desencantados. Y, así, cuando a continuación nos sentábamos en cualquier terraza debajo de una sombrilla que no nos protegía precisamente del sol, con los pies aún más húmedos y más doloridos, Carles regresaba de inmediato a sus encantadoras mujeres de la Rive Gauche, yo me dedicaba a observar lo primero que se me pusiera ante los ojos, aunque no tuviera ningún interés, y Julia se levantaba de la silla para desaparecer durante espacios de tiempo que variaban en función de la distancia a la que se encontrara la tienda en la que había decidido comprar lo que, en ese instante, se había vuelto imprescindible para ella. Nunca tardaba más de media hora porque la calle no daba para caminar mucho. Se iba sin decirnos nada, con un gesto de urgencia en la cara, para regresar con el libro que siempre había querido leer o con los zapatos que había visto de paso la tarde anterior y que ahora tanto necesitaba para poder caminar por aquel suelo tan irregular sin llenarse los pies de heridas

Yo miraba con interés las portadas de sus libros o los botecitos transparentes de las cremas con olor a verano. Sabía que aquellas cosas y, más aún, el hecho de haber entrado en la tienda, haber tardado unos minutos en elegir y, por fin, haber pagado con la tarjeta de un banco, significaban para Julia lo que las mujeres de la Rive Gauche significaban para Carles y lo que pensar en el futuro significaba para mí. Su única manera de mantenerse a flote.

 

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Una mañana, mientras a nuestras espaldas iban acercándose ya las mismas nubes grises, densas y plomizas que nos habían acompañado desde el principio del viaje, Carles hizo algo inesperado: nos habló. Desayunábamos como todos los días en la cafetería del camping, y él movía la cucharilla por el interior de su taza de café para disolver el azúcar mientras luchaba contra el viento con el propósito de mantener las servilletas en su sitio. Por un momento, la expresión de su rostro volvió a mostrarnos que no podía soportar más la frustración de verse tan pálido, tan aburrido y tan enfadado. Pero, inmediatamente después, y para nuestra sorpresa, mientras cerraba con mucho cuidado su libro sobre las mujeres parisinas, dijo:

Somos tan listos los tres, y a la vez tan bobos ¿Podéis explicarme por qué seguimos aquí? ¿Por qué no nos vamos a casa?

Sus palabras dieron paso a un amplio silencio que se instaló entre nosotras siguiendo la costumbre, como si nadie hubiera dicho nada. Pero Carles había cerrado su libro con la aparente determinación de no volver a abrirlo, al menos no durante aquellas vacaciones, Julia se levantó para desaparecer más allá de las primeras caravanas, y yo deseé con una vehemencia casi imprudente echarme a reír a carcajadas. En ese instante, me habría puesto a reír como una loca.

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