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¿Por qué no se produce un estallido social?

La red de protección social y familiar, el miedo a un futuro aún peor y la individualización de las relaciones laborales aplaca la movilización social

BELÉN CARREÑO

Hoy, Primero de Mayo, habrá nubes y chubascos débiles por toda la península, lo que aguará en muchas ciudades las manifestaciones que reivindican esta fecha como principal fiesta del santoral obrero. Pero si hubiera hecho sol, como ocurrió en años anteriores, el buen tiempo hubiera sido la excusa perfecta para que los ciudadanos aprovecharan el puente '¡Que hay pocos!' y huyeran de las urbes a disfrutar de su tiempo libre. Será por culpa de Helios, de Eolo, por Thor o por Tutatis, pero el Primero de Mayo, icono occidental de la lucha de la clase obrera, no logra concitar las adhesiones, al menos físicas, de los que trabajan en precario principal referente de la fiesta ni de los desempleados, ni de los que aspiran a un mercado laboral mejor.

Según los datos que conocimos este mismo viernes, en España hay 4,9 millones de parados. ¿Por qué no hay una revolución? La pregunta se la hacen fuera, sobre todo los que manejan los famosos mercados, pero resuena cada vez más en el mundo académico, sindical y político dentro de España. La huelga general, las protestas contra la reforma de las pensiones, el recorte de los salarios, nada parece suficiente para movilizar al español. De nuevo: ¿Por qué?

El miedo a perder el Estado del bienestar atenaza a los ciudadanos

'Precisamente no hay una revolución social porque hay casi cinco millones de parados. La paradoja es que cuando las cosas están mal, están mal incluso para protestar. El miedo desincentiva, no justifica, pero explica la atonía en las relaciones laborales', arguye Pere Beneyto, profesor de Sociología y Relaciones Laborales en la Universidad de Valencia y colaborador de CCOO.

El nulo impacto de las protestas en Francia o Grecia invita al pragmatismo

El miedo a significarse en un momento de fragilidad del mercado de trabajo puede paralizar a una parte de la sociedad, sobre todo a los inmigrantes, opina el filósofo Augusto Klappenbach.

'Es también el miedo a perder el Estado del bienestar', añade este pensador que también encuentra una especial inercia en la asunción de la crisis por parte de los españoles.

'Hay una percepción de que las cosas son como son y no pueden ser de otra manera. Es algo como de las leyes de la naturaleza. Han convertido a los mercados en una fuerza trascendente y en esto los españoles son un caso perdido', concluye.

La izquierda no se moviliza porque teme el relevo del Gobierno de Zapatero

Que las cosas no van a cambiar por ejercer el derecho a manifestarse es una sensación muy extendida entre los que han perdido el puesto de trabajo. Pilar, que se quedó en paro hace algo más de un año de un puesto de administrativa en una empresa ligada al sector de la construcción, lo tiene claro. 'No me van a hacer caso. De acuerdo que tengo el derecho al pataleo pero para qué', explica tajante, a la vez que reconoce su enfado por la situación que está viviendo y por las políticas que ha emprendido el Gobierno, que en su caso no están resultando efectivas.

Juan Díez Nicolás, catedrático emérito de Sociología de la Universidad Complutense y artífice del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), se asombra ante la actual falta de crédito de los ciudadanos hacia las instituciones. 'Nunca he visto una situación como la de ahora en términos de pérdida de confianza. Los ciudadanos ya no creen en los sindicatos ni en los partidos políticos. Está claro que creen que no les resuelven sus problemas', apunta.

El fatalismo y la falta de confianza en los que tienen que solucionar los problemas se adornan con la capacidad de observación de los ciudadanos, algo que a los pensadores a veces se les escapa.

Eva, que lleva casi un año en paro, ha aprendido mucho de lo que ha pasado en el resto de Europa. 'A otros países que han sido más beligerantes, como Francia o Grecia, los gobiernos no les han hecho ni caso. Para mí ha quedado evidenciado que la manifestación ya no es un arma política', razona.

Este pragmatismo es el primero que dejará a Eva en casa hoy, que reconoce no siente especialmente enfado por su situación. 'No sé contra quién dirigirlo, a quién focalizarlo. Mi sensación es que se estaba dejando ir la economía de las manos hace años...'.

A Eva, que estudió sociología, le pesa además otro lastre: su simpatía por la izquierda. 'Tampoco puedo volcar mi enfado contra Zapatero porque creo que lo que puede venir luego será peor'.

Que la crisis económica haya azotado a un Ejecutivo de color socialista también ha desempeñado su papel a la hora de desmovilizar a la ciudadanía. La mayoría de los expertos perciben ese temor de la izquierda a manifestarse, porque presagian que lo que les sustituya puede ser horribilis. En este sentido, Fermín Bouza, catedrático de Sociología y Opinión Pública en la Universidad Complutense, cree que 'la furia antizapaterista se ha ido reduciendo, porque ha habido una pedagogía para entender la situación. Hay un temor a perder el Estado del bienestar y a que lo que venga será peor. El español es un tipo muy peligroso. Hace procesos de racionalidad', argumenta.

