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Miguel Ángel Hernández: "Vemos muertes todos los días en las series y las noticias, pero seguimos sin aceptar la propia"

Miguel Ángel Hernández
Fotografía del escritor Miguel Ángel Hernández. E. Martínez Bueso

Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) ha pasado mucho tiempo últimamente escribiendo sobre muertos, féretros, tanatorios, cementerios. Un viaje a lo sombrío que le trajo dos consecuencias. Por un lado, tomar consciencia de los muchos problemas que seguimos teniendo las sociedades occidentales para asumir el fin de la vida. Por el otro, levantar Anoxia, su nueva novela, que acaba de publicarse en Anagrama. El libro expone la relación entre Dolores, una mujer de mediana edad que ha perdido a su marido, y Clemente, un anciano que viste como un dandy y que trata de convencerla para que le ayude a rescatar una vieja tradición: la fotografía a los difuntos. Una costumbre que existió hace dos siglos y que hoy nos parece sórdida e inquietante.

¿Cómo escoge tema para una novela?

Los temas no se eligen, te persiguen. Me refiero a los que están debajo del texto, que en el caso de Anoxia son la muerte, el duelo o la pérdida. Luego eso se encarna en una historia concreta. Pero siempre hay una reverberación, una especie de imán interior que hace que te fijes en unos asuntos determinados o que algunos acaben calándote más que otros. Y convirtiéndose en obsesiones. Es lo que decía Flaubert: los temas no se escogen, se padecen.

¿Por qué la fotografía post-mortem?

La fotografía, en general, siempre me ha fascinado. En concreto, el periodo del segundo tercio del siglo XIX, cuando se produce la irrupción de la imagen y el arte deja de ser lo que había sido. Ahora lo vemos como algo muy normal, pero aquella transformación fue algo mágico y revolucionario. Con la fotografía post-mortem entré en contacto por primera vez a través de Los otros, la película de Alejandro Amenábar. Me asombró. Porque tocaba esa cosa de lo mórbido, lo gótico, lo místico... Cómo la imagen capta lo invisible, lo que está en el otro lado. Y el último momento de un cuerpo. Con los años fui leyendo artículos y comprando libros que trataban el tema. Fue especialmente importante La cámara lúcida, de Roland Barthes, que vincula la fotografía con el duelo, porque la fotografía nos habla siempre de un momento que ya no está.

¿No partió de cero con la documentación, entonces?

No. Vino sola, con el tiempo, inconscientemente. De hecho, cuando comencé a escribir la novela, ya no volví a consultar ni un solo documento. Como ya había leído tanto sobre la materia, no me hizo falta regresar a los libros. Sí que me apunté a un taller de daguerrotipia [técnica fotográfica primitiva mediante la cual las imágenes captadas con la cámara oscura se fijan sobre una chapa metálica]. Hay cosas que no basta con estudiarlas, también debes saber hacerlas. Necesitas poseer esa experiencia, aunque solo sea para afinar un párrafo, para que luego el lector sienta que aquello que le cuentas lo has tocado. Que lo has olido.

Miguel ángel Hernandez
Daguerrotipo realizado con la técnica Bequerel en el que se muestra a Miguel Ángel Hernández en 2020. Taller de daguerrotipo de Hélène Védrenne y Nina Zaragoza

En 'Aquí y ahora', uno de sus diarios, anota: "Es tu manera de escribir: no esperar a estar preparado. Tirarte a la piscina sin saber nadar. Y confiar que en algún momento saldrás a flote y podrás regresar a la orilla". ¿Ha sido también el caso en 'Anoxia'?

"Si solo hablamos de la forma, esta es la novela que más me ha costado escribir"

Exactamente igual. Siempre empiezas de un modo muy tentativo. Tienes una idea de lo que quieres hacer, pero no sabes cómo. Y vas dando vueltas y vueltas. Si solo hablamos de la forma, esta es la novela que más me ha costado escribir. El tono lo tuve que ir ajustando a medida que avanzaba. A veces es la única manera de escribir. El desarrollo de una historia no funciona simplemente en abstracto, en nuestra cabeza. Se llega a él conforme vas tecleando. Tienes que tirarte al agua. Porque a nadar se aprende en la piscina, no en la cabeza.

