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Casto, el del Palentino

El último mohicano de la galdosiana calle del Pez se resiste al aburguesamiento de este castizo rincón de Madrid que siempre le ha dado la espalda a la Gran Vía

Casto Herrezuelo, en la barra del Palentino. / HENRIQUE MARIÑO

Es el último mohicano de la galdosiana calle del Pez, aorta del patio trasero de la Gran Vía, donde resisten a duras penas un par de negocios de siempre. Casto Herrezuelo (Paredes de Nava, 1938) lleva sesenta años parapetado en la trinchera del Palentino, que no se sabe si es un bar, un café o un museo viviente que, con el paso de las generaciones, ha ido renovando las figuras de los clientes pero conserva inalteradas las de los taberneros.

Las crónicas oficiosas de la Villa fechan la aparición del local antes de la guerra, pero Herrezuelo asegura que fue fundado en 1942 por un señor que se lo terminaría traspasando a su padre. Un señor de Palencia, claro. Tras el cierre de la librería La Cervantina (en el bajo del edificio donde bulle el centro social ocupado Patio Maravillas) y de la casa de comidas El Bocho, por citar dos piezas de caza especulativas, suficiente tiempo para atesorar el título de decano del lugar junto a La Moda, que veintidós números más abajo sigue despachando a las niñas de entonces vestiditos para regalar a sus nietas de hoy.

Casto ha visto pues a sus comerciantes en pie de guerra, cuando el Ayuntamiento quiso echarlo todo abajo para trazar la Gran Vía Diagonal, un navajazo que habría destripado el callejero para unir la Plaza de España con la Glorieta de Alonso Martínez. El Plan Malasaña nunca se llevó adelante, aunque antes y después las autoridades fueron extrayendo sus órganos vitales, desde la Universidad Central de la vecina calle San Bernardo hasta el mercado de la Plaza de San Ildefonso, tal vez el primero de la capital con techo. Infraestructuras que dinamizaban las correderas adoquinadas del barrio latino (por aquello de que los universitarios hablaban, o sabían, latín), llamado de las Maravillas en honor a la virgen, en realidad Universidad y luego rebautizado Malasaña, por la heroína del Dos de Mayo.

El dueño del Palentino también ha oteado los estragos de la movida, aunque no entra al trapo porque es más de ojos que de palabras. "Yo vengo a trabajar. A dar carrete vienen los clientes, pero a mí no me distrae nada ni nadie", zanja Casto, a quien hay que escuchar entre líneas. "De repente, hubo más libertad y ahí empezó ya todo". La democracia oreaba el inminente pulmón musical de Madrid y en este templo del botellín comenzaron a fraguarse no sólo bandas sino también películas, libros, obras teatrales y hasta periódicos, pues el germen de lo que sería El País alimentaba la rotativa del Informaciones, cuya redacción estaba a la vuelta de la esquina.

En la canción Somos Siniestro Total, Julián Hernández, un ser racional que tomaba raciones en el bar, berreaba aquello de "vamos al Palentino y a lo hecho pecho". Sánchez Dragó, oveja negra de aquella cabaña real compuesta por los habituales Jaime Chávarri, Luisa Castro o Javier Sádaba, dejó claro en una columna que "en el Palentino nadie tima a nadie" y aún hoy el pepito de ternera, después de sestear en una plancha con fundamento, sigue sirviéndose a un precio imbatible. "Venía mucho por aquí, pero ya se le ha pasado la época del alterne", recuerda Casto respecto al dueño del inmortal y tigre Soseki.

Moncho Alpuente, que nació entre los pasteles que horneaba su abuelo en la confitería del número 7, lo definió como "recinto hospitalario en el que saben tratar con deferencia, pero con autoridad, al parroquiano que se ha pasado de copas y al que se pasa todos los días". León de Aranoa inmortalizó sus paredes de espejos y sus mesas de formica en el videoclip Me llaman calle, donde Manu Chao canta a las mujeres que, desde tiempos de Felipe IV, frecuentan los aledaños. Y, por no alargar la lista de referencias y homenajes, Manuel Rivas atrapó en un relato la "rara sensación de intensa libertad amenazadora" que se siente al entrar en un local al que "lo que le daba carácter era la gente".

"Cambia la vida del barrio y cambia el público. Ahora es más joven", explica Casto, sin abundar en explicaciones sobre la heterodoxa clientela. La del turno de noche ha tomado el testigo de los ochenteros, aunque sin pasarse de frenada, y defiende con uñas y dientes su porción de barra, mesa o plaqueta. No corre el aire entre las estampas poperas, apenas los efluvios porcinos que emana la placa de hierro, siempre a fuego. Los del turno de día se resisten a dar el relevo generacional, mascan un silencio tenso y, conscientes de que el mundo no se acaba hoy, desprecian el marcaje al hombre y practican una defensa zonal. Como el titular del establecimiento ha visto de todo desde que comenzó a ejercer con dieciséis años, resulta creíble que la concurrencia haya ido "a mejor".

Escasean, en todo caso, los vecinos de toda la vida: patrones, encargados y dependientes de aquella arteria comercial que en su día trató de rivalizar con la Gran Vía o, al menos, que ésta no se llevase a los clientes. Enfrente aguanta el abigarrado escaparate de Los Telares, aunque a escasos metros la zapatería Penalva ha hincado la rodilla, dejando huérfano de mercaderes al convento de San Plácido, que cubre con su manto de ladrillo visto un puñado de negocios que han terminado yéndose al tacho. Comercios Unidos que, en fiestas de guardar, sorteaban entre los compradores un Seat 600, ofrecían "premios por valor de un millón de pesetas", costeaban la iluminación navideña o lanzaban campañas publicitarias en prensa y radio bajo el eslogan Quien compra en la calle del Pez, bien sabe lo que se pesca.

"En la actualidad nadie quiere trabajar en tiendas. Prefieren colocarse en cualquier sitio antes que seguir con el negocio de los padres", opina Casto, que se resiste al proceso de aburguesamiento que está sufriendo desde hace unos años el barrio, víctima callada de la especulación urbanística. "Hoy te montan un bar en cualquier portal, pero la hostelería necesita gente profesional", critica Herrezuelo, que regenta el castizo establecimiento junto a Lola López, una mindoniense que llegó a Madrid con trece años y poco después emparentaría con su hermano Moisés, ya fallecido. "Llevo casada con el Palentino desde los diecinueve", bromea Lola mientras pasea a su perro frente al bar, que ha mantenido los precios bajos para hacer frente a los neófitos del sector, especializados en ginebras, cócteles y hamburguesas de diseño. "Mucha moda para el público que tenemos", ironiza su socio. "Aquí se van a dar muchos palos, porque la mayoría de los negocios duran cuatro días. Una ruina".

Hijo de Balbina y Casto, de quien ha heredado nombre y apellido de novela realista del XIX, palentino de nacimiento y adopción, aquí estará hasta que la salud lo respete. "Voy para 76 y no pienso dejarlo. Cogí esto de la nada y he hecho un algo de ello. Son sesenta años metido aquí y ya es mi casa", concluye este tabernero cano mientras sirve la centésima cerveza de la jornada tras una barra que todo lo ve pero apenas habla. Palabra de Casto.

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