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Henry Miller y la revolución sexual en Estados Unidos: el escritor que tumbó al puritanismo

Crudo, polémico, explícito, volcánico. En ocasiones, desagradable. Ante todo, precursor. Con novelas como 'Trópico de Cáncer', Henry Miller puso en jaque la doble moral de la sociedad estadounidense a mediados del siglo XX y la obligó a replantearse algunos de sus valores tradicionales respecto al sexo. Esta es la huella que dejó un personaje excesivo que vivió y escribió al límite.

Imagen de Henry Miller.
Imagen de Henry Miller. Wikipedia Commons

En 1975, el director de cine Tom Schiller entrevistó a Henry Miller en su casa. La estancia que eligieron para filmar la conversación no fue el salón o el estudio del escritor, sino su cuarto de baño. Tenía sentido: aquel lavabo era casi tan célebre como su propietario. Una vorágine de lienzos, dibujos y fotografías colgaban de sus paredes, confiriéndole aspecto de museo. La iconografía expuesta no era más que un reflejo de la personalidad del autor, quien reconocía que, cuando tenía visitas, siempre acababan pasando más rato de la cuenta encerradas en el servicio. Llevaba su tiempo estudiar todas esas imágenes turbadoras, que mostraban desde retratos femeninos a efigies de Buda, pasando por castillos encantados o, por supuesto, escenas pornográficas. "Yo mismo suelo pasar largos ratos aquí, observándolas, pensando de dónde las saqué y por qué las puse ahí", reconocía el entrevistado. "De alguna manera, es una especie de viaje. Parezco un poeta. Un viaje de ideas. Viajando no alrededor del mundo, sino de mi baño, que es un pequeño microcosmos como el mundo". Que un anfitrión te reciba en su aseo no es lo más normal. Pero nada con Henry Miller era muy normal.

Decir que fue un escritor es como afirmar que la ciencia son solo números. Cuesta atrapar a Miller en una solo definición. Su naturaleza siempre fue expansiva. Fue, en resumen, alguien que se tomó la existencia como un desafío que había que abordar intensamente. Un narrador que hizo de su agitada vida su obra; y de su estilo inconfundible, su arma. Frases crudas, encendidas, desacomplejadas, que muchas veces se referían explícitamente al sexo, y que durante décadas estuvieron prohibidas en Estados Unidos, donde se censuraron sus novelas. Miller, un díscolo, un iniciador, un diablo de apariencia amable, con boina y ojos pequeños, puso en jaque la doble moral de un país que se jactaba de estar a la cabeza del resto y que aún así era capaz de vetar a uno de los suyos por el simple hecho de considerar que su literatura iba más lejos de lo conveniente. Con esos precedentes, lo lógico fue que el autor se convirtiera en cualquier cosa menos en un patriota. Su condición fue la de un norteamericano que vivía de espaldas a los suyos. O, más que eso, situado frente a ellos, encarándolos. Como si fuera su manera de cobrarse todo el dolor que le habían causado, ya desde su infancia.

Nacido en Manhattan el 26 de diciembre de 1891, su familia era de origen alemán, y sus padres defendían una estricta moral luterana que pronto se transformó en un escollo para un niño al que le gustaba ir a su aire. La pobreza y los impedimentos eran una realidad en casa. En el entorno más cercano de Miller se plasmaban los peores males de la cara B de la sociedad estadounidense: alcoholismo, enfermedades mentales, violencia, abusos. Él prefería vagabundear por la calle, para sortearlos. Era su refugio. Parte de su animadversión al país se forjó en aquellos años, de los que su memoria ya no lograría desprenderse. Tiempo después, cuando ya había huido de la ciudad, seguía refiriéndose a Nueva York como "ese agujero de mierda". "Un lugar en el que solo conocí el hambre, la humillación, la desesperanza, la frustración. Cada maldita cosa. Nada más que miseria. En cada condenada calle que miro, no veo más que miseria y monstruos".

