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El lutier que desentraña el alma de las guitarras

El madrileño Ángel Benito Aguado despacha cuatro ejemplares al año, tiempo insuficiente para tratar de arrancarles su secreto

El lutier madrileño Ángel Benito Aguado, en su taller. / HENRIQUE MARIÑO

El madero grueso está parcialmente cubierto por una manta doblada, sobre la que planean las manos de Ángel Benito Aguado (Valdemorillo, 1949), que pudo ser carpintero pero terminó labrando música. Habla con parsimonia sobre el oficio de lutier mientras acuna con sus yemas una guitarra en potencia. Cuando la aterriza, en el banco de trabajo reposan varias piezas de madera ensambladas, pero él ve más cosas, incluso las oye. “Al principio me tiraba horas pulsando las cuerdas para escuchar los armónicos y las resonancias de la madera”. Ahora lo hace menos porque ya alcanza a comprenderlas, o al menos se acerca. “Buscaba misterios, quería descubrir un no sé qué”, añade Ángel, como tragándose los puntos suspensivos.


Todo esto para tratar de averiguar a qué suena una guitarra, que esconde más secretos en su interior. “Cuando aparecen las primaveras, la madera se mueve”, asegura Aguado en su taller de Madrid, rodeado de sierras, escofinas, limas, falsas escuadras y plantillas. “La madera se acuerda de su crecimiento. Es su instinto natural, siempre buscando la luz. Está siempre viva”. Toca un fondo, lo que será la espalda del instrumento, y escucha con atención. “En la madera siempre buscas la gloria, lo que no existe. Es el misterio de los guitarreros”.

Ángel habla con sumo respeto de lo inalcanzable, que tal vez sea el sonido perfecto, pero con cierto distanciamiento de sus instrumentos, consciente de que los hijos de uno también tienen defectos. “Nunca estoy satisfecho, soy un desgraciado”, reflexiona, lapidario. “No estoy conforme con lo que hago, siempre busco más”. A veces, confiesa, con algún instrumento ve “un espejismo”. Una ilusión óptica de la excelencia, que no ha encontrado en casa propia ni ajena. “No estoy enamorado de mis guitarras, pero tampoco de las de otros”.

Exista o no, resulta complejo definir el objeto de su búsqueda, al igual que sucede con el duende del flamenco. “Para buscarlo no hay mapa ni ejercicio”, escribió Lorca. “Sólo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos”. Aguado deja claro que lo suyo es la guitarra clásica, que elabora con palo santo de la India, ébano de Camerún, cedro de Honduras y pino abeto centroeuropeo o pino rojo de Canadá. Cuatro al año, a lo sumo cinco. “A la guitarra de artesanía hay que esperarla”. La que aguarda en el banco de trabajo, por cierto, es un encargo de Patxi Andion, el de Tiempo, tiempo.

“Ninguna guitarra es igual a otra. Dependiendo del sistema con el que fueron hechas, tienen un carácter determinado”. A las guitarras les pasa un poco como a las personas, que no son iguales ni siendo hermanas. En ellas, en su sonido, él persigue la nitidez y la amplitud, aunque cree que en determinados espacios parte con desventaja respecto a otros instrumentos. “La guitarra carece de volumen, pero su belleza no se puede discutir. Su espacio natural es el salón, porque en un gran auditorio se pierde”, explica Ángel, que empezó a curiosear de niño en un taller de carpintería de El Escorial, donde alumbraría su primera guitarra.

Convencido de que ése sería su trabajo, se instaló en Madrid para aprender a tocarla, mientras trabajaba como camarero y panadero. Luego, tras la mili en el Sáhara, empezó a repararlas en la calle Tribulete y, posteriormente, aprendió el oficio de lutier. Sin maestros, según él. Empapándose de libros y practicando. Como ahora lo hace Yunah Park, guitarrista surcoreana, su aprendiz.

Llaman al timbre del número 14 de la calle Monteleón, abre la puerta y lo llaman “maestro”. Luego, cuando los clientes se van, el mismo saludo. El ritual no deja de repetirse en esta esquina del barrio de Malasaña, donde Aguado montó su último taller. “Yo sólo soy maestro de ella”, contesta con humildad, sin dejar de pulir el lateral de los trastes de la guitarra. Ese pozo de secretos al que tanto pregunta y del que apenas recibe respuesta.

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