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Al grito de «¡Traición!»

El pueblo madrileño se levantó contra la invasión francesa, que tendría un balance dramático de algo más de 400 muertos

ANTONIO J. MARTÍNEZ

El 2 de mayo de 1808 en Madrid no fue un día cualquiera. Fue un día maldito. Desde primera hora, la capital vivía una intensa actividad con gente que accedía a la villa por las distintas puertas de paso. Todo fue precipitándose hacia un acontecimiento inusual.

En el Palacio Real, también había mucho movimiento y dos carruajes se situaron frente a la entrada. Siguiendo la estrategia dispuesta por Napoleón, los últimos miembros de la familia real se disponían a partir en dirección a Bayona.

El primer carruaje salió de Madrid a las 8.30 horas con la reina de Etruria sin que nadie le prestara atención. El segundo carruaje debía transportar al infante Francisco de Paula, pero nunca llegó a salir.

En esta aparente tranquilidad, el silencio de la mañana fue roto por el maestro José Blas Molina y Soriano que, deduciendo que el coche que quedaba era para el infante, echó a correr hacia Palacio dando la voz de alarma: “¡Traición! ¡Se nos han llevado al rey y se nos quieren llevar a todas las personas reales!”.

La gente comenzó a agolparse y su grito fue recogido en breve por otras voces: “¡Vasallos, a las armas! ¡Que no salgan los infantes!”.

En medio de esta confusión, alrededor de 70 personas entraron en Palacio presentándose en las habitaciones del infante. Ante los gritos de júbilo, Francisco se asomó al balcón, mientras el gentío que llegaba a las inmediaciones del Palacio aumentaba.

Joachim Murat, duque de Berg y general de Napoleón en España, mandó inmediatamente a dos miembros de su séquito allí. Al verlos, el pueblo enfurecido se dirigió contra ellos para acabar con sus vidas al grito de “¡Muerte a los franceses!”, pero la Guardia Walona lo evitó al tiempo que Gonzalo O’Farrill, ministro de guerra, pedía a la muchedumbre que se dispersara.

Era demasiado tarde. Murat ya se había decantado por la vía de la represión. Era la situación que había estado esperando. Con la familia real en Bayona, a la espera de obtener la corona para Francia, Napoleón había dado carta libre a Murat desde el día 10 de abril para reprimir con la mayor severidad cualquier intento de rebelión popular, estableciendo por la espalda un control real del territorio que la monarquía estaba a punto de entregar oficialmente.

Para ello, unos 30.000 soldados franceses se encontraban acampados en cinco cuarteles en los alrededores de la villa.

Así, sin ningún aviso previo, la división de granaderos de la Guardia Imperial descargó un primer ataque contra la multitud, que causó diez bajas.

Inmediatamente, la Guardia Real y la Guardia Walona se atrincheraron en el Palacio a fin de defenderlo, mientras la población corría despavorida en todas direcciones.

Del miedo inicial, se pasó a las ansias de venganza ante la desproporción del ataque francés.

Piedras, ladrillos y tejas caían sobre las tropas galas desde los balcones, mientras que en las calles se esgrimían palos y puñales frente a los cañones.

Pese a que se buscaron armas con las que combatir, la Junta de Gobierno, siguiendo las órdenes de Fernando VII de conservar la paz, mandó cerrar los cuarteles con ejércitos españoles (apenas unos 3.000 soldados). Sólo el cuartel de Monteleón se alzó.

Dispuesto a aplacar la revuelta, Murat envió a la caballería contra la población, mientras la artillería sellaba los accesos a la villa.

La Puerta de Toledo, la Plaza de la Cebada, la Puerta del Sol, la calle Álcala, la carrera de San Jerónimo o la Calle Mayor fueron el terreno en el que se libró un desigual enfrentamiento.

En éste, las manolas del barrio de la Paloma no se amilanaron y ya fuera tirando objetos o lanzándose contra el vientre de los caballos armadas con sus navajas protagonizaron heroicos episodios en evidente inferioridad.

En la Puerta del Sol, la masa se lanzó contra unos mamelucos –guardia egipcia napoleónica– que llevaban un parte de la situación a Murat. Ante esta situación, las clases altas de la sociedad optaron por atrincherarse en sus casas a la espera de la intervención de “gente juiciosa y decente”, según Alcalá Galiano.

Cuando el potencial francés salió de sus acuartelamientos, el terror se apoderó de la capital. Murat y, por extensión, Napoleón creyeron que su manifiesta superioridad les otorgaba definitivamente el control del país. Nada más lejos de la realidad. La guerra de la Independencia estaba a punto de comenzar.

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