Lo que parece una parálisis en la movilización de la izquierda, que no le gusta lo que tiene pero vive aterrada con lo que puede venir, se mezcla con la nueva composición de la sociedad moderna que mezcla unos ingredientes hasta ahora poco saboreados: individualismo, despersonalización, falta de identidad de clase, consumismo... Es el paso de la sociedad productiva, del trabajo, a la del consumo. Del nosotros, al yo.

Bouza se retrotrae hasta la Guerra Civil para explicar el cambio de la composición de la sociedad española. 'Desde 1936 no hay clases sociales, hay enemigos políticos', analiza entendiendo que la clasificación de obreros y patrones se ha difuminado, pasando a la dicotomía izquierda o derecha. De aquel pasado al presente más rabioso, Jorge Calero, Catedrátido de Economía Aplicada de la Universidad de Barcelona, ve cómo el foco principal de la sociedad 'ya no está en el trabajo, está en el consumo, y esto es aún más palpable entre los jóvenes. En la época de crecimiento, abandonaron los estudios y accedieron a empleos sin cualificación. Por ello no han articulado sus identidades alrededor del mundo del trabajo, la precariedad y la rotación les han hecho desconectar del mundo sindical', desgrana este experto en educación.

'Se ha roto la homogeneidad del mundo del trabajo que tendía a la unidad como un derecho general. Un todo genérico que unificaba la sociedad. Desde los ochenta, tenemos una fuerte fragmentación de las relaciones laborales porque hay situaciones muy heterogéneas. Es un todos contra todos. Hoy en la manifestación puede haber un profesor o un inmigrante. En realidad, ir a una protesta así se ha vuelto un acto de voluntad solidaria, un gesto cívico, pero es difícil protestar por esa diversidad de derechos', analiza Luis Alonso, catedrático de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y próximo al ámbito de UGT.

Para el ciudadano de a pie, la reflexión es más sencilla. 'No voy a las manifestaciones porque no creo en los sindicatos, no me representan', sintetiza Jacobo, en paro hace ya dos años por su formación orientada a la construcción. Como Jacobo, cuya ideología política no está ligada a la derecha, centenares de desempleados dicen que no protestan porque no quieren respaldar las señas de una pancarta. 'Es un síntoma', ratifica Calero, 'pero más allá de la falta de simpatía sindical, lo que sucede es que los jóvenes no tienen una conexión sólida entre su identidad y el puesto de trabajo, lo que les ha llevado a individualizar los problemas. No tienen identidad de clase'.

Irene Ramos, doctora de Ciencias Políticas y Sociología y directora del departamento en la Fundación Ideas, coincide con la visión del individualismo, pero añade la carga cultural a la percepción del sindicalismo en España y a la dificultad añadida de los trabajadores para entender por qué las centrales se han sentado a negociar con el Gobierno determinados ajustes, como las pensiones. 'Los sindicatos españoles han entendido que en esta coyuntura es más efectivo sentarse a negociar, te dejas algo pero influyes', apostilla. Beneytojustifica esta actuación, que ha sido criticada por algunos sectores por la complicidad con medidas antisociales. 'La estrategia española de presión-negociación es más efectiva que la que han llevado a cabo los sindicatos griegos y franceses. Ha habido siete convocatorias de huelgas generales en Francia y no han servido para nada', resume con pragmatismo este profesor.

Los más jóvenes suman el problema de escasa educación política, la comodidad de contar con la red familiar. Casi 900.000 parados uno de cada seis es menor de 25 años, una franja de edad que en España se asume como un periodo natural dentro del hogar familiar. 'La juventud absorbe parte del dolor mediante el apoyo de las familias. La familiarización de la sociedad actúa como apoyo a sectores de la población que están sufriendo enormemente las políticas que se desarrollan', desgrana el catedrático de Políticas Públicas de la Pompeu Fabra, Vicenç Navarro.

Navarro ahonda en otros elementos de protección social como dique de contención. 'Un porcentaje muy elevado de desempleados todavía recibe el seguro de de-sempleo, lo cual actúa como un cojín. La situación se va a convertir en más tensa cuando esta ayuda se reduzca o desaparezca'. Por su parte, Bouza invoca también uno de los tótems de la tradición económica española, el empleo sumergido, como parapeto del descontento social.

Los expertos apelan también al pensamiento único en los medios para resaltar que las protestas que emergen tampoco encuentran su reflejo. Navarro recuerda que las movilizaciones en Catalunya contra los ajustes en la sanidad apenas han tenido repercusión mediática.

En definitiva, hoy, Primero de Mayo, la borrasca de la sociedad moderna amenaza con apagar los rescoldos de la lucha del movimiento obrero.

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