Libra dos batallas. La estructura del libro y su lenguaje. ¿Cuál le cuesta más ganar?

Depende. Hay textos en los que se revela enseguida la estructura, pero en los que te cuesta encontrar las palabras que la sostengan. En cambio, hay otros en los que das con la voz indicada muy rápido, pero te falta todo lo demás. Son dos luchas diferentes. Pero siempre hay un momento en el que se convierten en una, porque el lenguaje va condicionando la historia y la historia, a su vez, el lenguaje. En Anoxia lo más difícil fue encontrar el tono, porque se aleja del que suelo usar normalmente. El narrador tenía que enfriarse, un poco a la manera de los de Coetzee, porque los personajes y la trama ya estaban bastante cargados de emociones.

El "anciano misterioso" que quiere mantener viva la tradición de fotografiar a los difuntos. ¿De dónde sale Clemente?

Es la pieza que mueve a las demás. El desencadenante, aunque no sea el narrador. Es un personaje que está en el límite de la genialidad. Que por un lado fascina y por el otro inquieta, por todo lo que no dice. Siempre quise inspirar esta novela en el siglo XIX, a partir de un fotógrafo que bailara entre lo genial, lo misterioso y lo gótico. Pero no me vi capaz. Él es el superviviente de ese mundo que no me atreví a abordar. Me lo llevé al presente. Tiene mucho de los simbolistas, de los románticos, de Baudelaire... Es el último fotógrafo de una época.

Dolores no sabe si ver en él un maestro o una amenaza. La novela juega hasta el final con la posibilidad de que todo salte por los aires.

El texto se mueve todo el tiempo en esa frontera, sí, como si pudiera pasar a la novela negra o a lo paranormal en cualquier momento pero nunca acabara de girar. Me gusta acercarme a esos límites. La relación de Dolores con el anciano también bordea constantemente ese precipicio. En algún momento puede ser visto como alguien que ha hecho algo terrible, pero siempre trato de bajarlo, para que no se vaya de madre. Tampoco podría escribir una novela de ese estilo. ¡Pero porque no me saldría! [risas]

El libro es una reflexión sobre el duelo.

Fundamentalmente. Sobre qué nos pasa cuando perdemos a alguien, cuando volvemos a caminar después de ese momento en el que se nos corta la respiración al marcharse un ser querido. Las imágenes pueden ser una forma de consuelo.

¿Son suficientes?

"¡Vemos muertos mientras comemos! Y, sin embargo, seguimos sin aceptar la muerte propia, o la que nos toca de cerca"

Después de tanto tiempo escribiendo sobre la pérdida, uno se pregunta por qué tenemos esa relación tan contradictoria con la muerte. Hoy la vemos constantemente, en todas las series y en todos los telediarios. ¡Vemos muertos mientras comemos! Y, sin embargo, seguimos sin aceptar la muerte propia, o la que nos toca de cerca. Ese es el inicio del arte, de hecho. El arte surge porque no aceptamos la muerte y tenemos que buscar los modos de simbolizarla. Esta sociedad no sabe qué hacer con la muerte. Porque es la amenaza de que se resquebraje todo el sistema. Cuando nos sentimos mortales, todo se viene abajo.

Nunca nos sentimos tan vivos como durante la pandemia.

Claro, pero porque entonces se intensificó mucho el peligro de que todo se fuera al garete. Nos sentíamos frágiles, veíamos que nos moríamos. Y de repente ya nos daban igual muchísimas cosas por las que el día antes habríamos perdido el sueño. De la pandemia salimos iguales o peores. Pero, mientras duró, sí que fuimos mejores. Nuestra relación afectiva con el mundo cambió por un tiempo.

