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La cacharrera del año del botijo

Amparo Huerta, al borde de los noventa, regenta la cacharrería más antigua de Madrid

Amparo Huerta, tras el mostrador de la Cacharrería de la calle Echegaray, que data del siglo XIX. / HENRIQUE MARIÑO

Anda Madrid con la lengua fuera, como buscando al botijero, figura extinta que aplacaba la sed a medida que avanzaba por las calles arrastrando un jumento cargado de arcilla. Pregoneros de la canícula, eran gentes de Salvatierra de los Barros, tierra de alfareros expertos en modelar ese recipiente que enfría naturalmente el agua. Cuando llegaba el calor, dejaban atrás la provincia de Badajoz y llevaban el fruto del torno a las capitales de las Españas. Ya no queda rastro del ¡botijeroooo!, y burros de cuatro patas cada vez hay menos.

Amparo Huerta (Zamora, 1927) dice no acordarse de ellos, aunque quizás no le apetezca hacer memoria. “Está flojo, flojo, flojo”, repite a cada poco. Es el estribillo de una canción crepuscular que alude a las ventas menguantes de su negocio, la Cacharrería de la calle Echegaray, abierta a finales del siglo XIX en el madrileño barrio de las Letras, donde Quevedo y Góngora hacían las veces de Marías y Boyero allá por el Siglo de Oro. “No hay turistas como otros años”, se queja Amparo, aunque si los hubiera deben de estar a la sombra, a falta de aguadores y mozas de cántaro, arrinconados también en los pliegues de la historia.

“Los frigoríficos han suplido al botijo, que ya sólo se vende por añoranza”, afirma la cacharrera, nacida en Zamora “porque no me lo preguntaron” y criada en Madrid desde los seis años “o por ahí”. La única certeza de la señora Huerta, huérfana de padres y muerta su hermana, es que “se vende poco de todo”. O sea, poco de macetas, poco de ensaladeras, poco de huchas, poco de vuelve tortillas, poco de jarrones y poco de cazuelas, cerámicas procedentes de Granada, Valencia y Toledo que ella vende a extranjeros que visitan la ciudad, pues “los de aquí ya las tienen muy vistas”.

- ¿A cómo salen los botijos? —Sergio es músico, vive en Finlandia, habla por los codos.

- A doce euros.

- ¡Qué bonitos son!

- Y sanos...

- El frigorífico tiene sabores raros. No hay nada como ellos, con su palo y su redecilla.

El mecanismo, como su propio nombre indica, es más simple que un botijo. Antes de nada, hay que curar el barro un par de días con anís o aguardiente. Un palo en el pitorro y un trapo en la boca evitan la entrada de insectos. Siempre, debajo, un plato, porque la vasija suda. No es un fallo de fabricación, sino el sello de garantía. La porosidad de la arcilla hace que se filtre el agua; ésta, para evaporarse, necesita calor, que tomará del agua que permanece dentro, enfriándola: refrigeración por evaporación. Finalmente, toca beber a chorro, sin rozar el recipiente, un arte que no está exento de dificultad.

Jorge se va por donde ha venido y un turista japonés toma el relevo, ajeno al sueño de una yorkshire menuda que dormita en una silla. “Es una persona, no es una perra”, se suelta la dueña, parca en palabras. “Lo que entiende es exagerado: antes de entrar en casa, se limpia las patas en el felpudo, algo que no hago ni yo. ¿Qué le parece?”. Amparo es soltera, vive aquí al lado y “una rozadura” la ha mantenido treinta días alejada del negocio, en el que se establecieron sus padres en los cuarenta. Un mes que es un mundo: “Yo no lo dejo. Mi tienda y mi perra son permanentes, ¿verdad, Cuqui?”, aunque Cuqui, a quien le da pereza hasta bostezar, parece que no está por la labor de responder. “¿Adónde vamos a ir que más valgamos?”.

La señora Huerta, pues, se enfrenta a los rigores del calor y del andador para abrir cada mañana la cacharrería, la más antigua de Madrid, que todavía conserva las estanterías de madera originales. “Pesa mucho, pero le quiero tanto a la tienda que hago esfuerzos por venir”, presume Amparo, que no suelta prenda. “¿Por qué tanta explicación?”, responde con una pregunta. Quizás tenga razón, porque para ella lo más importante, lo que le provoca desazón, que no es otra cosa que la evaporación de la clientela, carece de respuesta. “Esto está como está”. O sea, jodido.

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