Este artículo se publicó hace 3 años.
Paraísos fiscales covid-19¿Subidas de impuestos? El coste de la covid-19 pasa también por acabar con los paraísos fiscales
El FMI y la Administración Biden apuestan por elevar la presión tributaria sobre multinacionales y grandes fortunas. Pero, por primera vez en décadas, incorporan a esta estrategia los paraísos fiscales, con objeto de evitar fugas de capitales con las que estos enclaves han llegado a atesorar 36 billones de dólares.
El ciclo de negocios inaugurado tras el credit crunch de 2008 y que se cerró con la aparición de la covid-19 y la Gran Pandemia económica –la primera recesión sincronizada global en tiempos de paz– y que ha llevado a la primera potencia global, EEUU, a registrar su etapa de prosperidad más prolongada desde la Segunda Guerra Mundial –129 meses de crecimiento sostenido, desde junio de 2009– ha sido también una fase de especial bonanza para los paraísos fiscales. Las más de 90 jurisdicciones que operan con secreto bancario o baja fiscalidad a capitales foráneos han llegado a acumular entre 24 y 36 billones de dólares en el ecuador de los casi 11 ejercicios de dinamismo económico internacional. Al calor de los excelsos beneficios bursátiles surgidos a lo largo de esta fase de esplendor. Pero también de la docilidad que reina en el orden económico mundial con los flujos de capitales que acaban en estos enclaves –algunos de ellos responden al más elegante término de centros offshore– que han salido de las otrora efectivas listas negras decretadas por las autoridades fiscales, bajo el compromiso de cooperar en el intercambio de información de sus huéspedes tributarios, pero que, sin embargo, siguen manteniendo lo que la OCDE denomina prácticas tributarias dañinas.
En la década de los 70, apenas existían una docena de territorios con el cartel de paraísos impositivos. No sólo las conocidas como "islas de los tesoros" –las caribeñas Bahamas, Anguilla, Aruba, Barbados, Belice, Bermudas, Islas Caimán, Panamá, Santa Lucía, San Cristóbal o San Vicente–, también territorios europeos, desde Andorra hasta las Islas del Canal, Chipre, Gibraltar, la Isla de Man, Jersey, Guernsey, Liechtenstein, Malta o Mónaco. O más remotas, como las Islas Cook, las Mauricio o las Marshall, Nauru, Seychelles o Vanuatu. Sino reputados centros financieros (offshore) con secreto jurisdiccional a los capitales, como la City londinense, Suiza, los estados americanos de Delaware o Nevada, Luxemburgo o el emirato de Dubái, Singapur, Malasia o Hong Kong. Entre otros.
Todos ellos han llegado a atesorar hasta 36 billones de dólares, según Nick Shaxson, analista de Tax Justice, think tank que vigila la fuga de patrimonios no declarados en estos enclaves y aporta datos sobre su capacidad de absorción de bienes sin declarar o, cuanto menos, sometidos a una premeditada opacidad que les hace eludir la acción de las autoridades tributarias. La cantidad es casi la suma del tamaño de las economías de EEUU y China, las dos mayores del planeta, y tres veces más que la cifra acumulada con anterioridad a la crisis financiera de 2008. Por si fuera poco, la porción más importante de sus recepciones monetarias pertenece al 0,1% de riquezas más cuantiosas del mundo. Foreign Policy menciona el año 2015 como el momento álgido en el stock de capitales en paraísos fiscales. Shaxson incide en varios de los daños colaterales que se derivan de la propia existencia de estos territorios de baja tributación. El más elocuente, la fuga de recursos que, cada año, registran las arcas estatales. De potencias industrializadas, mercados emergentes y países de bajas rentas. Aunque también es el destino de organizaciones criminales que dirigen a estas jurisdicciones sus ganancias –generalmente tras pasar por procesos de lavado de dinero, mucho de los cuales se facilitan en los mismos enclaves–, o de patrimonios ocultos de dictadores u oligarcas y, por supuesto, de beneficios corporativos que eluden su responsabilidad fiscal bajo el principio rector y universalmente aceptado de la localización de sus sedes oficiales. No siempre productivas, sino, más bien, cosméticas, para sortear sus obligaciones en territorios con presiones fiscales por encima de las estipuladas en los paraísos tributarios. Y que, en esencia, se camuflan con altos niveles de ingeniería financiera e impositiva.
