Supongamos que ha habido al menos dos festivales este año en España que no pretendieron ser un conglomerado de entretenimiento musical planificado. Su cartel fue embutido a partir de la inflación de una garantía: vale con tener ligado a un grupo con renombre, de los que envidia la competencia. Esto precipita una equivalencia engañosa. Hoy, tener a una banda de las que te salvaría un festival significa, ni más ni menos, tener un festival. Y no, ¿verdad?

Mientras un festival constituye un organismo, eventos como el Daydream o el Dr. Loft 05.00, celebrados ambos durante el pasado mes en Catalunya, ejercieron de simple membrana cuyo núcleo era su ostentosa cabeza de cartel (Radiohead y R.E.M., respectivamente) y lo demás eran corpúsculos al servicio de ese núcleo. Excusas para crear una marca. Esos eventos son una célula. Un concierto hinchado. Tan lícito como un tres por dos en un supermercado, eso sí.

¿Qué arrojan sus resultados? Atolondrado por saturación, el público apenas se dio por enterado de que R.E.M. y The Stooges tocaban en Girona. Su concepto mezclado de afterparty de domingo dificultó la explicabilidad del producto y el asunto no fue inteligible. Porrazo. Me gustaría saber cuánto hace que R.E.M. por sí mismos no vendían tan pocas entradas. Al Daydream fueron muchos más: los que quisieron ver a Radiohead. ¿Hubiera sido lo mismo programar a Radiohead y punto? Casi, pero no.

¿Qué gana un promotor por armar un festival más? Uno: la inflación del cartel incrementa el precio de la entrada. Y lo justifica. Dos: visibilidad en prensa. ¿Cuántas páginas puede dedicar un periódico a música? Este año habrá más de cien en España. Tres: los patrocinadores, las marcas que acuden a eventos visibles y “con alma”, para participar de su “carácter”. Dinero. Cuatro, y última razón para armar un festival: la creación de marca. Un grupo a solas no tiene ya suficiente potencia narrativa. Ya saben, cosas del marketing.