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Bucarest, lista para el desembarco de la marea rojiblanca ante la gran final

EFE

Buen tiempo, perros callejeros, baches en las calles, las terrazas del vibrante centro histórico de Bucarest, inmensos parques y muchas zonas verdes y una ciudad volcada con su primera final europea.

Es lo que espera a los cerca de 20.000 aficionados rojiblancos, del Atlético de Madrid y el Athletic de Bilbao, en la capital rumana, donde el próximo miércoles se jugará la final española de la Liga Europa en el flamante Nacional Arena.

Con unas 55.000 localidades y construido según el modelo del estadio del Colonia alemán, el recinto fue inaugurado en septiembre del año pasado.

Sobre su césped, que debió ser cambiado tras quedar hecho un patatal en el Rumanía-Francia de inauguración, han disputado con escasa fortuna sus partidos europeos el Otelul Galati, el Steaua y el Rapid de Bucarest.

Por eso, los bucarestinos esperan ahora impacientes un partido de gala que haga justicia al escenario.

Grandes carteles de la UEFA con la imagen del trofeo, el nombre de los dos equipos y la fecha y la hora del partido en las calles de Bucarest recuerdan una cita que a casi nadie le es indiferente aquí.

La esperan los fanáticos al fútbol, pero también quienes confían en hacer negocio y los curiosos, que son muchos en esta caótica ciudad de dos millones de personas, castigada por un cierto incivismo, el comunismo y la mala gestión y ávida de reconocimiento internacional.

"Tendremos mucho trabajo, pero será una fiesta y se dejarán mucho dinero", espera Bogdan, camarero en una concurrida terraza del centro histórico de la ciudad.

"Espero que no se olviden de las propinas, que sé que en España no son comunes y aquí son obligatorias", bromea el joven, cuyo favorito para la final era el Valencia, eliminado en semifinales por el Atlético Madrid.

Conocido popularmente como 'Lipscani' -por la calle que atraviesa el barrio-, el casco viejo bucarestino ha experimentado en los últimos años un auténtico 'boom' que lo convierte para muchas publicaciones de turismo en una de las zonas con más marcha del continente.

Decenas de bares y discotecas han ocupado prácticamente todos los bajos de sus calles, que hace menos de una década apenas albergaban algunas tabernas de estudiantes y borrachines, y hacían las delicias de los viajeros románticos.

Las inversiones hosteleras le han cambiado la cara a los edificios históricos de 'Lipscani', pero sólo en parte, porque las fachadas grises y desconchadas siguen siendo la tónica habitual sobre las plantas bajas perfectamente remodeladas que ocupan los locales de moda.

En el centro de una ciudad de contrastes, como gusta escribir a las guías, el distrito que no duerme mezcla sin estridencias a extranjeros, alternativos, vagabundos, pijos y gente guapa, y niños gitanos que venden flores.

Allí, y en los bares populares de la zona del estadio, los aficionados españoles podrán probar los famosos 'mici', una especie de albóndigas de carne de cerdo asada y muy condimentada que los rumanos comen acompañados de cerveza en todas sus celebraciones.

Si 'Lipscani' es el sitio perfecto para la víspera y las celebraciones, la hierba del vastísimo parque de Herastrau parece una buena opción para la resaca.

A orillas del gran lago del mismo nombre y lleno de sombras, Herastrau es uno de los pocos lugares para escapar del calor sofocante y la agitación de una ciudad fascinante y difícil de descubrir, que ha acabado haciendo de sus defectos buena parte de su atractivo turístico.

Las marañas imposibles de cables en las farolas, las aceras llenas de coches aparcados y los despropósitos urbanísticos son objetivos habitual de las cámaras de los viajeros.

Como las espléndidas villas del siglo XIX, de inspiración francesa y oriental, que se caen a pedazos y despiertan la melancolía de todos los visitantes, con la mente puesta en qué bonita podría ser y debió de haber sido esta ciudad.

Y como los miles de perros de la calle que duermen al sol y cruzan con los peatones los semáforos, que están lejos de ser el enorme peligro que anuncian algunos cronistas y tienen una relación entrañable con muchos bucarestinos.

"Ve como no son tan malos como los pintan", dice el jubilado Sorin mientras acaricia a un perro de la calle, adoptado por el vecindario como tantos otros aquí. Marcel Gascón

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