Miller comenzó su escapada de las tinieblas familiares cuando se casó por primera vez, con Beatrice Sylvas Wickens, que le había dado clases de piano. A ese matrimonio, a lo largo de su vida, le siguieron otros cuatro. Por si quedaba alguna duda de que la promiscuidad era para Miller algo más que un tema al que sacarle jugo literario. Con Beatrice tendría su primera hija, Barbara. Durante aquella época, además de abandonarse a la lectura, empezó a trabajar en la Western Union Telegraph Co, en el departamento de contrataciones. Rodeado de oficinistas por los que no conseguía sentir más que desprecio, y atrapado en una relación que no tardó en volverse conflictiva, Miller seguía sintiendo que iba a la deriva. Las ansias de libertad lo comían por dentro. Pero no por mucho tiempo. Dos golpes provocaron un nuevo acelerón. Primero, conocer a June Mansfield, una bailarina de 21 años, de quien detectó rápidamente que por su venas corrían sus mismas fantasías bohemias, y a la que al cabo de poco le pediría la mano. Segundo, enamorarse de París, una ciudad que lo conquistó la primera vez que la visitó, y a la que decidió marcharse a vivir en 1930 solo y sin un centavo en el bolsillo. América, por fin, quedaba en el retrovisor.

En la capital francesa, Miller se entregó a la que siempre fue la más ferviente de sus pasiones: vivir desaforadamente. Con todos los excesos que implicaba hacerlo. Convirtió la escritura en un hábito, abrazó la noche, pintó acuarelas, frecuentó toda clase de compañías callejeras y practicó sexo tantas veces como pudo. También se interesó por el surrealismo y las culturas orientales, se cruzó con músicos y artistas y acabó de afinar el descaro que ya se había apropiado de su voz literaria, una mezcla de malditismo y crítica social. Económicamente, se apañaba con lo mínimo. Cuando ya había vendido todas sus pertenencias, menos su gabardina y su cuaderno, lo que le sirvió para costearse las primeras noches en pensiones baratas, se puso a dormir debajo de los puentes del Siena, contentándose con los restos de comida que le entregaban los transeúntes.

Apostar por el vértigo tenía sus consecuencias. El asunto mejoró cuando conoció a Richard Osborn, un abogado americano, que le ofreció que se instalase en su apartamento y que le dejaba todas las mañanas encima de la mesa un billete de diez francos para que lo gastara en lo que quisiese. Miller tenía don de gentes, sabía moverse, se hacía querer y se dejaba admirar, y esa facilidad para hacer vínculos es lo que le permitía salir adelante cuando las cosas se ponían difíciles. Gracias a Alfred Perles, otro escritor, entró a trabajar en la delegación del Chicago Tribune; pese a que su puesto era el de corrector, y no contaba con el permiso de sus superiores, aprovechó la ocasión para publicar varios artículos, que firmaba con el apellido de su amigo.

Anaïs Nin fue otra de esas personas que aparecieron en el camino de Henry Miller para cambiarlo todo. Ella ya era una autora de los pies a la cabeza, no había muchas otras mujeres en ese momento que tuvieran la valentía de poner su nombre al final de los relatos eróticos que escribían. Conectó rápido con la prosa desinhibida de Miller. Fueron amantes y, al haberse rencontrado él con su esposa, June, en París, el romance derivó en triángulo amoroso. A diferencia de Gertrude Stein, que se negó a prestarle ayuda -"tengo un instinto que me advierte cuando las personas me están utilizando o cuando realmente necesitan comer, y no puedo pensar en una situación en la que yo vaya a ayudar a Miller por desesperado que esté"-, Nin sí que se volcó con ese ser inclasificable que circulaba por el barrio latino con la vitalidad desorbitada de quien cree que el planeta se ha inventado para él. Su apoyo, de hecho, resultó clave para que se publicara Trópico de Cáncer, escrita en aquella época, autobiográfica, a la larga la obra más famosa de Miller. La novela, sin embargo, solo vio la luz en Francia, editada por Obelisk Press. En Estados Unidos, por el contrario, la ley vigente contra la pornografía prohibió su difusión.

