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Dios salve al pueblo

Mona Martínez deslumbra y conmueve en el estreno madrileño de 'Queen Lear'. La actriz logra iluminar los rincones recónditos de la conciencia con pasión encomiable, pero ensombrece todo lo demás.

Un instante de la obra de teatro 'Queen Lear'
Un instante de la obra de teatro 'Queen Lear'. Teatro Español

En pocos días la Historia ha dado un coletazo atrás en el tiempo: "Dios salve al rey", se vocifera ahora por las calles del reino de Carlos III. Y mientras la monarquía más antigua de Europa inflige con apuro sus primeros latigazos tras el anuncio del despido de 100 empleados en Clarence House, el Teatro Español estrena la versión shakespeariana de El Rey Lear. A partir de la obra de William Shakespeare, Natalia Menéndez dirige Queen Lear, adaptación de Juan Carlos Rubio que del dramaturgo británico recoge los dilemas de siempre.

Las infames consecuencias de la codicia humana; la naturaleza efímera de la vida frente a la ambición de perpetuar en el poder; y el uso de la violencia para aniquilar a todos aquellos que ponen en riesgo la estabilidad de un reino. Juan Carlos Rubio y Natalia Menéndez se arriesgan con una versión de la obra clásica que incluye versos no solo de El Rey Lear sino también de Macbeth, donde avidez y locura devienen portadores de guerra.

"La vida es una sombra que camina", son los famosos versos de Macbeth que resuenan nuevamente en esta obra. "Un pobre actor que en escena se arrebata y contonea, y nunca más se le oye. Un nuevo contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada". Es la profecía que desde el principio pesa sobre los hombros de la reina Lear, decidida a dividir su reino en partes iguales entre sus hijas, legítimas herederas al trono, a cambio de ciega lealtad y servilismo hipócrita.

Solamente Goneril y Regan, las más ávidas de poder, lograrán complacer las veleidades de la madre y reina. Cordelia, la menor de las hijas, será condenada al destierro por haber preferido la virtud de la verdad a la mezquindad de la mentira. Y ahora que Lear se ha quedado sin reino será víctima de la avaricia de sus hijas mayores y tendrá que recurrir a la ayuda de Cordelia y de su nuevo esposo, el rey de Francia, quienes ganarán la batalla y vengarán a la vieja reina.

Sombra y locura de la monarquía

Más allá del mensaje pacifista que cierra el espectáculo, y del rol privilegiado que se les concede a las hijas –sin contar, por supuesto, con la protagonista femenina–, la versión contemporánea no se aleja mucho de la obra de Shakespeare. Pero no debe sorprender, puesto que eso es el destino de todo clásico literario: las grandes obras siguen enseñándonos verdades imprescindibles incluso siglos después. No por las historias particulares de amor y conflicto, sino por aquellos acontecimientos que descosen irremediablemente los hilos de la gran Historia.

Es por ello que Mona Martínez (la reina Lear) deslumbra y conmueve: encierra en su personaje todos los grandes reyes de Shakespeare; su miseria y locura, su turbulencia y codicia. En ella resplandece la riqueza de la naturaleza humana en todas sus vertientes, logra iluminar los rincones recónditos de la conciencia con pasión encomiable, pero ensombrece inevitablemente todo lo demás. El escenario queda vacío sin su presencia altiva: ¿dónde está Lear?, se pregunta el espectador con afán desolado. Queremos sufrir con ella la pérdida del reino, gritar la decepción de una madre, llorar por la muerte de sus hijas y acompañarla hasta su último suspiro.

Sin embargo, no basta para convertirnos en monárquicos, puesto que cada uno de los personajes queda anclado al reino, ninguna de las hijas se desprende de esa condena. Y durante toda la representación añoramos a Sancho Panza, quien tuvo el valor de dejar el poder, y convertirse en uno de los personajes literarios que más se han acercado a la nobleza de los protagonistas trágicos shakespearianos.

"Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico", le recomienda Don Quijote. "Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo". 

"Yo no nací para ser gobernador", admitirá luego el escudero Sancho, "mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos". El humilde e ignorante Sancho Panza logra comprender algo que casi siempre huye del entendimiento de reyes, presidentes o gobernadores: que el ejercicio del poder no es la culminación de aspiraciones personales, sino la puesta al servicio de los ciudadanos de las mejores virtudes humanas.

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