¿Cómo tratamos la muerte?

La quitamos de en medio. Porque si no todo cae. Por eso rápidamente la sacamos de casa, la llevamos al tanatorio y a los cementerios, nos deshacemos de la ropa y los objetos de la persona que se ha ido. Como si nos diera mal rollo. La idea de herencia, de legado, de memoria, la cuestionamos. Entonces, si quieres hacer una foto de algo que hay que expulsar, como los personajes de mi novela, te ven como un excéntrico.

Y eso que llevamos todo el día una cámara en el bolsillo.

Hacemos fotos de cosas que queremos atraer, de cosas banales, perecederas. De comida. Pero no de aquello que nos molesta. Porque pensamos que, en cierto modo, lo estaríamos atrayendo. Por eso es impensable hoy la tradición de la fotografía post-mortem. Por eso un argumento como el de Anoxia parece casi de ciencia ficción. Porque muestra una práctica que es imposible que se dé hoy por el modo que tenemos de relacionarnos con la muerte.

Dolores recuerda el rostro de su marido, pero es un retrato indefinido. Si tuviera que dibujarlo, no sabría hacerlo, porque no vio el definitivo.

Ver la última imagen de un cuerpo es poner el punto final a una historia. Aceptar que una vida ha terminado. Pero no haberla visto, como sucedió con aquellos que perdieron a familiares durante la pandemia, o con los desaparecidos, o con los represaliados, provoca que la herida siga abierta. Te han quitado algo que necesitabas. Dolores siente eso. Que no ha podido cerrar su duelo porque no quiso o no pudo ver el rostro de su marido después de fallecer en un accidente de tráfico. Las imágenes son conclusivas, porque generan un sentido para aquello que no lo tiene. Que la gente se muera es lo que tiene menos sentido de esta vida. Pero la imagen activa otra vida, la del recuerdo.

¿Qué ocurre con el escritor cuando escribe tanto sobre la muerte?

La gente que lee mis novelas pensará que soy un triste. No se van a querer ir nunca conmigo de copas [risas]. Pero tengo los diarios, en los que sí que hay bastante humor. Los diarios son de vida y las novelas son de muerte [más risas]. Es cierto que, cuando pasas tanto tiempo reflexionando sobre eso, acabas naturalizando su presencia. O transformándolo en algo literario. Uno llega a una edad en la que ya empiezan a morirse los padres de sus amigos, o tristemente también algunos amigos, y no hay mes que no vaya al menos una vez al tanatorio. Me tocó ir mientras estaba trabajando en la novela. Y la mirada me había cambiado. He naturalizado un poco más la muerte, la he convertido en algo cotidiano como pensamiento. Debemos convivir con todo aquello que conlleva su imaginario. Los entierros, los tanatorios, los cementerios, los féretros, las flores... Eso está ahí todos los días, y si no lo vemos es porque no queremos que nos fastidie nuestra ilusión de felicidad. No queremos verlo como no queremos ver los hospitales ni tantas otras cosas. A lo mejor nos da miedo sentir que vivimos como unos ilusos.

Miguel Ángel Hernández
Daguerrotipo realizado mediante un revelado con mercurio y bromo acelerado en el que se muestra a Miguel Ángel Hernández en 2020 Taller de daguerrotipo de Hélène Védrenne y Nina Zaragoza

El paisaje es prácticamente un personaje más de la novela. ¿Por qué el Mar Menor?

