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La higiene en la Edad Media: una época menos pestilente de lo cree nuestra nariz

El historiador Ian Mortimer publica en español la 'Guía para viajar en el tiempo a la Inglaterra medieval' (Capitán Swing).

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Detalle de las termas del Balneum Tripergulae, en la región italiana de Campania. — Codex Angelicus

madrid, Actualizado:

En la Inglaterra de la Baja Edad Media, bañarse era un lujo que se podían permitir los reyes y al que aspiraban aristócratas y comerciantes pudientes, quienes no contaban con grifos de agua caliente, como Eduardo III, por lo que ordenaban llenar sus tinas de madera con ollas expuestas al fuego. En el extremo opuesto, lisiados y ancianos dependían de terceros para poder asearse, por lo que su higiene dejaba mucho que desear. De sus olores presumían algunos villanos, pues entendían que era un signo de virilidad.

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Ian Mortimer (Petts Wood, 1967) nos invita a acompañarlo a ese período histórico con su Guía para viajar en el tiempo a la Inglaterra medieval: un manual para todo el que visite el siglo XIV (Capitán Swing), donde el historiador británico nos sumerge en un "pasado vivo" que nos sorprenderá —gentes, paisajes, costumbres, vestimenta, gastronomía—, sobre todo si lo observamos con los escrupulosos ojos de nuestra época o si nos atrevemos a olfatearlo, inevitablemente, con la pinza en la nariz.

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El escritor deja claro, en cambio, que no conviene aplicar los criterios contemporáneos para juzgar a nuestros antepasados, porque diría "más de lo que somos actualmente que de lo que éramos en el siglo XIV". De la misma manera que alguien, en un lejano futuro, podría establecer que nuestros hábitos higiénicos no son los adecuados, porque, como subraya en el libro, "para la moderna imaginación popular el pasado siempre es cochambroso y bárbaro". Sin embargo, no todo el mundo era, apunta Mortimer, "guarro o descuidado".

Empecemos por la casa: las mujeres las mantenían limpias porque "los hogares en los que reinan los malos olores tienen connotaciones de pecaminosidad, corrupción y decadencia", según el autor, quien subraya que "la gente desea que se asocie su domicilio y nombre con la pulcritud y la respetabilidad". Un hogar limpio era un reflejo de la identidad de su morador, aunque también cabría hablar de otro tipo de limpieza, la espiritual, "mucho más importante que la de haberse lavado o no detrás de las orejas", pues el hombre libre de pecado se librará con mayor probabilidad de "los fuegos purificadores de la enfermedad".

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En cambio, ni los más beatos se librarán de la peste, lo que evidenciaría la mala puntería de Dios a la hora de administrar el castigo divino y provocaría las consecuentes crisis de fe. Mortimer aprovecha el apartado dedicado a las enfermedades para describir los hospitales, donde friegan los suelos con agua a diario y los barren a menudo. Además, "los internos reciben baños medicinales cada poco tiempo" y, una vez a la semana, a las mujeres les lavan el pelo y a los hombres les cortan la barba. Hasta dos veces llegan a cambiar las sábanas.

La higiene personal remitía a la posición social de cada individuo, del mismo modo que sus cuidados variaban en función de su poder adquisitivo. Los poceros de Londres se zambullían en el Támesis cuando acababan de trabajar, mientras que Enrique IV animaba a practicar el "noble ritual" con la creación de la Orden del Baño, símbolo de la purificación espiritual. Otros afortunados eran los bebés, que chapoteaban con frecuencia antes de ser envueltos en pañales de lino, con suerte perfumados con pétalos de rosa.

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En todo caso, lo más común era lavarse por parroquias, si bien esa delimitación territorial solía ceñirse a la cara y las manos, o sea, las partes del cuerpo al alcance de la vista. Bastaba una palangana para acicalarse, aunque los viajeros también se lavaban los pies al finalizar el recorrido, una práctica extensible a los monjes y a "muchas personas con autoestima". ¿Baño completo? Los monjes cluniacenses, dos al año. Los benedictinos, el doble. "Solo los ricos lo hacen con mayor frecuencia".

Luego estaban los baños públicos, donde se ejercía la prostitución. Y los ríos y pozas, solo aptos en verano, concurridos por los siervos de la gleba. "El campesino soltero que no posee más que una camisa y una túnica se echará al agua con la ropa puesta para lavarlo todo a la vez. Y dado que, por lo general, los hombres no se lavan nada, salvo los platos, es muy posible que esa limpieza global se produzca con muy poca frecuencia", escribe el autor de Guía para viajar en el tiempo a la Inglaterra medieval, quien recuerda la fama de las pastillas de jabón de Castilla para la colada, más caras que los abrasivos detergentes locales.

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Ian Mortimer, autor de 'Guía para viajar en el tiempo a la Inglaterra medieval'. — Capitán Swing

El médico John Gaddesden aconseja cambiarse de ropa a menudo, sobre todo la interior, para absorber el sudor y evitar los chinches y los piojos, sometidos al escrutinio de las mujeres que peinan a sus maridos junto a las ventanas. Ambos se lavaban el pelo con especias, pero los moralistas censuraban que ellos se peinasen demasiado y que ellas esmerasen los cuidados, pues lo consideraban una muestra de vanidad. La limpieza se completaría con las uñas y los dientes, aunque el uso bucal de especias buscaba un mejor aliento y no tanto la aparición de caries. A finales de siglo, en las ciudades proliferan los perfumes.

Podríamos profundizar en la manera en que los ingleses de la época se limpiaban tras satisfacer sus necesidades. No obstante, es mejor que recorran el país de la mano de Ian Mortimer, quien en el capítulo Dónde dormir o descansar compara los retretes de las ventas y posadas —"un barril con un asiento encima", cuyo olor alcanzará los dormitorios— con los de los castillos, tan refinados como sus usuarios, quienes recurren a un pedazo de lana, lino o algodón, acompañado de una jofaina para lavarse las manos.

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Ian Mortimer es consciente de la dificultad de elaborar una guía para viajar a la Inglaterra medieval, pero su secreto es contemplarla como una "comunidad viva", de ahí que el único límite de su "historia libre" —más allá de los datos conocidos— sea la propia experiencia del autor, al igual que sucede con cualquier manual contemporáneo, sujeto a la subjetividad de quien lo ha escrito. Quizás aquel país no fue así, como tampoco lo sea este, porque todo depende del ojo que lo mire.

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