Vitor Gaspar: "El coste de la covid-19 no solo va a ahondar en la brecha de la desigualdad, sino en la de prosperidad"
A este escenario de perversión fiscal es al que parecen encaminarse las primeras directrices que ha marcado la Administración Biden. De subir el tipo impositivo del IRPF a las familias con más de 400.000 dólares de ingresos anuales, corregir las "lagunas tributarias" que existen en el Código Fiscal americano y que posibilitan la fuga de capitales de las grandes fortunas, o la declaración de intenciones, surgida en boca de la propia secretaria del Tesoro, Janet Yellen –expresidenta de la Reserva Federal– de aumentar hasta el 28% –desde el 21% en la que la situó la rebaja de Sociedades de Donald Trump, que lo redujo hasta esta cota desde el 35%– el gravamen a los beneficios empresariales, y la apertura de un diálogo sobre esta cuestión en el seno del G20. No por casualidad, casi al mismo tiempo, con un decalaje de días, el FMI, en su informe de –cumbre de primavera– acaba de respaldar incrementos impositivos y cambios en los sistemas fiscales para sufragar la factura del coronavirus: "El coste de la covid-19 no solo va a ahondar en la brecha de la desigualdad, sino en la de la prosperidad", señalaba Vitor Gaspar, director de su Departamento Fiscal, para quien los gobiernos "necesitarán elevar sus ingresos para mejorar el acceso de sus ciudadanos a los servicios públicos –Sanidad, incluidas las campañas de vacunación, y Educación– y fortalecer sus políticas redistributivas de riqueza y avanzar en la cohesión social". Al igual que para elevar sus ratios de investigación e innovación y proyectar sus agendas de sostenibilidad climática. La existencia de un impuesto mínimo mundial a las empresas es una de las herramientas de mayor utilidad para luchar contra la elusión tributaria y para abordar una hipotética y futura batalla contra los paraísos fiscales y centros offshore.
¿Cambio de directrices fiscales?
Algo, pues, se mueve en el Despacho Oval. Porque el presidente demócrata, en una reciente comparecencia, dijo no temer la fuga de capitales de las grandes empresas. "Para nada, porque no existe evidencia alguna de que eso pueda ocurrir" con una subida de impuestos. El asunto –escribió Biden en su cuenta oficial de Twitter– "es que Wall Street no construyó este país, sino la clase media americana", en línea con su lema de campaña y su compromiso presidencial y un argumento contestatario al "Make America Great Again" de Donald Trump y su suntuosa doble rebaja –sobre las rentas y en Sociedades– de 2017. Por si fuera poco, sacó a relucir un reciente estudio, ampliamente divulgado en EEUU, del Institute of Taxation and Economic Policy, en el que se revela que 55 de las mayores multinacionales estadounidenses –entre otras, Nike, FedEx o Dish Network– no pagaron impuestos federales en 2020. Ni un solo dólar. A pesar de obtener más de 40.000 dólares de beneficios conjuntos. Cada año, el Tesoro americano deja de percibir entre 90.000 y 110.000 millones de dólares por elusión fiscal. Casi la cuarta parte de los 427.000 millones en los que cifra el FMI las pérdidas de recaudación impositiva global. De haber gravado sus beneficios con el 21% que establece la ley impositiva de Trump, habrían ingresado 8.500 millones en el ejercicio de la Gran Pandemia; lejos de ello, obtuvieron deducciones y exenciones por valor de 3.500 millones. EEUU recaudó 3,7 billones de dólares en impuestos en 2020, según las primeras estimaciones oficiales, de los que las rentas personales aportaron el 47% y las firmas corporativas, el 11%. Alrededor de 20 puntos por debajo de su gravamen legal. Cota que permanece en estos niveles, además, desde hace más de dos décadas.
Según datos de 2018 y 2019, las corporaciones de EEUU elevaron en 300.000 millones de euros sus beneficios 'offshore'
También Yellen justificó la necesidad de cambio de las reglas impositivas. "La competitividad es algo más que las decisiones que toman las compañías americanas en sus cuarteles generales de acometer fusiones y adquisiciones" dijo la secretaria del tesoro en una conferencia en el Chicago Council on Global Affairs: "es tener la certeza de que los gobiernos disponen de modelos fiscales estables que les hagan obtener los ingresos suficientes con los que invertir en servicios públicos esenciales y poder responder a crisis, lo que demanda cultivar una conciencia social que apoye una recaudación con una presión impositiva ajustada a la financiación que precisa el Ejecutivo federal", asegura Bloomberg. Su argumento encierra otros datos sumamente reveladores. Las mayores 500 multinacionales estadounidenses gastaron 1,5 billones de dólares –equivalente al PIB español– en recompra de sus propias acciones en los mercados para impulsar el valor de sus activos, con los consiguientes bonus para sus ejecutivos, y pagaron casi otro billón más en el pago de dividendos. Una práctica que ha creado un colosal arsenal de inversiones productivas, alejadas de la coyuntura real que, en su mayor parte, ha ido a parar a los bolsillos de sus clases más pudientes; al 10% de los americanos más ricos. Según datos de 2018 y 2019, es decir, los dos ejercicios bajo la rebaja fiscal de Trump en vigor. Mientras que, en ese bienio, el último antes de la Gran Pandemia, las corporaciones de EEUU elevaron en 300.000 millones de euros sus beneficios offshore; es decir, declarados fuera de las fronteras del país, cada uno de los dos años citados, con elusión impositiva de por medio.
