Este artículo se publicó hace 16 años.
El mejor alcalde, el rey
A mediados del siglo XVIII, la luz de la razón comienza a abrirse paso en España. La trajo consigo un rey peculiar, campechano y no especialmente genial, pero sí profundamente pragmático, Carlos III, el tercer hijo del fundador de la dinastía borbónica en España, Felipe V.
Accedió al trono por una carambola del destino tras la muerte de sus dos hermanastros mayores sin descendencia. Sin embargo, no se trataba en absoluto de un rey novato, sino de un monarca maduro y veterano. A sus 43 años contaba con dos décadas de experiencia llevando las riendas del reino de Nápoles, donde se había ganado el respeto ciudadano gracias a su acción de gobierno moderadamente reformista y su apuesta por las Artes. Bajo su tutela comenzaron, por ejemplo, las primeras excavaciones en Pompeya.
Como otros monarcas absolutistas de la época –Federico II en Prusia, Catalina II en Rusia– adoptó un discurso paternalista y gobernó guiado por la razón para mejorar la calidad de vida de la mayoría (sin oponerse nunca frontalmente a clero o aristocracia), sin cuestionar la estructura del Estado, el orden social, que legitimaba su poder absoluto. Es decir, sin dar voz o voto a ningún órgano representativo. En definitiva: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Para poder llevar a cabo su reformismo sereno se rodeó de un equipo de ‘súper ministros’, que realizaron bajo la supervisión real un verdadero lavado de cara de la España barroca. Al principio, la batuta la llevó el italiano Marqués de Esquilache, que comenzó por la economía. Aumentó la presión fiscal sobre la aristocracia y el clero para conseguir ingresos con los que sufragar la intervención española en la Guerra de los Siete años (contra Inglaterra por el control de colonias en América) y liberalizó el comercio de grano. Paralelamente, intentó convertir a Madrid en una capital europea: habilitó el primer sistema de recogida de basuras y un sistema de alumbrado para paliar la inseguridad ciudadana.
Pero tanto las medidas económicas como las “higiénicas” le granjearon la enemistad de unos y otros. Las clases populares vieron cómo los precios de productos básicos se encarecían tras la liberalización del grano, que quedó en manos de especuladores. Por su parte, las clases privilegiadas veían peligrar su status a manos de un “peligroso ilustrado”. El descontento social contra el Secretario de Hacienda culminó en 1766 con el Motín de Esquilache, orquestado fundamentalmente por el clero, que obligó al Rey a desterrar al italiano y a nombrar nuevos ministros. El relevo lo cogieron Floridablanca, Aranda, Jovellanos y Campomanes; quienes emprendieron reformas en Agricultura (se repartieron las tierras comunales), Economía (se puso en marcha la primera banca estatal) o Enseñanza (se intentó garantizar el acceso a todos los grupos de la sociedad). También se activaron cientos de obras públicas, instituciones benéficas, un ambicioso plan industrial y una reforma del Ejército.
Pero hubo muchos errores y fracasos. Para dañar al imperio británico, Carlos III apoyó junto a Francia la independencia de EEUU, que daría alas más tarde a las pretensiones independentistas de las colonias españolas. La agricultura no logró despegar y las crisis de subsistencias siguieron provocando hambrunas cíclicamente.
El Rey murió en 1788 y con él acabó la época de reformas “ilustradas”. El estallido casi inmediato de la Revolución Francesa (1789) provocó una ola de terror en las monarquías europeas que giraron rápidamente hacia un conservadurismo radical para evitar un contagio revolucionario. La decadencia económica y la vuelta al absolutismo en España sobrevino inevitablemente con Carlos IV, su hijo y sucesor. Se habían puesto unos cimientos básicos para que España entrase en la Edad Moderna, pero aún quedaba un largo camino por recorrer y un primer gran escollo que tardaría sólo unos años en llegar: la Guerra de la Independencia.
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