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Adiós a un trozo del escudo

 

 

JOSÉ MIGUÉLEZ

Llovía como nunca sobre el Calderón. El Betis ganaba 1-3. El liderato, que por entonces (décima jornada, noviembre de 1983) no sonaba a quimera en el Atlético, se esfumaba. La escena invitaba a la fuga, sobre todo en las gradas descubiertas. Pero el personal se quedó. Arteche había tocado la corneta. Marcó Votava, el cielo no dejaba de descargar, el reloj corría. Y como siempre en las mal dadas, Arteche abandonó el área propia y llevó hacia la contraria y a la carrera su ambición racial. Le dio igual quedarse rodeado de rivales. Ya no se movió de allí hasta que revolcó el marcador. Minuto 86. Salto por las bravas y gol de cabeza. Al caer, la pierna le dio un aviso inequívoco de dolor. No importa, el trabajo no había concluido. Minuto 90. Otro salto imposible, otro cabezazo letal, otro gol. 4-3. El delirio sobre el Manzanares. El primer puesto a salvo. La rodilla crujió, ya rota. Una camilla sacó a Arteche del área. Estaba feliz. Se volvió inolvidable.

Arteche se ha ido, víctima de un cáncer extendido del que no dejó de defenderse como buen central durante los dos últimos años. Falleció ayer en Madrid a los 53. Pero su recuerdo permanecerá en el santoral colchonero. Por sus goles en la épica velada del Betis y por otras muchas tardes de coraje, rebeldía y ambición. Custodió las rayas rojiblancas con lealtad extrema dentro y fuera del campo, primero como jugador en activo y luego como militante emocional. Arteche llegó de fuera en 1978, de Santander y del Racing, pero se inyectó el Atlético en vena desde el primer día. Tanto que con él se muere un trozo del escudo.

Llegó como central aparatoso, brusco y limitado, pero creció hasta convertirse en un líbero autoritario, con pasajes de mucha más clase de la que le concedió su caricatura. Cargó con Algarrobo como primer apodo, pero finalmente se impuso Artechenbauer, porque satisfizo por igual a sus fieles (por convicción) y a sus detractores (por ironía). Al lado de Pereira, los tres primeros cursos, aprendió a reinventarse, a recuperar la pelota antes que a despejarla a lo lejos.

Pese a las campañas en su contra, conquistó la selección. Jugador expeditivo y corajudo, cargó con una fama de leñero (la propaganda blanca le definía entonces como el Ingeniero de la luxación) más exagerada que real. Entendió el antimadridismo, sano, como un mandamiento sagrado de una religión, la rojiblanca, que siempre llevó muy dentro. Le tocó vivir una época volcánica en el club (conoció cuatro presidentes: Calderón, Cabeza, Castedo y Gil) y la recorrió siempre con máxima lealtad.

Con Jesús Gil, después de un primer año cariñoso, acabó mal, como todo el que se atrevía a llevarle la contraria. El presidente se inventó una excusa en 1988, que el central vendía zapatillas, y le apartó del equipo hasta que los tribunales un año después dieron la razón al cántabro y zanjaron una indemnización.

Arteche se retiró como jugador, pero no como atlético. Lideró la primera y única oposición convincente que tuvieron los Gil cuando aún era posible. Quizás por eso se le ha visto lejos de los actos oficiales. Del corazón de los atléticos nunca se fue. Nunca se irá.

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