La censura, como suele suceder en estos casos, no hizo más que alimentar la fama del manuscrito. Miller fue un autor excesivo en todos los sentidos. Sus manos al escribir llegaban tan lejos como lo hacían sus ojos o su imaginación. No creía en el comedimiento. Relataba la realidad que habitaba, y esa no era precisamente la que aparecía estampada en los anuncios de los periódicos, sino la que se derramaba en callejones, esquinas y burdeles. Él mismo reconocía que el sexo era un misterio que lo obsesionaba, y como tal, quizá era demasiado pedirle que no apareciera en sus textos. Unos textos que probablemente hoy rebasarían otro tipo de líneas delicadas, por su tratamiento de los personajes femeninos. En cualquier caso, que sus compatriotas le pararan los pies en 1934, tras la aparición de Trópico de Cáncer, incrementó el interés del público y lo fue encumbrando poco a poco como estandarte underground. Sus siguientes trabajos fueron Primavera negra y Trópico de Capricornio, a los que en el otro lado del Atlántico también les barraron el paso. Las obras cruzaban la frontera con el contrabando, escondidas bajo las portadas de otras. La bola se fue haciendo mayor, hasta que el alboroto ya había llegado a casi todas partes. Una frase de John Lennon recordando aquellos tiempos así lo atestigua: "Solíamos ir a París solo a comprarnos los libros de Henry Miller, porque estaban prohibidos y todo el mundo los quería" (en el Reino Unido tampoco se permitió su publicación). La polémica, además, sirvió para que el novelista todavía cargara con más ganas el fusil: iba a seguir disparando con sus párrafos contra el puritanismo que quería callarle.

Miller regresó a su país a inicios de los 40. Se instaló en Big Sur, California, después de haber pasado un último año viajando por Grecia con Lawrence Durrell. Su carrera literaria tardaría dos décadas en dar otro vuelco, después de que volúmenes como Una pesadilla con aire acondicionado o la trilogía La crucifixión rosa, entre otros, se sumaran a los anteriores. En 1961, una editorial americana, Grove Press, se animó a publicar Trópico de Cáncer. Como no podía ser de otro modo, fue todo un acontecimiento: en dos años se vendieron más de dos millones de copias. Había pasado tiempo, pero ni así se evitó el escándalo. Los sectores más conservadores se movilizaron. Se presentaron más de 60 acusaciones en los tribunales de Estados Unidos. La novela fue llevada a juicio por obscenidad, y el proceso no se cerró hasta un lustro después, cuando el Tribunal Supremo sentó un precedente histórico y la declaró "obra literaria". La sentencia desencadenó dos hechos. Por un lado, Grove Press tuvo permiso para publicar el resto de libros de Miller, lo que acabó de consagrarle en lo más alto. Por el otro, la revolución sexual, corriente social que replanteaba los valores tradicionales de Occidente y ofrecía una nueva concepción moral de las relaciones sexuales, naturalizándolas, dio un paso significativo hacia delante. Algo estaba cambiando para siempre.

La huella de Henry Miller ya era imborrable. Aunque tal vez la medida exacta de su impacto en la historia de la literatura no la determinaron los jueces, sino sus colegas de oficio. Pensar que los escritos de Miller no iban más allá de las descripciones sexuales es quedarse en el estereotipo. George Orwell llegó a subrayar en el ensayo En el vientre de la ballena que era, a su entender, "el único prosista imaginativo del más mínimo valor que ha aparecido en habla inglesa en los últimos años". Norman Mailer, por su parte, declaró que solo por Trópico de Cáncer ya se le debía considerar como el mayor escritor americano del siglo XX, por encima de Faulkner y a la altura de Hemingway. Y qué decir de la Generación Beat, el fenómeno que estalló a continuación, que sin duda se inspiró en su estilo descarnado para tomar impulso y lanzarse a los caminos. Si Miller tumbó la puerta, Ginsgberg, Kerouac o Burroughs directamente le prendieron fuego al edificio.

En uno de los cortes de aquella entrevista en el baño de Schiller, que puede verse en YouTube traducida al castellano, un Miller de 84 años recuperó una frase de William Blake que le tenía fascinado: "Se puede llegar al paraíso pasando por el infierno". Al pronunciarla, una sonrisa picarona le arrugó el rostro. Lo pillas al instante. Fue exactamente lo que él hizo.

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