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"Cuando vuelves, la gente te mira como a un fracasado"

Salvados en el avión de ser expulsados, dos menores inmigrantes cuentan por qué tuvieron suerte

MIGUEL ÁNGEL MARFULL

Omar es un nombre ficticio que  protege la identidad de un menor nacido en Tánger el 27 de diciembre de 1989. Llegó a España en abril del año 2005, “no recuerdo la fecha”, después de tentar a la suerte durante 15 horas escondido bajo la panza de un camión “que me dejó al lado del 12 de Octubre”. Así cuenta Omar su llegada a Madrid. Este joven marroquí no conoce todavía a Bouabid, a quien todos llaman Bobby, pero comparte con él una vida paralela.  

Bouabid Ettair nació también en Marruecos. Vino al mundo en Marrakech, el 1 de enero de 1989, y a la costa de España catorce años después. Él sí recuerda bien la fecha, “fue un 23 de septiembre del año 2003”. Bouabid convivió con el miedo y otros menores a bordo de una patera con origen en Tánger, supuesto destino al futuro y escala obligada en Tarifa, al sur de Cádiz.

Omar y Bouabid comparten con Público un café con leche y su pasado. Creen que, de momento, han tenido suerte. Los dos han estado a punto de ser devueltos a su país. Ambos tenían una edad parecida cuando llegaron a España, ninguno ha podido volver aún a casa y, tanto uno como otro, han gastado media vida entre centros de acogida y sueños de futuro, alejados de sus familias.

Lo que queda atrás

Por eso, Bouabid no conoce a su hermano pequeño, Rahal, que nació en febrero y Omar no pudo ir a la boda de su hermana, que se casó hace un mes. “He cambiado mucho, dice. Mi familia ni me conoce”. Dos de sus hermanos vivían en España cuando cruzó la frontera. “No hay futuro en Marruecos”, se lamenta al mirar atrás. Allí ha dejado a su familia, en la que hay “médicos, abogados...” y una pequeña tienda de la que viven sus padres y hermanos.

“Hablamos cuando podemos”. El móvil es el único lujo de Omar y de Bouabid. El primero vive en un piso de acogida con dos chicas y tres chicos. Sonríe buscando complicidad y se adelanta, “no pienses mal, que no se puede hacer nada”. Omar quiere evitar así malentendidos con su novia. “Tenía una española, pero rompimos”, ahora sale con una chica de Marruecos, “pero no publiques su nombre”, zanja en un arrebato de rubor.

El dinero difícil se suda

Jessica se llama la de Bouabid. Con 18 años, este joven marroquí está terminando un curso de mantenimiento de edificios. Sus únicos ingresos se reducen a los 50 euros semanales que le entregan en el piso de Mensajeros de la Paz en el vive. “España está bien, la gente es maja”, resume al repasar sus primeros días de inmigrante, menor de edad y sin papeles, una combinación triple que ha estado a punto de costarle la expulsión, como a su compañero de conversación.

Omar gana 630 euros en una empresa de fontanería que lo ha contratado hace cuatro meses a tiempo parcial. “Mi jefe es bueno, igual que mis compañeros”. Omar aprovecha para insertar un anuncio por palabras, le bastan cinco: “soy puntual, responsable y trabajador”. Quiere ser fontanero.

“¿Españoles racistas? A veces notas que alguien te mira mal, pero es mejor pasar. Yo paso y sigo mi camino”. Con esta fórmula, Omar ha sorteado dos años y medio en España “sin líos”. “Me gusta ganar el dinero difícil, con mi sudor. Me gusta la sensación de saber que nadie va a venir a buscarme”.

Pero alguien vino, y estuvo a punto de llevárselo. Omar recuerda con detalle quiénes fueron a por él, cuántos eran y la suerte que tuvo para evitar, en la escalerilla de un avión, regresar a Marruecos, a la fuerza y con la cabeza agachada.

“Cuando vuelves, la gente te mira como a un fracasado.” Omar y Bouabid se quitan la palabra para redondear la idea. “La gente, tu familia, piensa que has hecho algo malo y que por eso te echan de España”. “Y si no te dan los papeles, también piensan que haces algo mal”, concluyen.

Una pesadilla

Eso estuvo a punto de ocurrirle a Omar cuando, de madrugada, a las seis, notó revuelo en su piso. “Despierta, me dijo el educador, pensé que me había quedado dormido y que llegaba tarde al taller”. La realidad era muy distinta. “Había nueve policías en casa, uno abajo, cuatro en mi habitación y otros cuatro en el pasillo”.

“Coge tu ropa”. Ésa fue la orden “Cogí lo que pude y lo que no, lo perdí”. Omar echa de menos una foto de sus padres que enmarcó con estaño en su taller. “Me llevaron con otro chaval del centro, en dos coches de Policía y con las manos esposadas”. Tenía 16 años.

El destino era el aeropuerto madrileño de Barajas, donde llegaron a las siete y media de la mañana. Su vuelo, con destino a Casablanca, a pesar de que el menor es de Tánger, salía a las diez. “Metieron mis cosas en el avión y ahí se quedaron”. Cuando estaba en la escalerilla, su abogado pudo frenar la expulsión. Un cuidador pudo avisarlo a tiempo. Pero no todo tiene marcha atrás. “Perdí mi mp3, que iba en la mochila”, se lamenta. Su grupo favorito es El Canto del Loco.

Bouabid prefiere a Andy y Lucas. Asiente con la cabeza mientras escucha el relato de su compañero. Lo conoce en primera persona. El susto le llegó a él en el portal de su casa “Te vamos a repatriar, me dijo un policía de paisano”. Valentín se llama el educador que avisó con urgencia a su abogado. Sonríe agradecido al recordar su nombre. “Nosotros no podemos hacerlo, porque nos quitan el móvil”.

Los dos recuerdan haber pasado miedo. “Yo tuve que tomar pastillas porque estuve sin dormir bien 20 días”, confiesa Omar.

En la piel del inmigrante

El trato que les da la policía es correcto. “Tienes cara de buena gente, yo confío en ti, me dijo uno de los agentes que me acompañaban cuando supo que me quedaba en España”. “Lo hacen para ganar dinero”, justifican, aunque denuncian algunos excesos. Ambos emplean la misma descripción, “uno alto, fuerte y calvo” para referirse a un policía con algo peor que malas maneras.

Omar espera ahora, nervioso, la decisión de un juez que fallará sobre su expulsión en un plazo de quince días. Bouabid es ya mayor de edad y se siente más tranquilo, aunque agacha la mirada cuando se cruza con la policía. Quiere ser futbolista, “del Barça” y dice que “hace las cosas bien”.
Saben que los políticos leen periódicos y por eso reservan para ellos dos mensajes de despedida: “Que antes de hacer nada, hablen con nosotros, para que vean cómo somos”, dice Omar. “Que se pasen un día entero con un inmigrante, sólo un día”, pide Bouabid. “Lo tenía que hacer todo el mundo -insiste- ¿no te parece que seríamos mejores, más tolerantes?”.

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