Los mensajes de Biden y Yellen van ligados de la mano. O, dicho de otro modo: responden a una estrategia de cambio de rumbo fiscal por parte de EEUU. No solo para pagar una porción de la crisis sanitaria, sino también para sufragar los 2 billones de dólares del plan de infraestructuras y avanzar hacia la sostenibilidad a través del Green New Deal, que aún perfila la Casa Blanca, si bien ya ha anunciado que será de máximos en su objetivo de alcanzar las emisiones netas cero. Pero las acciones impositivas para gravar en mayor dimensión a las grandes fortunas y las firmas multinacionales requieren de esfuerzos concertados internacionales. De ahí que Biden y Yellen hayan sacado a relucir la reeditada doctrina multilateral –abandonada por Trump– para impulsar desde el G20 y el FMI virajes regulatorios con efectos globales. Porque el cruce de la frontera entre la legalidad y la ilegalidad, en materia impositiva, se traspasa demasiado a menudo y exige nuevas reglas de obligado cumplimiento. Muy en especial, para consolidar el ciclo de negocios poscovid y abordar los desembolsos de la crisis sanitaria. Desafío que pasa por combatir a los paraísos fiscales, a donde se dirigen no solo partidas monetarias, sino activos en oro, acciones y otras inversiones más intangibles vinculadas a propiedades inmobiliarias con testaferros, al arte o a las joyas y otros bienes de lujo.
La docilidad de los últimos años, con el beneplácito de la Administración Trump, que ha dejado en el limbo los intentos del G20 y de la OCDE de estructurar una fiscalidad internacional capaz de gravar los beneficios de las multinacionales en cada país en el que operan, en función de sus ingresos en cada mercado, y de abandonar con ello el principio de la sede corporativa, ha estado detrás del último intento de perpetuar los paraísos fiscales y de blanquear las fugas de capitales. En un momento en el que sólo la contención efectiva de la covid-19 puede ocasionar a los países industrializados más de un billón de dólares de recaudación adicional, según el FMI. Necesarios, pero insuficientes, para acometer con éxito sus consolidaciones presupuestarias. Los agujeros en las cuentas públicas de las economías avanzadas han pasado del 2,9% del PIB en 2019 hasta el 11,7% en 2020. En los emergentes, se ha duplicado, desde el 4,7% al 9,8% y en las naciones de bajos niveles de renta, también han repuntado, del 3,9% al 5,5% de sus economías.
"No se les puede dar otro cheque en blanco a las grandes fortunas para seguir acumulando riqueza", dice Shaxson
Las declaraciones de Biden y Yellen son una declaración fiscal en toda regla a la política tributaria de Trump. Para la que la secretaria del Tesoro ha pedido al resto de potencias industrializadas y a su club, la OCDE, que "continúen promoviendo estímulos para consolidar la recuperación, dotar al ciclo de crecimiento del impulso que precisa para evitar, acto seguido, desequilibrios y déficits en sus cuadros macroeconómicos". Shaxson recuerda que, en este reto, los patrimonios que se han colocado en los paraísos fiscales deberían rendir cuentas. "Y pagar la factura de la covid-19" como primera contribución. Aunque también para resetear las economías en su propósito de reconvertir los patrones de crecimiento y dirigir la productividad hacia la sostenibilidad y la digitalización. "No se les puede dar otro cheque en blanco a las grandes fortunas y corporaciones para seguir acumulando riqueza y promoviendo desigualdades de renta en el mundo" dice antes de vincular esta estrategia a la urgencia de crear millones de puestos de trabajo perdidos por la hibernación económica derivada de los confinamientos sociales para contener la epidemia. En un momento idóneo –el actual– en el que se presencian retiradas de fondos de centros offshore por parte de determinadas fortunas y empresas por los reajustes financieros y las necesidades de liquidez provocada por la Gran Pandemia.
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