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Terror hecho en casa

EULÀLIA IGLESIAS

Un personaje corre huyendo de una amenaza hasta que alcanza su hogar y, tras un apresurado portazo, respira aliviado: el peligro ha quedado fuera. O así lo cree él... Desde el origen de las civilizaciones, la casa representa el último refugio ante los miedos, la frontera que marca la separación entre un interior seguro y un exterior lleno de infinitos peligros. Incluso los vampiros tienen que pedir permiso para franquear la entrada a una casa.

Pero la literatura y el cine han visto hace años las posibilidades aterradoras de la propia residencia. El terror sufrido en casa tiene su primera gran expresión en la literatura gótica: las mansiones, palacios, castillos e iglesias dejan de ser refugios ante el mal para convertirse en escenarios del miedo. La arquitectura que da nombre a este género, con sus torreones, gárgolas, criptas, escaleras de caracol, luces y sombras..., propicia más que un decorado para lo sobrenatural: es la encarnación en edificio de las almas atormentadas, de los peligros ignotos que encierra la oscuridad, de los caminos retorcidos del mal.

El terror sufrido en el hogar tiene su primera gran expresión en la literatura gótica

El terror gótico moderno encuentra en la mujer a su víctima propicia a través de la joven recién casada que toma posesión de un hogar que no es el suyo y acaba manifestando su complejo de intrusa a través del miedo y la inseguridad que le provoca la casa. Un clásico de la literatura gótica moderna, Rebecca, de Daphne du Murier, clara heredera de la Jane Eyre de Charlotte Brontë y llevada al cine por Hitchcock, es un claro ejemplo de ello.

Mientras que en Rebecca al final se exorcizan los fantasmas de Manderley para volver al perfecto orden matrimonial, en Luz de gas el británico Patrick Hamilton presentaba a un marido muy alejado del arquetipo ideal. Aquí la mujer cree volverse loca también debido al poco control de su residencia: está convencida que la luz de gas se atenúa por momentos, pero su marido y la criada le repiten que son imaginaciones suyas.

Todo un éxito en el teatro y en sus posteriores adaptaciones cinematográficas, la británica y la estadounidense dirigida por George Cukor y protagonizada por Ingrid Bergman, Charles Boyer y Angela Landsbury, Luz de gas entronca con la literatura gótica para abrir las puertas a un terror y un suspense más cotidiano, en el que no hacían falta fantasmas o enemigos exteriores para pasar miedo en casa. El cine de los años cuarenta explota este filón, pero en los años cincuenta el fantástico se obsesiona otra vez con el enemigo exterior y queda a la espera de cualquier ataque venido más allá de las fronteras geográficas, científicas o espaciales.

En los sesenta y setenta, el género vuelve a encerrarse en casa con Polanski

En los sesenta y setenta, el cine de terror vuelve a encerrarse en casa gracias a Roman Polanski, que en filmes como El quimérico inquilino o Repulsión convierte los apartamentos en los límites físicos de un encierro mental. El propio Polanski lleva al extremo la paranoia de convertir a los seres más próximos en los más peligrosos en La semilla del diablo, en que un escenario de vida perfecto deviene la sede para una conjura diabólica con el propio marido ejerciendo de principal oficiante.

A finales de los ochenta y principios de los noventa, la repercusión de la política de Reagan devuelve al cine la paranoia del enemigo exterior, pero esta vez tan cercano que no tiene que perpetrar una invasión para colarse en tu casa: vecinos, compañeras de piso, antiguas amantes... cualquiera se convierte en una amenaza y el hogar en el último fuerte a defender a muerte. Sin lecturas políticas, el cine del siglo XXI sigue explorando las posibilidades de un terror hecho en casa sin necesidad de apelar a lo sobrenatural.

 

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