Este artículo se publicó hace 16 años.
283 vidas en una
No me gustaría caer en los tópicos que se suelen soltar cuando alguien pasa a mejor vida: amigo de sus amigos, buena gente, etc... Sergio Algora era un cabronazo; un cabronazo encantador, eso es lo que era. Era lo suficientemente buena persona (mucho) para serlo (encantador), pero nadie que le conozca mínimamente me negará que lo era.
Era tan inteligente que uno tenía muchas veces la sensación de que no hacía falta hablar con él, que ya había previsto todo lo que uno pudiera decirle y que sorprenderle era una utopía. Era un gran conversador, recurría con frecuencia a la mentira y a la exageración, como si la realidad no fuera suficiente para él. Y es que, en realidad nunca lo fue, de ahí nacían todos sus textos, su sentido del humor, todo. No fue suficiente tampoco su enfermedad: capeaba y cargaba con ella con una vitalidad pasmosa, y sobre todo con mucho humor, humor maño, desde luego, humor impertinente, indomable y cojonudo.
Le gustaba el gin-tónic, las buenas canciones (grababa los mejores "mezcladitos" del mundo y les ponía títulos espectaculares, aún conservo un par, mi favorito: "este mundo necesita un trasplante"), flirtear con las chicas (si tenían tetas grandes mejor) y escribir.
No tengo ninguna gana de ir al entierro, ninguna, tengo ganas de irme a beber con todos y reírnos un rato de las miles de historias que dejó, son muchas y la mayoría, verdad. Porque no os engañéis, Sergio ha vivido muchas vidas, como 283 más que cualquiera de nosotros.
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