Dominio público

El retorno de ETA

Jonathan Martínez

Periodista.

La Junta Electoral prohíbe exhibir camisetas con el lema "Que te vote Txapote" en los Colegios Electorales | Ismael Herrero / EFE
La Junta Electoral prohíbe exhibir camisetas con el lema "Que te vote Txapote" en los Colegios Electorales | Ismael Herrero / EFE

Hace unos meses, al pasar por las calles de Omagh, acudió a mi memoria un borroso recuerdo adolescente, imágenes que vieron mis ojos en los periódicos, tal vez en la televisión, una carretera llena de escombros tras la nube de humo, fachadas desmoronadas, chatarra calcinada, llamas dispersas, la frágil frontera de un cordón policial. El verano pasado la ciudad se llenó de conmemoraciones porque han transcurrido veinticinco años desde el atentado, un cuarto de siglo desde que aquel vehículo explosivo dejó veintinueve muertos y dos centenares de heridos. La operación llevaba la firma de un grupo disidente llamado Real IRA. El IRA Auténtico.

Era el verano de 1998 y hacía apenas cuatro meses que irlandeses y británicos estrechaban sus manos tras el Acuerdo de Viernes Santo. El IRA había bajado las armas para favorecer el entendimiento con el Gobierno de Tony Blair, de modo que la fundación de una escisión armada suponía un indeseable contratiempo para las negociaciones. Omagh nos recordó que aquella paz era más endeble de lo que habíamos imaginado porque existían sectores recalcitrantes de colores diversos que renegaban de las conversaciones. En la resaca del coche bomba, volvieron las medidas de excepción y las redadas.

De aquel 1998 me llegan también otros recuerdos adolescentes, esta vez más próximos y familiares. En el mes de septiembre, la mayoría política y sindical vasca firmaba en Lizarra un acuerdo que miraba a Irlanda como un modelo de reconciliación. ETA respondió a la invitación con un alto el fuego y Aznar olió la oportunidad de pasar a la historia como el gran estadista y pacificador que nunca llegaría a ser. Tres meses después de Lizarra, los hombres del presidente se encontraron en un chalet del municipio burgalés de Juarros con Arnaldo Otegi, Iñigo Iruin, Rafa Díez y Pernando Barrena. Al cabo de unos meses se sentaron con una delegación de ETA en Zúrich.

La historia es conocida. Aznar facilitó acercamientos de presos y excarcelaciones pero el acuerdo no cuajó. Pocos años después, cuando Zapatero intentó un armisticio dialogado bajo un esquema semejante —encuentros con la izquierda abertzale primero y con ETA después—, la derecha se echó a las calles con una furia inédita para reprobar las mismas políticas que el PP había auspiciado durante su paso por La Moncloa. Sea como fuere, la paz de Zapatero terminó sepultada bajo los escombros de la T4. Si atendemos a Egiguren, los promotores del atentado de Barajas actuaron contra la voluntad de la primera delegación negociadora de ETA.


Tras el revés, los ideólogos de Bateragune promovieron un proceso de vocación definitiva. Esta vez ETA no solo debía ofrecer su propia disolución, sino que además debía hacerlo con la máxima unanimidad, sin permitir que ningún actor discrepante pusiera en riesgo la paz con acciones descontroladas. El precedente de Irlanda, igual que las escisiones previas de ETA, obligaba a extremar las precauciones. Nadie podía permitirse un Omagh de última hora. Pero había otra dificultad: cuando la solución parecía más viable, Baltasar Garzón encarceló a los cerebros de Bateragune y el Gobierno español se cerró en banda a las negociaciones.

Igual que había ocurrido en Irlanda, hubo sectores que no vieron con buenos ojos el desarme. Quienes habían intentado previamente el diálogo ahora parecían renegar de una paz hablada que ya no les reportaría dividendos. La Asociación de Escoltas del País Vasco, por ejemplo, llamó "tregua trampa" al fin de ETA. El cese de las hostilidades los condenaba al reciclaje profesional o al desempleo. Los agentes de la Policía Nacional y la Guardia Civil, recompensados en tierras vascas con pluses de peligrosidad, necesitaban seguir justificando el sobrecosto. Quizá así se explique mejor la tolvanera del caso Altsasu.

El otro día, Isabel Díaz Ayuso difundía el anagrama de ETA en su cuenta de Twitter para tratar de vincularlo a la imagen corporativa de EH Bildu. La presidenta de la Comunidad de Madrid sugiere tal vez que la letra E, estilizada en los carteles del candidato Pello Otxandiano, presenta la apariencia de una serpiente. La ocurrencia fue motivo de burlas en las redes sociales, pero la risa se congela al recordar que Carmen Lamela empleó el mismo recurso en la Audiencia Nacional para propinar una falsa imputación de terrorismo contra los jóvenes del Altsasu. En aquel entonces, el dibujo sinuoso de una carretera en un cartel político se convirtió por arte de magia en "el logo habitual de ETA".


En 2018, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo consideró que Arnaldo Otegi y el resto de Bateragune habían sido privados de su derecho a la justicia. El Tribunal Supremo quiso repetir la condena pero el Constitucional le paró los pies. Otegi entiende que algunos poderes del Estado querían "evitar que la violencia armada desapareciera de la ecuación política". La estrategia electoralista del PP, empeñada en resucitar a ETA, parece confirmar estas sospechas. Pedro Sánchez es ETA, el BNG es ETA, que te vote Txapote, siempre un paso más de allá de la fina línea que separa el oportunismo populista de la vergüenza ajena.

Todo esto podría parecer un síntoma enloquecido de la política estatal, pero se acercan las elecciones autonómicas vascas y el fantasma de ETA reaparece en los lugares más insospechados. El candidato del PSE, Eneko Andueza, apelaba el otro día a la memoria del senador socialista Enrique Casas. A Casas lo mataron los Comandos Autónomos, pero la historiografía oficial insiste en atribuirle el crimen a ETA. En una apelación velada, Andueza arremetía contra "los que aplaudieron su asesinato y cuatro décadas después siguen sin condenarlo". Basta una visita a la hemeroteca para confirmar que todas las formaciones vascas emitieron declaraciones públicas de condena.

El PNV transita por la misma línea discursiva. El pasado mes de enero, el Tribunal Supremo confirmaba las condenas por corrupción contra los dirigentes jeltzales del caso De Miguel. El portavoz del Gobierno Vasco, Bingen Zupiria, despejó la pelota reclamando a Otegi una autocrítica en torno a la corrupción de ETA. Días después, Otxandiano lamentaba que nadie haya asumido su responsabilidad en el "terrorismo de Estado y la tortura". Ortuzar le replicaba que es ETA quien nunca ha asumido responsabilidades. Tras otra visita a la hemeroteca, leemos en un comunicado que "ETA reconoce la responsabilidad directa" en el "dolor" y el "sufrimiento desmedido" causado.

Dice el mito que la sociedad vasca vive ajena a las peores inercias de la política española. Sin embargo, la precampaña autonómica reproduce los mismos argumentos que utilizan el PP y Vox contra Sánchez. El eterno retorno de ETA al debate electoral permite que se imponga una política hecha con las vísceras, puramente emocional, punitivista y de exaltación patriótica. En el juego del trilero, desaparece la sanidad, la corruptela, el derecho a la vivienda, el costo de vida, las demandas laborales. ETA regresa igual que emerge un conejo de una chistera: el público aplaude por convención pero sabemos que se trata de una ilusión óptica. Esto no es Omagh sino un truco muy viejo y muy manido.

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