Yo tenía claro que quería escribir sobre un pueblo de costa en invierno. Siempre me han interesado esos espacios que están llenos en verano y que en invierno se vacían. Pueblos fantasmas. O espectrales. En mi cabeza estaban los de la costa del Mar Menor, algo tipo Los Alcázares, por ejemplo. Porque soy de Murcia y es lo que más he visitado. Pero cuando ya estaba inmerso en el trabajo, de repente llegaron las lluvias y las inundaciones en la región. La DANA de 2019 y el episodio de la anoxia [a raíz del temporal, miles de peces muertos o agonizando aparecieron flotando en las orillas de las playas]. De repente sentí que si iba a escribir sobre ese lugar, esa realidad tenía que estar presente. Aparte de que meter eso en la historia era como hacer un zoom hacia arriba. Me di cuenta de que lo que estaba sucediendo allí, en el fondo, eran los últimos días de algo. Un mundo que queríamos y que comienza a desaparecer. Algo que se resquebraja en nuestro entorno. Ese paisaje le dio un sentido global a la reflexión sobre la pérdida, porque el libro trata sobre la muerte y la memoria del cuerpo, pero también sobre la muerte y la memoria del entorno, debido al cambio climático, a nuestra explotación de la Tierra, etc.

En 'El dolor de los demás' ya se acercó a la muerte, pero, en ese caso, por el crimen y el posterior suicidio de su mejor amigo de la infancia. Algo mucho más biográfico. Aquí el proceso es otro.

Es diferente y a la vez parecido. En Anoxia no tuve que convertir mis recuerdos en literatura. Pero lo que sí que está es una especie de sustrato: la experiencia. Y la experiencia del duelo de Dolores en el fondo es mi propia experiencia. Los datos no vienen de la memoria, pero la estructura con la que los montas para que parezcan reales sí que sale de ti.

Otra frase de sus diarios: "Las fotos y la memoria son capaces de traer los recuerdos al presente. Pero son las palabras las que dan verdadero sentido a lo vivido". Tiene años.

"Necesitamos las palabras. Las imágenes por sí solas no nos sirven"

¡Vaya, no me acordaba de esto! [risas]. Ahí ya estaba una de las claves de lo que he hecho ahora. Las fotos traen el recuerdo del cuerpo, pero las interpretamos con nuestras palabras, que son las que construyen sentido. Por eso, cuando miras la foto de un ser querido que se ha ido, no ves a un muerto: ves a un hijo, a un padre, a una hermana. Y, sin embargo, para el resto sí que son fotos de muertos. Necesitamos las palabras. Las imágenes por sí solas no nos sirven.

Sus textos suelen ser bastante metaliterarios. En 'Anoxia', en cambio, la literatura es herramienta, no tema. ¿Por qué?

La novela no es consiente de su estructura ni de su lenguaje. En este sentido, es una novela muy clásica. Quería hacerlo. No sé si para demostrar que también sé escribir novelas convencionales. O porque era lo que la historia necesitaba. Creo que es una novela más madura que las anteriores. Porque ya no tengo que reflexionar sobre la herramienta que utilizo, sino simplemente utilizarla. Como si ya estuviera suficientemente trabajada.

Vive la escritura como lo que es: un proceso extremadamente laborioso. Y ahora encima es un autor reconocido.

No es que eso me afecte demasiado, la verdad. No sentí presión por el éxito de El dolor de los demás. Más bien me sentía liberado, como si hubiera cerrado una etapa anterior. Antes era un profesor de Historia del Arte que escribía. Ahora, en cambio, siento que ya saco los textos como un escritor puro. Me lo he ido creyendo. Esta novela es la primera que he levantado tirando de oficio.

Y ahora viene el encuentro con el público.

Los autores, por lo general, no disfrutan de esta etapa. Pero a mí me gusta casi al mismo nivel que la escritura. Estos días me sirven, por un lado, para generar un discurso sobre lo que he hecho, porque es al hablarlo cuando uno empieza a tenerlo más o menos claro. Y, por el otro, también para percibir que eso que he escrito ha acabado llegando a los demás. Los "he sentido que me estaba hablando a mí", o "me ha hecho llorar", o "no me la quito de la cabeza", son las reacciones que hacen que tu trabajo merezca la pena. Algo que escribiste sintiéndolo tú solo, ahora también lo siente otra persona. Es como iniciar una conversación.

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