Estás leyendo: Mambo

Público
Público

Mambo

ÓSCAR ESQUIVIAS

Siempre es la primera clienta, tan fea y puntual que en la oficina la conocen como La Papamoscas. Ya tenía ese mote cuando yo empecé a trabajar aquí y, la verdad, no le hace justicia (al menos en lo que se refiere a su belleza, porque, en lo demás, La Papamoscas es exacta como un reloj y jamás se atrasa en los pagos). Aparenta unos 40 años, muy mal llevados, erosionadísimos (uno se imagina su vida sentimental como un páramo recorrido por vientos helados), pero si uno se fija puede descubrir bajo los escombros un rostro más o menos agradable, con unos ojos muy expresivos, casi de actriz de cine mudo.

El día 1 de cada mes, La Papamoscas llega a la sucursal a primera hora, ata su perrito a una farola y, en cuanto abrimos la puerta, entra sin saludar y se dirige como una flecha a la caja, con su manojo de recibos en la mano: el gas, el agua, el teléfono, la luz, el alquiler de la casa, las suscripciones a revistas, las cuotas del Foro Español de la Familia, del servicio filatélico, de la Sociedad Filarmónica...

El chucho no deja de ladrar todo el tiempo que ella permanece dentro. Nos martillea con sus ladridos incansables, muy agudos, como de soprano en prácticas.

En la oficina siempre la trato de usted.

Le sería más cómodo domiciliar los pagos, María del Carmen, o hacerlos por internet.

Se encoge de hombros.

Prefiero así, si no le molesta.

¡Por supuesto que no!

Por supuesto que sí. Atender a La Papamoscas (María del Carmen en el siglo) es tedioso. Aparte de sus mil recibos, siempre hace donativos a varias organizaciones religiosas y a la Cruz Roja: su presencia en la oficina fuera del primer día laborable del mes es signo seguro de que ha ocurrido una catástrofe en algún punto del planeta. A menudo me ordena traspasar dinero entre sus cuentas y escudriña sus libretas como si en vez de disponer de un capital muy modesto se encargara de la gestión de las finanzas vaticanas. En fin, una pesadilla con ladridos de fondo.

Gracias, hasta el mes que viene se despide cuando ya no se le ocurre cómo torturarme más.

Dice 'hasta el mes que viene', pero lo cierto es que nos vemos con frecuencia. Somos vecinos. Vivimos en el mismo edificio, ella en la planta 12 y yo justo debajo, en la 11. Cuando coincidimos en el ascensor, nos tuteamos y mantenemos una especie de conversación surrealista, en la que solemos utilizar como intermediario al perro.

Pipo, saluda al chico. Levanta la patita, Pipo ordena ella.

Hola, Pipo respondo yo.

Es muy cariñoso. ¿Verdad que eres un encanto, Pipo?

Y así hasta el piso undécimo.

 

* * *

 

Una tarde se dio una situación un poco embarazosa. Coincidimos en el portal María del Carmen, un tipo desconocido y yo. La Papamoscas iba vestida de fiesta, no elegante porque eso en ella parece imposible, pero sí con voluntad de estarlo, con tacones, muy perfumada, luciendo escote. El hombre que la acompañaba, gordo, grandón y barbado, estaba bastante más avejentado que ella.. Uno lo podría haber tomado casi por su padre si no fuera porque, con toda naturalidad, tenía posada una mano en la nalga de María del Carmen.

Aquella noche yo también esperaba compañía y acababa de comprar un ramo de flores. Creo que era mayor mi incomodidad con el aparatoso manojo de gladiolos en la mano que la de ella con el señor que le palpaba el culo.

Entramos en el ascensor. Como en aquella ocasión no había perro, hablé con el de la barba.

Vaya calor.

Sí lo hace, sí.

Tengo visita me vi obligado a explicar, ya que no le quitaba ojo a las flores.

¡Usted sí que sabe tratar a las mujeres! replicó el gordo con una gran sonrisa.

Para mi sorpresa, La Papamoscas le pisó disimuladamente el pie.

Son para mi novio expliqué, sonrojado (y rabioso conmigo mismo por sonrojarme).

El gordo no se inmutó.

Yo a la Menchu le he regalado una garrafa de aceite de mi pueblo, Fórnoles, ¿lo conoce usted?

No.

Pues no sabe lo que se pierde.

 

* * *

 

Era la primera vez que me refería a Fernando como 'mi novio', expresión a todas luces exagerada para aplicar a alguien que había conocido hacía tres noches, a quien no le había dicho mi verdadero nombre hasta la víspera (el día que nos conocimos le mentí) y que esa tarde iba a visitar mi casa por primera vez. Fernando era diez años más joven que yo, estudiaba Derecho y vivía en un piso de estudiantes en un extremo de Burgos, cerca de la universidad.

Los dos días anteriores había cenado en su casa empanadillas fritas y sanjacobos, después habíamos pasado la noche en su cama estrecha e incómoda los muelles del colchón se clavaban en el cuerpo y al día siguiente me había duchado en el mismo cuarto de baño por el que pasaban todos sus compañeros de piso, unos universitarios con aspecto de deportistas, mucho más guapos que Fernando, que dejaban en la bañera un cerco de pelos (aprovechaban la ducha para rasurarse las piernas, los sobacos y el pecho). Decidí que la tercera cita fuera en mi casa, donde podíamos tener más intimidad y, de paso, cenar algo que no fuera una fritanga de bazofias sacadas del congelador. Había preparado una lubina a la sal y ahora estaba nervioso, yendo una y otra vez del horno a la mesa y recolocando mil veces las flores.

Aún no había llegado Fernando cuando Pipo empezó a ladrar como un loco. Lo habían sacado a la terraza y, como siempre que le separaban de su dueña, entonaba su aria del gañido, quejumbroso como si lo estuvieran azotando.

¿Tienes perro? fue la primera pregunta de Fernando nada más entrar en la casa.

Es de la vecina de arriba.

Fernando me gusta porque es joven, parece buena persona y no tiene melindres en la cama, pero también es frío y retraído. Durante aquella cena, nos limitamos a mirarnos en silencio, sin que ninguna conversación llegara a germinar ni a remontar vuelo. Yo estaba muy incómodo. Él se había arremangado y me mostraba el paisaje de carne cosida de sus brazos (según me contó el día que nos conocimos, años atrás había intentado suicidarse y se había rajado las venas desde las muñecas a los codos). Yo no dejaba de pensar si quería o no a ese chico, si lo nuestro podía llegar a algún lado. Gracias a los ladridos de Pipo, durante la cena se pudo oír algo más que el sonido de nuestra masticación.

Cuando estábamos tomando el postre, empezó la música. De la casa de María del Carmen jamás había llegado ningún ruido, pero aquella noche, de repente, empezaron a sonar ritmos caribeños. Por los trompazos, supuse que María del Carmen y el barbudo estaban bailando y que, con sus giros, de vez en cuando derribaban algún mueble, o quizá eran ellos mismos los que rodaban por el suelo.

Esto pasa de castaño oscuro exclamé. Voy a subir ahora mismo y, si no apagan la música, llamo a la policía.

Espera dijo Fernando. Vamos a bailar.

Su propuesta me sorprendió.

No sé bailar respondí.

Todo el mundo sabe bailar.

Pues yo no.

Yo te enseño.

Se levantó de la silla y, con una elegancia principesca, extendió su mano y me llevó al centro del salón.

¡Maaambo!

¿Te ha resultado interesante esta noticia?